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El traductor en la tragedia de Armero

J. Enrique Baena tenía sus cultivos de sorgo en Armero cuando fue agricultor. Relato de sus días como asistente improvisado de las misiones humanitarias internacionales junto con uno de sus socios, que nunca encontró a su familia.

María Paulina Baena Jaramillo
15 de noviembre de 2015 - 02:22 a. m.

Hace un año mi papá, mi mamá, mi hermano y yo nos sentamos a comer. Comenzamos a hablar de Armero por un artículo publicado en El Espectador. Recuerdo sólo la foto de la nota. Un grupo de unos 15 o 20 estudiantes y científicos que lucían tranquilos, incluso contentos. Y que serían cubiertos, después, por el lodo del Ruiz.

No sé por qué siempre ha suscitado una suerte de fascinación ese tema entre mis hermanos y yo. Tal vez porque era una historia recurrente en mi familia. Mi papá habla de Armero con cariño. Siempre nos contaba de sus años de agricultor, cuando llegó de estudiar zootecnia en Estados Unidos. La historia guardaba una dosis de dramatismo. Entró en bancarrota y perdió todos sus cultivos después de la avalancha que tapó a Armero para siempre.

Mientras comíamos, mi papá empezó a contar una historia que no conocíamos. Que había llegado de primero al lugar antes que la Defensa Civil, que sirvió como traductor de las misiones humanitarias internacionales, que vio montones de muertos, que se mandaba cartas con mi mamá (que vivía con él en Ibagué) mediante un niño de la Cruz Roja, que encontró a una niña sobreviviente y se la llevó a vivir a su casa mientras aparecía algún familiar.

Meses después le pedí que contara la historia otra vez porque mi hermano grande no la sabía. Lo grabé. Aquí está en sus palabras.

***
“Yo siempre iba y volvía de Ibagué a Armero. Teníamos muchas hectáreas sembradas, estábamos muy entusiasmados, todo iba muy bien y nos ofrecieron sembrar una finca en Puerto Boyacá. Ya la habíamos conocido y nos fuimos a Armenia a firmar el contrato.

Caí en la cuenta de que salir de Armenia sin despedirme de mamá era un pecado mortal. La llamé, eran las cuatro de la tarde, y le dije:

— Mamá, nos estamos devolviendo con Sergio y Carlos porque vinimos a mirar lo de la finca de Puerto Boyacá.

Nos quedamos hasta las siete de la noche y salimos para Ibagué en un viaje de dos horas. Cuando llegamos, en vez de entrar a la casa, fuimos directamente a la central de taxis que salían para Armero. Llegamos a los taxis. Pero ya no había porque dejaban de viajar a las nueve. Le dije a Carlos que se quedara en mi casa y él esa noche se fue a dormir con nosotros.

(Los dos socios de mi papá de sus cultivos eran Carlos Medina, oriundo de La Plata, Huila, que vivía en Armero con su esposa y una hija de cuatro años. Y Sergio Serrano, quien era bogotano y vivía en Ibagué).

Entonces llegamos a la casa por la noche, nos sirvieron algo de comer y él llamó a su casa. Yo me acuerdo de esa conversación, de no más de un minuto veinte. Él era muy seco, cortante, de muy pocas palabras. Le dijo a su esposa, que se llamaba Marta:

— ¿Cómo que están cayendo piedras? ¡No, no, no! ¡Duerme a la niña y ya! Yo voy mañana madrugado.

Nos fuimos a dormir y como a las 3:30 de la mañana sonó el teléfono. Contesté y era la secretaria de un negocio mío que se llamaba Discaribe. Me dice:

— ¡Ay, doctor, prenda las noticias porque explotó el volcán y Armero desapareció!

Ahí mismo pusimos radio y estaba Gossaín diciendo:

— Armero ha sido borrado del mapa, Armero no existe.

Bajé por el carro. Yo tenía un campero Daihatsu diésel rojo con cabina blanca. Prendimos el carro y nos fuimos a donde Sergio. Él cogió su carro, que era idéntico al mío. Llenamos de combustible, echamos dos timbos extra y arrancamos por la carretera que de Ibagué conduce a Armero por Venadillo y Lérida, a una hora de camino.

