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Ernesto Díaz Cuenca, el cura que sobrevivió a los “paras” y al COVID-19

Fue uno de los primeros casos positivos de COVID-19 en Huila, pero, además de vencer al virus, le ganó a la guerra de Salvatore Mancuso en Meta.

Camilo Pardo Quintero / cpardo@elespectador.com
27 de julio de 2020 - 11:00 a. m.
El padre Díaz estuvo 20 días internado en cuidados intensivos.
El padre Díaz estuvo 20 días internado en cuidados intensivos.
Foto: Cortesía - Ernesto Díaz Cuenca

Era mayo de 1998 y en Mapiripán (Meta) apenas comenzaban a cicatrizar las heridas que había dejado un año atrás la masacre de julio del 97, en la que paramilitares al mando de Carlos Castaño sembraron el terror por más de cinco días y, con lista en mano, asesinaron selectivamente a más de 49 personas.

Por si la sevicia no hubiese sido suficiente, decenas de hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) continuaron con el allanamiento de hogares en el municipio hasta que en la jornada del 4 de mayo de 1998, encabezados por Salvatore Mancuso, se tomaron la vereda Puerto Alvira, lugar en el que asesinaron públicamente a más de 27 personas, acusándolas de colaborar con la antigua guerrilla de las Farc.

Por ese entonces, el padre Ernesto Díaz Cuenca era el párroco de la vereda, por orden de la diócesis de San José del Guaviare y del obispo Bernardino Correa Yepes. A Díaz lo amenazaron antes, durante y después de la masacre; los hombres de Mancuso lo tildaban de guerrillero y a instantes de estar al borde de la muerte, el mismo obispo Correa lo autorizó para escapar, salvar su vida y comenzar de ceros en Bogotá.

El padre Díaz Cuenca, neivano de 61 años, filósofo y licenciado en Teología de la Universidad San Buenaventura y de la Javeriana, pensó entonces que aquel episodio había sido el más cercano a la muerte que enfrentaría en su vida. Sin embargo, la pandemia del coronavirus terminó por ponerlo de nuevo cara a cara con la muerte.

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El pasado 13 de marzo, de un vuelo proveniente de Italia, llegó a Neiva una mujer de 75 años que, sin saberlo, era positiva por COVID-19. Junto a ella, viajaba su hermana de 68 años, trabajadora del Mega Colegio Rodrigo Lara Bonilla, que también se contagió. La pandemia apenas estaba tocando las puertas del país y los protocolos aeroportuarios no eran lo suficientemente rigurosos como para detectar personas con el virus o al menos dictaminar un aislamiento de dos semanas. Ellas fueron los dos primeros casos en el departamento.

Los profesores del Lara Bonilla, entre ellos el padre Díaz, le hicieron una fiesta de bienvenida a su compañera, celebración que al parecer se convirtió en el foco del contagio. “En ese evento fue cuando la gente dijo que yo contraje el virus; eso es algo que no voy a saber. Por fortuna, de los maestros fui el único que enfermó; tampoco contagié a nadie de mi entorno, lo cual agradezco. Pasada esa primera etapa puedo decir que los síntomas los comencé a sentir unos ocho días después de la reunión, más o menos hacia el 21 de marzo”, describe Díaz.

Inicialmente, el padre tenía dificultades para respirar y, según él, soportaba calores que parecían no tener alivio. “Cuando mi cuadro clínico se deterioró, me llevaron a la Clínica Emcosalud, donde debo decir que al comienzo me atendieron muy mal. En mis primeras horas allí no me tomaron los signos vitales ni me dieron siquiera un vaso con agua. Pienso que esa reacción en el personal médico era porque la pandemia apenas estaba llegando a Colombia, pero no puedo olvidar cuando me dejaron botado en una habitación a merced de nadie”, detalla Díaz.

Para confirmar si tenía la enfermedad, el 22 de marzo, el padre Díaz fue llevado a la Clínica Mediláser, donde le realizaron exámenes en los pulmones por su aguda afección respiratoria. Los resultados indicaron que debía ser llevado a cuidados intensivos, en Emcosalud, y a partir de ahí comenzó la batalla contra el tiempo y el virus.

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“Me pusieron suero intravenoso, me intubaron, porque estaba respirando mal y hasta ahí recuerdo. Me postraron veinte días en una cama UCI hasta que el 12 de abril, Domingo de Resurrección, Dios me devolvió la vida. Apenas desperté, me comentaron que en los momentos más duros ningún médico daba un peso por mí; unas enfermeras me dijeron que antes de entrar a cuidados intensivos la gente me miraba como a un bicho raro; pero al final la voluntad del Señor fue la que me sacó adelante para ponerme la misión de contar esta historia a todo el mundo”, relata el cura.

Lo más difícil ya había pasado para Díaz Cuenca; sin embargo, la batalla por su recuperación estaba pendiente. “Me pasaron a una habitación normal. La atención volvió a ser mala, no me daban buena comida y ningún médico se acercaba. Una enfermera siempre estuvo pendiente de mí y por eso me le quito el sombrero a su labor y la de sus compañeras. Las primeras secuelas del COVID-19 las vi cuando me dijeron que perdí más de veinte kilos y 40 % de masa corporal. A eso se le sumó el hecho de que no me podía parar y necesitaba ayuda para bañarme. Así se fueron otros veinte días en la clínica”, rememora Díaz.

Aunque el padre Díaz Cuenca, maestro desde los días de Puerto Alvira, perdió su escalafón en el magisterio, sigue siendo provisional en ese gremio y desde allí costearon sus gastos médicos, que ahora se trasladaron de una UCI a citas rutinarias con un fisioterapeuta y un otorrinolaringólogo para ver la evolución de su salud, después de atravesar los casi cincuenta días más difíciles de su vida.

Por Camilo Pardo Quintero / cpardo@elespectador.com

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