El negocio migratorio de las bandas criminales en la frontera

Se sospecha que funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana están involucrados. Los pasos clandestinos son imposibles de controlar.

Joseph Casañas - Enviado especial a la frontera colombo - venezolana
12 de febrero de 2018 - 02:57 a. m.
Un venezolano cruza por una de las trochas ilegales para llegar a Norte de Santander. / Cristian Garavito - El Espectador
Un venezolano cruza por una de las trochas ilegales para llegar a Norte de Santander. / Cristian Garavito - El Espectador
Foto: CRISTIAN GARAVITO

Las autoridades migratorias tienen claras las cifras de personas del vecino país que ingresan legalmente a Colombia diariamente. Este fin de semana, en el cruce del puente Simón Bolívar, entraron unos 60 mil. Sin embargo, hay un dato que es imposible cuantificar: el de los venezolanos que ingresan ilegalmente al país a lo largo de una frontera común de 2.219 kilómetros.

El Espectador estuvo en una de las trochas abiertas, un punto cercano al paso fronterizo en el puente Simón Bolívar, por las que a diario arriesgan la vida para no morirse de hambre en su propio país, donde las profundas dificultades sociales, económicas y políticas los tienen cercados. Es la radiografía de una crisis humanitaria en la que como auténticos buitres carroñeros buscan aprovecharse las bandas criminales y, al parecer, miembros de la Guardia Bolivariana, que obtienen jugosos réditos económicos a costa de la desesperación de seres humanos indefensos. El cruce de los migrantes ilegales se ha convertido en un negocio infame. Es algo de lo que poco se habla, pero que todos saben.

Los dueños del negocio

Los Rastrojos o el clan del Golfo, que no son otra cosa que paramilitares bautizados con otro nombre, controlan los pasos ilegales. Ellos deciden cuántos pasan, quiénes pasan y qué es lo que pasan.

Muchos sólo quieren llegar a Colombia en busca de trabajo, pero otros son contrabandistas de hidrocarburos y/o alimentos, que deben pagar a las bandas criminales el derecho a pasar por la trocha que tienen a su mando.

Las cifras de este negocio ilegal son grandes. Por ejemplo, según datos de la Fuerza Pública, por cada persona que cruza a pie, pueden cobrar hasta $20 mil, si pasa en moto $30 mil, pero si lo hace en carro, en algunos puntos le pueden cobrar hasta $100 mil.

Los contrabandistas pagan lo que les piden porque el negocio es redondo. Por ejemplo, si trafican con hidrocarburos, el galón de acpm que en Venezuela compran a $150, en Colombia lo venden a $5.000.

Controlar esta economía ilegal se convirtió en un juego entre el gato y el ratón, en el que siempre ganan los paramilitares. Las personas que lo hacen, en últimas, es mano de obra barata con pocas o nulas oportunidades laborales. Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), Cúcuta cerró 2017 con una tasa de informalidad cercana al 70 %.

Sólo el año pasado fueron incautados 400 mil galones de gasolina que contrabandistas intentaron ingresar a Colombia. Todos, buenos y malos, tienen en el Norte de Santander 179 kilómetros de zona fronteriza para trabajar.

En la zona, además de la presencia de los Rastrojos y el clan del Golfo, hay presencia de milicias del Ejército de Liberación Nacional (Eln), grupo que puso en marcha un paro armado desde el pasado sábado y hasta mañana martes a las 6:00 a.m.

Esto, sumado a la llegada masiva de venezolanos a la zona, forman un coctel que amenaza con explotar pronto, si es que ya no lo hizo.

Consultado sobre este tema, uno de los oficiales de la Guardia Venezolana, que pidió no ser identificado, negó tajantemente que sus hombres trabajen de la mano con las bandas criminales colombianas. “Eso no está pasando. El trabajo de la Guardia Bolivariana en la frontera está enfocado en evitar justamente que lo que pasa en Colombia afecte a la población de San Antonio”.

A menos de 200 metros del puente Simón Bolívar, en donde están instalados los controles migratorios, un grupo de venezolanos cruzan ilegalmente la frontera. Sus miradas reflejan dos cosas: miedo y esperanza.

Miedo, porque si los atrapan, además de deportarlos, les van a decomisar la mercancía que llevan sobre sus hombros. Esperanza, porque están aburridos de aguantar hambre, de no tener un solo bolo (así se les llama a los bolívares) en los bolsillos de los pantalones viejos que llevan puestos y confían que, en Cúcuta, Medellín, Bogotá, Cali o la ciudad de Colombia que sea que los reciba, podrán al menos soñar con un futuro mejor.

Se mueven rápido y piensan en muchas cosas al mismo tiempo. En la Guardia Nacional que los persigue, en la Policía colombiana que los busca, en la familia que están dejando y en el país al que esperan volver algún día. En sus miradas también hay nostalgia. Son los mojados venezolanos.

Uno de ellos lleva unas cajas blancas, parecen neveras de icopor muy pesadas. Camina descalzo sobre las rocas por las que pasa un hilo de agua del río Zulia. Intenta no perder la concentración ni el equilibrio. No lo logra. Lo que sea que está llevando se le cae. Suelta un madrazo. Con mucha dificultad recoge la mercancía y después de secarse el sudor y soltar una bocanada de oxígeno, continúa caminando después de escuchar el silbido que alguien, del otro lado de la espesa vegetación, le envío a manera de señal. Así es como se avisan que no hay policías, que coronaron, que pueden seguir el camino.

Lo sigue un joven. Éste viene más liviano de equipaje. Lleva una maleta al hombro a la que no le cabe una media más. Frunce el ceño y cuando se entera de que está hablando con dos reporteros de El Espectador, reflexiona: “Esto pasa por no estudiar. Sólo llegué a segundo semestre de ingeniería y mire cómo estoy, cruzando de ilegal para no morirme de hambre”. De nuevo el silbido, de nuevo el suspiro, de nuevo el sudor. Se va.

La escena se repite con protagonistas diferentes. Mirar para todo lado, cruzar, sostener el equilibrio, suspirar, secarse el sudor, esperar el silbido y seguir.

Viene otro. Éste nunca escuchó el silbido. Lo que vio fue a dos policías colombianos armados hasta los dientes acercarse a la orilla del río. El joven, vestido con una camiseta del Barcelona, aceleró el paso y se fue. Ya al otro lado del río, pasó por el lado de un hombre de la Guardia Bolivariana que no le dice nada, tampoco se lo dijo cuando empezó a cruzar.

El teniente coronel Carlos Darío González Villamil, comandante de mando de ocho tropas en Norte de Santander, dice a El Espectador, que el Ejército tiene identificados 57 pasos fronterizos ilegales que en cualquier momento se pueden volver 157. “La frontera es muy porosa y como el río no lleva mucha agua, cualquier lugar se puede volver un cruce ilegal. Incluso, en algunos sitios no hay accidentes naturales que diferencien en dónde termina un país y en dónde empieza el otro”. Aunque hay presencia activa del Ejército (600 hombres están destinados a cuidar la frontera), “es casi imposible cubrirla toda”, reconoce el oficial.

Pese a que son ilegales, hay algunos cruces que incluso están bautizados. Los Mangos, La Playiya, La Marina y La Bolera son los más conocidos.

Por Joseph Casañas - Enviado especial a la frontera colombo - venezolana

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