El sueño negro

Recorrido por los corregimientos de La Loma y El Hatillo, epicentro de la explotación de las multinacionales Drummond, Glencore-Prodeco y CNR, donde se pasó del 'boom' carbonero a la contaminación desastrosa.

Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador
23 de febrero de 2013 - 04:00 p. m.
Un solo botadero mide dos kilómetros de largo por 120 metros de alto y 65 de ancho en su base.
Un solo botadero mide dos kilómetros de largo por 120 metros de alto y 65 de ancho en su base.

De Valledupar se llega a El Hatillo, un pueblo perdido en la geografía –y echado a perder en manos de las compañías mineras–, por una carretera pavimentada en perfecto estado. Desde San Diego –un pueblito limpio a donde no ha llegado la influencia de la minas de carbón– los puestos militares son numerosos. Hace un par de meses la guerrilla puso entre uno y otro un retén. El verano tiene los pastos de las ganaderías amarillos, las reses esqueléticas y los cañahuates florecidos. Son haciendas que pertenecen a los notables de Cesar. A juzgar por los gigantescos reservorios que han construido para mantener la palma verde y rentable, algunos cultivan palma africana en grandes proporciones. El agua nace en la serranía del Perijá y regaba el valle; hoy los arroyos son hilos de agua. La carretera atraviesa las palmeras de la emblemática Hacienda Las Flores, de don Carlos Murgas, el hombre que ha impulsado las alianzas productivas, modelo de aparcería moderna que tiene tan entusiasmado al gobierno.

Al sur están los grandes depósitos de carbón de La Jagua de Ibirico y La Loma, donde están los escarbaderos de Carbones de La Jagua y Cerro Largo, Pribbenow, El Descanso, La Francia, Calenturitas y El Hatillo. Son las gigantescas minas que el Estado ha otorgado a empresas multinacionales: Drummond, Glencore-Prodeco, CNR, desde mediados de los años 80. El carbón sale hoy por tren a los puertos de Santa Marta y Ciénaga, y algunas toneladas caen de tanto en tanto al mar.

Varios kilómetros antes de llegar a La Loma, epicentro de minas, se ven, a lo lejos, unas montañas que no se sabe a ciencia cierta si lo son, o si son las sombras gigantescas de un fenómeno geológico extraordinario. Son grises, altas –muy altas–, planas en su cima y están siempre acompañadas por una nube densa de polvillo de carbón. Una imagen lunar. La Loma es un pueblo de 22.000 habitantes, corregimiento del municipio de El Paso, que tiene apenas 6.000 habitantes. Allí nació Alejandro Durán, el juglar de la sabana, que en su juventud fue lo que eran todos los muchachos: vaquero de las grandes ganaderías. La región ha sido marcada por las concesiones. Una real, dada en el siglo XVII a la familia Alzamorano Díaz-Granados, de 52.000 hectáreas dedicadas a la ganadería, y otra hacia 1990 a la empresa Drummond para la explotación del carbón.

Al lado de las montañas lunares hechas con el material estéril que esconde el carbón está La Loma, un pueblo esponja que se llena de gente, de ruido y de polvo cada 12 horas con el cambio de turnos laborales, para luego caer en el silencio y el sopor. En la calle principal hay miles de cacharrerías, peluquerías, misceláneas, graneros, droguerías, comederos, residencias, bares, oficinas de abogados, oficinas de organizaciones no gubernamentales, oficinas de programas del gobierno. En la plaza, solitaria, una iglesia; al lado, atrincherada, la Policía. Todo el mundo, salvo una muy reducida minoría, es gente que vino a buscar plata. Plata por toneladas, como las mineras, o plata en monedas, como los rebuscadores. Entre unos y otros hay una abigarrada escala: ingenieros, geólogos, administradores, concesionarios, tenderos, obreros, buhoneros, choferes, abogados, soldados, ladrones y putas: la viña del señor. El agua de acueducto es poca, pero hay un abastecimiento perfecto de aguas de botella y de bolsa; la luz eléctrica se interrumpe, pero aparecen plantas eléctricas que hacen un ruido peor que los vallenatos en las picós. En dos palabras, todos están tratando de pegarle al perro; y le pegan, a juzgar por la agitación, la cantidad de motos y la variedad de uniformes con que las empresas hacen vestir a sus subordinados sin consideración ninguna.

El Hatillo es un pueblito del corregimiento de La Loma que junto con Plan Bonito, situado en el mismo municipio y El Boquerón, perteneciente a la Jagua de Ibirico, debe ser reubicado por mandato de las Resoluciones 0970 y 1525, emitidas por el Ministerio de Medio Ambiente en 2010. La razón: los límites permitidos de contaminación del aire fueron sobrepasados. El argumento es válido: a los pobladores se les tapan los pulmones, les sale carranchil en la piel, se les irritan los ojos, se les contamina el agua, y a muchos se les sube la presión arterial. No son males pequeños ni superficiales, como lo reconocen las autoridades sanitarias.

El Hatillo tiene 128 familias y 573 habitantes. Fue hasta la invasión de las empresas carboníferas un pueblo campesino que vivía de unas vacas aquí, unos carneros allí; unos cerdos, unas gallinas ponedoras; una roza con yuca, batata y plátano tres filos; una mancha de arroz, unos conejos cazados en la sabana, y el bocachico, la doncella y el moncholo, pescados en el río Calenturitas de aguas puras. Los campesinos vivían de lo que la tierra daba, pero trabajaban también en las grandes ganaderías que rodeaban su pueblo, con las que nunca tuvieron problema. El papá del malogrado Juanchito Roix, gran acordeonero de San Juan, todavía les da trabajo.

