Entre porro y porro

El reconocido escritor Héctor Abad responde al ataque del procurador general de la Nación contra los periodistas que lo critican.

Héctor Abad, Especial para El Espectador
06 de abril de 2013 - 09:00 p. m.
Hasta en París hay intolerancia contra quienes reclaman respeto a las libertades, como contra esta  feminista ucraniana  agredida esta semana.  / AFP
Hasta en París hay intolerancia contra quienes reclaman respeto a las libertades, como contra esta feminista ucraniana agredida esta semana. / AFP

Monseñor Alejandro Ordóñez, el inefable procurador general de la Nación, vuelve a la carga contra los periodistas que contradicen sus opiniones retrógradas y oscurantistas. Para él la contradicción es matoneo, y para tratar de amedrentarnos nos acusa —generalizando— de conductas que a él le parecen horribles y hacen que casi reviente su cilicio: fumar marihuana o meter cocaína. Pudo haber añadido también “entre coito y coito”, y quizá de ese tipo que uno de sus aliados ideológicos llama “excrementicios”. Hablando en esos términos, este nefasto inquisidor medieval redivivo, parece llamar a la quema de los herejes y de los viciosos. Ordóñez, en su cabeza, vive en el siglo XV, y cree que la gente se va a asustar con sus majaderías de cazador de brujas.

La estrategia moralista —que no moral— del procurador Ordóñez consiste en hacer creer que su cruzada sexófoba lo dice todo sobre su virtud, y que después de que clama contra el aborto ya toda su moralidad está garantizada y fuera de toda duda. Cree que por oponerse al condón, a la píldora anticonceptiva, a las relaciones prematrimoniales, al matrimonio homosexual, a la dosis personal de drogas, al aborto de las mujeres violadas, y a la píldora del día después, su papel como abanderado de la moral ya está cumplido. Soy bueno porque combato el sexo por fuera del matrimonio católico entre adultos heterosexuales y con el sagrado fin de procrear. Todo lo que se aleje de su cavernaria visión de la sexualidad humana, es inmoral y pecaminoso. Todo lo que no sea lo que él considera sano, es vicioso.

Después de dar su sermón ultramontano, de su perorata lefevrista y retardataria, monseñor se frota las manos, entorna los ojos en hipócrita gesto de humilde incomprendido, y se puede dedicar a sus asuntos: nombrar amigos de congresistas en puestos bien pagados de la Procuraduría; defender los sueldos y pensiones vergonzosos de jueces, magistrados y senadores; defenestrar a los políticos que no le besen el anillo, es decir que no comulguen con sus ruedas de molino. Él puede hacer todas esas cosas completamente inmorales porque, para su conciencia, la moral se reduce a las drogas y a los apetitos de la carne: basta no ser gay, no tener sexo fuera del matrimonio, no abortar, no fumar marihuana y no meter cocaína, y de ahí en adelante ya todo lo demás está permitido. Monseñor, como todos los católicos fanáticos, está obsesionado con el sexo mandamiento, digo con el sexto: esos son los pecados, los de la carne. Lo demás son negocios legítimos de un maquiavélico juego de poder político.

Procurador: los que vivimos en eso que para usted es pecado (yo, por ejemplo, en público concubinato con una mujer con la que no me he casado), quienes de vez en cuando bebemos, fornicamos o fumamos marihuana, por caer en esos deleites no perdemos ni la cabeza ni el derecho de criticarlo, lo cual no es matonearlo, sino una forma legítima de combatir sus ideas con argumentos mejores que los suyos. Y lo criticamos porque sus creencias oscurantistas son dañinas y estúpidas: lo son porque producen desgracia e infelicidad. Porque impiden que personas —incluso católicas— del mismo sexo que quieren compartir amorosamente sus vidas se puedan casar. Porque hacen creer que el sexo homosexual es malo y moralmente ruin. Porque incita a las autoridades, indirectamente, a tratar con desprecio a quienes fuman yerba o se besan en público. Porque les da armas a los padres autoritarios para que sigan atormentando a sus hijos que optan por apetitos vitales minoritarios, pero no por esto inmorales o malignos.

Por eso, entre porro y porro y entre coito y coito, con toda la alegría y toda la fuerza, lo seguiremos criticando —pero nunca agrediendo— señor procurador, señor inquisidor, penúltimo sobreviviente de un medioevo oscurantista que afortunadamente ya dejamos atrás.

Por Héctor Abad, Especial para El Espectador

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