El papa Francisco pasó por aquí

Crónica sobre el paso del obispo de Roma por Colombia. El pontífice elevó al país a una alegría diferente, sublime.

César Muñoz Vargas
14 de septiembre de 2017 - 12:15 a. m.
Papa Francisco.  / AFP
Papa Francisco. / AFP

El periplo por entre los ríos de gente comenzaba. En la avenida El Dorado, muy cerca del barrio Pablo VI, nombre puesto en honor al primer papa que estuvo por estas tierras en 1968, los fieles se habían apostado a la vera, en las aceras, en las praderas, se habían incrustado en los pocos árboles y en los bordes de las estaciones de Transmilenio. Miles y miles querían ver de cerca la figura portentosa y carismática del sumo pontífice. La espera, que comenzó con los rumores del año 2015, cuando monseñor Luis Augusto Castro tuvo que lidiar el cotilleo, terminaba dos largos años después, bajo los arreboles de un atardecer septembrino.

La primera de muchas calles en honor a Francisco se formó en el cuello que une al aeropuerto de Catam con la 26 y se extendió hasta la Nunciatura Apostólica en Teusaquillo. Ringleras interminables de colombianos y latinos, latinos como él, que ondeaban banderas colombianas y vecinas que alborotaban los vientos sobrantes de agosto. No hay selección de fútbol, no hay artista, no hay líder que provoque tal magnetismo como el que brota de su santidad Francisco, que desde la votación del cónclave, el 13 de marzo de 2013, decidió jugársela por los pobres.

Ya en las vísperas al primer día de la travesía en Colombia se adivinó que las multitudes, bañadas en ansias, estaban dispuestas a hacer cualquier sacrificio con tal de verlo próximo y recibir el halo de su bendición. Cuando esa bienvenida, las personas querían arremolinarse en el papamóvil, pensando quizá que el SCV 1 habría de pasar lento, a una velocidad que les permitiera tomar fotos y autofotos, y sentir el toque celestial.

En ese punto de la 26, cuando el sobrevuelo del helicóptero de la Policía Nacional anunciaba la proximidad de la corte papal y donde entre la muchedumbre de vecinos de La Esmeralda, Pablo VI y La Esperanza se confundían los pocos funcionarios estatales que quedaron después del permiso vespertino, las frases se oyeron casi que en simultánea: "viene el papa, pasó el papa". En verdad, fue rápido, muy rápido; en verdad, era justo y necesario, era el deber de las autoridades y los cuerpos de seguridad apurar el paso, por la larga agenda del sumo pontífice y el largo viaje que traía a cuestas, de contera, con una comitiva que lo atiborró de presentes a cambio de bendiciones hasta para la prima de la tía del amigo del vecino.

Los primeros momentos de Francisco parecieron así, efímeros para cientos de miles de parroquianos que no enlistaban los cortejos de invitados especiales, ni habían sido bendecidos con la programación de visitas pastorales. El paso níveo del sucesor de San Pedro era luz resplandeciente de no más de tres segundos, que aún así era consuelo en este llamado viaje de la esperanza, un viaje que fue in crescendo en emotividad y verdades.

Como las familias humildes que reservan los mejores trajes y la vajilla nueva para acoger en sus lares al visitante distinguido, así mismo el país, en Bogotá, Villavicencio, Medellín y Cartagena, desentrañó lo más selecto de sus tradiciones para homenajear al máximo jerarca de la Iglesia católica, un hombre paternal y bondadoso que llegó a ella para revolucionarla y «devolvérsela a los desposeídos», como han afirmado los eruditos.

Al papa lo recibieron con danza de cumbia en Bogotá, con joropo en Villavicencio y con tango en Medellín. Tango por la tradición de milonga de la capital antioqueña, y porque en el mismo

aeropuerto Olaya Herrera donde se celebró una de las multitudinarias misas campales, habían quedado los últimos suspiros de Carlos Gardel, por allá en 1935.