El primer cambio radical sucedió en los años 80, cuando la hacienda Alamosa, de las familias Matos y Giannetti, cambió el ganado costeño por la palma africana. Después construyeron una extractora y se creó la empresa Palmagro S. A., una firma que no solo da poco empleo a la gente de la región, sino contamina sus aguas con el tratamiento que le dan a raquis, un residuo de la producción de aceite que podría se usado como compost, pero que la empresa bota al río. El segundo cambio en la historia del pueblito fue la explotación del carbón a cielo abierto. Al comienzo todo fue felicidad: explotación minera significaba para los campesinos empleo, salario fijo, prestaciones, carretera, acueducto, energía eléctrica, lo que las empresas prometen y a las que el gobierno hace la segunda voz. Después se agregan otras virtudes: pago de impuestos, regalías, calificación de mano de obra, sanidad, seguridad, el cielo en la tierra. Los políticos son la cadena de transmisión de estos engranajes; son ellos los primeros y los grandes beneficiados.

Las cosas comenzaron a cambiar por tres causas: los muchachos no fueron empleados por las mineras, el polvillo del carbón caía en todas partes –dañaba los palos de mango y los pastos, ensuciaba el agua, tapaba los pulmones, ennegrecía el arroz– y, lo peor, los botaderos de material estéril crecían de la noche a la mañana. Uno solo mide dos kilómetros de largo por 120 metros de alto y 65 de ancho en su base. Para completar, el aumento inusitado de población de La Loma hizo que la basura se convirtiera en un problema mayúsculo de sanidad. En la entrada a El Hatillo se botan miles de toneladas diarias de la porquería que acompaña el consumo masivo. El sueño de un futuro se volvió poco a poco una pesadilla.

El gobierno y las empresas saben a ciencia cierta cuál es el problema y cuál la solución, pero se han empeñado en tratar de sacar barata la última, desestimando el primero. Las mineras se han visto obligadas a contratar firmas –Cetec, Fonade y rePlan Inc.– para hacer el diagnóstico, consistente en tomar una foto demográfica de la situación de hoy: cuántos son, qué hacen, qué enfermedades tienen, con el objetivo de reducir a mínimo la gente a trasladar, a ocupar y a curar. Todos los diagnósticos –pagados, repito, por las mineras– han enredado los censos para paralizar el reasentamiento.

La comunidad, por el contrario, rechaza la foto y exige un estudio histórico para poner en claro el rompimiento radical de su vida causado por la minería. Porque es el daño causado que debe ser reparado. No se trata de hacer un barrio de casas de cemento, de dar unos pocos empleos y unas dosis de acetaminofén. Se trata de reconstruir lo destruido. Y eso vale mucho y las mineras son extremadamente mezquinas. En este plano, también el gobierno les hace la segunda porque al declarar el pueblito en condición de reasentamiento, el municipio de El Paso, que es el que se ha beneficiado con las regalías, se abstiene de inversiones en el sitio. Es cierto que los viejos añoran lo que los jóvenes no quieren: la vida campesina, pero tampoco en este sentido las mineras tienen una oferta. De las 250 personas en edad de trabajar, apenas 11 son empleadas por las empresas.

No sucede lo mismo en otros municipios como Becerril, donde el 30% de la PEA esta trabajando en las minas. ¿Por qué esta discriminación tan irracional e injusta con un pueblo sitiado por el desarrollo minero? La Gobernación de Cesar se burla de El Hatillo: como ha sido declarada la emergencia alimenticia, la madre del gobernador se apareció con bolsas de mercado que repartió de mala gana y que contenían harina “gorgojeada”.

Otro caso de burla es el que existe en el llamado conteiner. Resulta que de las afecciones más sintomáticas son los daños en la columna sufridos por los choferes de las gigantescas volquetas en que se traslada el carbón o el material estéril. Cargan 60 toneladas que son soltadas en el platón de un solo golpe y hacen saltar la carrocería. El golpe se recibe entre 50 y 70 veces diarias. Total, muchos conductores tienen lesiones en la columna vertebral y como pertenecen al sindicato, la empresa no puede botarlos y ha resuelto instalar un conteiner donde los enfermos pasan ocho horas sin hacer nada, mirándose. Más aún, no pueden hacer nada distinto.

¿Qué hay detrás de tanta burla y tanta dilación? Simple, debajo de El Hatillo hay carbón y las mineras que tiene encerrado el pueblo, como si fuera un corral de chivos, necesitan ese pedacito para explotar el mineral que hay en el subsuelo y están aburriendo a sus habitantes para que acepten cualquier salida. Pero la gente ha resuelto resistir y no vender a precio de huevo su historia ni su justa pelea.

Lo que es del todo deshonesto es que el gobierno quiera reasentar la comunidad a causa de la polución, sin duda extrema, y no por el hecho escueto de que está sentada sobre una mina de carbón. El gran pesar de empresas y del gobierno es que la guerrilla no esté en la zona para poder acusar a El Hatillo de estar infiltrado por la subversión y facilitar así su desplazamiento. A propósito: ¿Víctimas son solo las causadas por la guerra? ¿Por qué no lo es la gente desplazada por los macroproyectos de desarrollo, los pueblos atropellados por las locomotoras de la modernización? La gente, como dice Diomedes Díaz, viene pidiendo vía.

Por Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador

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