Carlos desde ese momento enmudeció. Y enmudeció durante 15 días. Y nunca más volvió a hablar. Después de eso él fue a vivir a mi casa y no hablaba nada. Toda su familia estaba allá: su hija, su esposa, sus suegros. Quedó solo en el mundo.

En el carro llegamos a la salida de Ibagué y estaba el ejército atravesado en la carretera: jeeps, tanquetas, alambre enredado. Nos dijeron que no podíamos pasar, que no había vía ni siquiera.

— No puede pasar, prohibido.

— Es que nosotros vamos para Armero.

— No señor, es que no hay vía.

— No, usted no entiende, es que la familia del señor está allá.

Ahí Sergio, desde el otro carro, me dijo que nos fuéramos por Cambao. Había que hacer una vuelta más larga, por Girardot. Cuando llegamos al río estaba el ejército también bloqueando el puente.

Me dijo Carlos:

— ¡No le quite el acelerador!

Y Sergio detrás, como una estampilla.

Ya eran cuarto para las seis de la mañana. Yo apreté el acelerador y al ejército le tocó abrirse como en una película. Nosotros no paramos. Cuando pasamos el puente y seguíamos por la carretera las luces iluminaban, llegaba el momento en que veíamos una humedad, y un olor frío, y un azufre, y una opacidad, una tranquilidad, una vaina muy miedosa. Una paz tensa.

Íbamos avanzando y ya veíamos que la carretera se nos perdía un poco porque el lodo le daba por encima del guardabarros. El carro no avanzó y se frenó. En ese momento tratamos de abrir las puertas, pero no abrían. Nos salimos por entre las ventanas al lodo. El lodo era una cosa espesa, tibia y gris.

Dejamos los carros hacia un ladito. Nos arrimamos hacia una finca de los Rebolledo donde había un buldózer que usamos para mover los carros. En el lodo había que nadar un poco, como gatear. Uno se recostaba y no se hundía, pero si se paraba lo atrapaba.

Estando en el buldózer pasó un tractor. Le hicimos señas, nos montamos y empezamos a avanzar. A medida que avanzábamos veíamos las manitos batiéndose. La topografía ya cambia. Por alguna razón no se veían los arrozales y las portadas de las fincas, sino que esto se había vuelto como un gran océano gris. Manitos y una cantidad de helicópteros.

Fuimos los primeros en llegar por Cambao. Cuando llegamos al sitio donde debía quedar el puente que conectaba la vía no había nadie. Eran por ahí las 6:05 de la mañana. Pero además no había puente, no había pueblo, no había club, no había nada.

En ese momento empezamos a ver volar helicópteros. En el tractor íbamos por donde debía ser la carretera. Veíamos los vivos y los muertos. Todo el mundo de color gris. La gente no sangraba porque inmediatamente cicatrizaba con el lodo, pero las infecciones eran las hijuemadres.

***
Carlos nunca encontró a su familia. En un momento determinado volvimos a la casa y él me pidió prestados 500 dólares. Quedó con lo que tenía puesto: un bluyín y una camisa. Y me regaló una navaja que usaba, antes de irse a Estados Unidos para siempre.

Nos quedamos en el puente porque la ilusión de Carlos era pasar al otro lado. Él nunca perdió la ilusión de que su hija estuviera viva.

Con los que salían vivos decía:

— ¿Usted vio a Marta?, ¿Dónde?, ¿A qué hora?

La gente distinguida del pueblo vivía por donde bajó la avalancha, en la parte alta de Armero. Esas casas quedaron tapadas, fueron las primeras en irse.

Carlos se montó en un helicóptero de la Fuerza Aérea y recorrieron todo el río Lagunilla. Cuando se bajó dijo que no había nada. Al Lagunilla no le verificaron el cauce y él se fue represando, como un dique. Cuando erupcionó el volcán, se vino todo.

Al cabo de 20 días nos fuimos a Bogotá. Fue mucho lo que buscamos a la niña; donde decían que había una niña, íbamos allá. No hubo albergue o pueblos alrededor donde no se la hubiera buscado.

Cuando le presté los 500 dólares él, un día cualquiera, me agarró de la camisa y me dijo:

— Yo no sé si agradecerle por haberme salvado la vida u odiarlo por no haberme dejado morir con mi familia.