Al papa le entonaron himnos, cantos sacros, tonadas alegres. Al papa le cantaron con todo lo que un ser emocionado y bien dotado de voz puede dar, como Maía, que desgarró el alma en el salmo 97 durante la misa más profusa de todas, en el parque Simón Bolívar: un millón trescientos sesenta mil seres.

Al papa lo revitalizaron con café negro luego de un vuelo de medio día y de otro tanto de horas en vela. Lo abrigaron en ruana boyacense, le terciaron carriel antioqueño y le cambiaron el solideo por sombreros vueltiaos. Lo doblegaron en abrazos y bendiciones de niños y lo conmovieron con historias de penas, perdón y valentía. Pero él, ya sabía de los dolores, los folclorismos y los cuadros de heroísmo a los que se iba a enfrentar. Conoce tan bien a Colombia y sus sufrimientos, que pidió estar cerca de las víctimas, pero también de la esperanza y la alegría, manifestada en los niños y en los jóvenes. Quería untarse de ovejo.

En recompensa, él santiguaba y prorrateaba abrazos y sonrisas y, sobre todo, su palabra. En cada estancia, en cada rincón que pisó, dejó una estela de aforismos que dan cuenta de su carácter sencillo y de la sensatez con que percibe el mundo. Tan resistido por los más radicales del cristianismo, pero tan llamativo para ateos, no creyentes y masones. El papa Francisco tiene un aura que enamora y que conmueve.

Ya desde hacía más de cuatro años, desde que su nombre emergió de la fumata blanca que expulsó la capilla Sixtina, se vaticinaba cuál sería su noble talante. Y lo reafirmó en Colombia, donde no le dio descanso a su garganta para dar consejos, para hacer oración y para decir verdades, verdades vedadas, pero tan simples, que solo pueden ser dichas, no por alguien cósmico, pero sí, por alguien realmente humano.

Francisco, o el vicario de Jesucristo, no dio nombres, pero sí aludió a muchos de los que mantienen en tormenta a este país, y que dejaron que el diablo se les metiera por los bolsillos y que no se cansan de cizañar para entorpecer los sueños de reconciliación. "No tengan miedo. No dejen que les roben la esperanza, no dejen que les roben la alegría", lo repetía una y otra vez a una nación que por cuatro días amainó el desenfreno de sus odios y futilidades, para acogerse a la paz de su palabra. Fue una verdadera Semana Santa.

El papa ya está en Roma, pero antes dejó un pedazo de su grande corazón y los ecos de una voz amorosa, del abuelo que tiene sabiduría de sobra para el padre y el hijo, y que seguro dejará vestigios indelebles en el corazón de millones de colombianos. Tan noble, que pidió perdón para él, algo que se rehúsan a hacer aquellos de conciencias turbias, pero que no tuvieron empacho de persignarse a su paso.

"No se olviden de rezar por mí", fue la constante petición a una patria de la que tal vez espera no se siga perdiendo por los caminos del olvido y la indiferencia, especialmente, por eso de que lo importante era tomarse la foto o estar lo más cerca de su presencia. Solo por vanidad, o por recuerdo. De pronto, al cabo de un corto tiempo, pregunte si Colombia ya dio el segundo paso.

"Te queremos papa, te queremos". Todavía resuena una de las repetidas arengas voceadas entre tonadas de escolanías. El papa Francisco pasó por aquí, todo fue muy rápido; pero estará en el lado generoso de cada cual, de quien quiera dejar que su palabra perdure y no se vuelva "agua de rosas". El papa voló alto y lejos, y elevó a Colombia a una alegría diferente, sublime; una Colombia que lo despidió en carnestolendas, pero que en las horas ulteriores, se envolvió en nostalgia. Nostalgia, justo el tango que estaba de moda en 1936, cuando Jorge Bergoglio vio la luz en el arrabal Flores de Buenos Aires.

Por César Muñoz Vargas

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