Eso fue lo último que oí de Carlos en la vida. Se fue para Estados Unidos y se desapareció.

***

Nosotros hablábamos inglés, Carlos y yo, y de alguna manera éramos el puente entre la ayuda internacional que venía. Cuando nos instalamos en el puente, ese era un sitio estratégico para atender a la gente. El general Rodríguez, que lo nombraron el encargado del desastre, nos nombró los encargados de ese sitio. Entonces la gente empezó a mandar maquinaria, y camiones, y volquetas, y nosotros organizábamos los camiones en filita, y las retroexcavadoras y buldózeres.

Empezaron a llegar los franceses, los gringos, los holandeses, y al final del día dábamos el informe de lo que había pasado. Yo me acuerdo de que nos llegaba la comida y mandaban contenedores llenos de duraznos, aceitunas, palmitos.

Por Ibagué pasaban unos helicópteros gigantes de doble propela, de guerra, tripulados por gringos excombatientes de Vietnam que estaban acantonados en Panamá. Mandaron esos helicópteros porque eran los que podía levantar los buldózeres y estos gringos fumaban marihuana todo el día. Cogían los buldózeres, los enganchaban para pasarlos al otro lado, pero en vez de ponerlos sobre el piso, los soltaban y se desbarataban. Volaban por encima de la población y los techos se desbarataban. Mejor dicho…

Nos quedamos allá diez días seguidos. Tu mamá me mandaba ropa y cartas con un muchacho de la Cruz Roja que se hizo muy amigo nuestro.

***
Vi cosas horribles. A la gente muerta y un teniente lleno de cadenas de oro.

Nosotros cultivábamos en Mariquita pero llegar allá era imposible porque no había vía entonces tuvimos que dar la vuelta para llegar a donde teníamos un cultivo importante.

Al llegar a la finca vimos 30 trabajadores cuando en verdad teníamos tres: el tractorista, su mujer y su hijo.

— ¿Qué pasó?

— ¿Qué hubo doctor? No que acá nos quedamos todos, y nos salvamos, y ellos salieron por el cementerio.

El tractorista dijo:

— Esta es mi mujer, una prima, un sobrino. Nos vinimos todos para acá. Nosotros llevamos el tractor a Armero para ayudar.

Empezó a presentar a todos. Cuando de pronto vi una niñita de 5 años, una monita gordita.

— ¿Y esta niñita?

— No, doctor esta niñita la salvamos.

Ellos utilizaban el término salió del lodo.

— No se preocupe doctor que a esta niñita la vamos a criar.

— ¡Pero ustedes no pueden hacer eso! Ustedes la tienen que reportar porque a esta niña la pueden estar buscando.

Y ese, justamente, era el drama que tenía Carlos.

Cuando vimos esta muchachita la cogimos y nos vinimos con ella hasta Ibagué al Bienestar Familiar. Cuando llegamos esa muchachita no se me soltaba de la pierna, agarrada como una garrapata.

Llegamos a decir que la niña la encontramos en la finca y nos dijeron:

— Pues mire, hay una cosa, y es que usted puede ser un hogar de paso.

Además, nosotros vivimos en el edificio de Ana Beatriz Tovar y ella trabaja en el Bienestar Familiar. Hablamos con ella y fue fácil. Nos dijo que la lleváramos a la casa.

A los dos minutos los vecinos se enteraron que teníamos una niña de Armero en la casa y empezaron a llegar juguetes y ropa. A Alejandro (mi hermano) lo sacamos del cuarto y pusimos a la niña allá. Ellos jugaban.

Después nos dijeron que teníamos que llevar la niña al bienestar porque apareció un tío. Qué pesar, pero bueno. La llevamos. Ellos se fijan mucho en las reacciones de la gente. Ella vio al supuesto tío, pero no se emocionó. Los psicólogos miraban la reacción y nos dijeron que no, que no la entregábamos al tío.

La volvimos a llevar porque la abuelita había venido de algún pueblo a reclamarla. Apenas vio a la abuelita se le tiró.

Esa niñita se fue cargada de ropa y de juguetes.

Y así fue. La gente aprendió a vivir con el volcán y no le comían".

Por María Paulina Baena Jaramillo

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