Guillermo Cano, un clima de sencilla fortaleza

El insigne director de El Espectador, asesinado por sicarios de Pablo Escobar a la salida del diario, es recordado por una de las periodistas y columnistas que mejor lo conocieron.

María Teresa Herrán/ Especial para El Espectador
17 de diciembre de 2017 - 02:00 a. m.
Collage en memoria de don Guillermo Cano, hecho este año por su nieta Ana María Cano Villazón.
Collage en memoria de don Guillermo Cano, hecho este año por su nieta Ana María Cano Villazón.

El hombre era tímido, encorvado, casi siempre con el cigarrillo pegado al labio. Salía de su escritorio como una sombra discreta, siempre pensando en algo que uno presentía importante, pero con una evidente serenidad cachaca. (Vea el especial:30 años sin Guillermo Cano)

El clima que producía esa presencia no se imponía con gritos ni con pretensiones, como sucede no pocas veces en la adrenalina de las salas de redacción, pero era evidente: había que hacer las cosas bien y eso era lo que contaba. Su segundo de a bordo –José Salgar– aseguraba que todo fuera así; tenía la adrenalina de una buena persona, es decir, apresurada, pero de un respeto por el tono en que las cosas se decían.

Pensándolo bien, era un clima que seguramente habían sentido los que trabajaron con aquel Don Gabrielito que alcancé a conocer, ya muy anciano, una que otra vez, cuando paseaba su analítico lápiz rojo por las páginas del periódico de la víspera, expuesto en cartelera. Fabio Castillo describe ahora el clima del periódico de la época: “Ese tablero enorme, el muro de la infamia, donde se enmarcaban las gaffes. De esa tensión crecía El Espectador diario de Guillermo Cano. Recuerdo su cigarrillo suspendido, desafiando la ley de la gravedad, cuando le conté cómo pude entrevistar a María Mayorga, la humilde empleada del servicio a cuyo nombre figuraban las acciones de la Nacional de Chocolates, que había comprado el Grupo Grancolombiano para la célebre especulación. O cuando le mostré las fotocopias que conseguí del proceso penal contra el congresista Pablo Escobar por el tráfico de 39 kilos de cocaína, y que había sido posible desarchivar en Pasto, gracias a su localización de la fotografía de prontuario que, por serendipia, había hallado el mismo Guillermo Cano en el archivo fotográfico. Nunca me censuró una sola investigación, ni una columna de opinión. Siempre me criticaba, después de publicadas, de cómo podrían haber sido mejores, pero no antes”.

Debió ser el mismo clima de Fidel Cano Gutiérrez cuando se empeñó, allá en Medellín, en sacar de la gana, de la vocación y de lo intangible un periódico que nació el 22 de marzo de 1887 y que bautizarían El Espectador.

A diferencia de unas pocas familias “clan” que nutren su ambición en el poder económico o político y se aglutinan a través de generaciones estancando la posibilidad de superar la desigualdad, los Cano (el Canerío, como se decía también sin ánimo de ofender) se nutrían y se nutren de la sencillez, de la autenticidad, de la ausencia de ambiciones económicas o políticas, y de rencores. Eso se transmite por ósmosis: Juan Guillermo, pintor, y Fernando, fotógrafo que ganó este año el premio nacional de fotografía, encuentran hoy en el arte un oasis después de lo que les tocó vivir durante diez años como directores improvisados en 1986, luego del asesinato de su padre, hasta finales de 1997, cuando renunciaron. Ambos, cuando les tocó afrontar la tragedia, como le tocó a José Salgar, encontraron una fuerza insondable, lista a afrontar cualquier riesgo. Con la misma indignación como la que mostró Guillermo Cano en su “Libreta de apuntes” del 5 de marzo de 1984, sobre el robo a Caldas:

“Pero no sólo esa sufrida región fue la víctima. Es apenas la primera que se desmenuza. Lo que se robaron fue el país entero. De ahí nuestra prédica de años contra el clientelismo repugnante, que confundía los negocios públicos con los privados, que era alcahuete soberbio de todos los latrocinios, que tapaba los delitos para evitar sobresaltos, para defender lo mal habido, para preservar un poder conquistado no con ideas ni con programas, sino con una pavorosa simulación de honradez, destruyendo a los partidos, olvidado del país que en la peor hora cayó en sus manos, peste aniquiladora de todos los valores, de los morales en primer término”.

La misma contundencia del análisis que contagió a toda una época en que las palabras decían lo que tenían que decir, como las que escribió Don Guillermo Cano, sobre el otrora “Gran Partido Liberal”:

“No ha habido hasta el momento en el liberalismo ni propósito de enmienda ni contrición de corazón. Por el contrario: la pedantería y la jactancia, y la incontrolable ambición de poder de los responsables de su decaimiento, desbordan ya los límites de lo políticamente soportable y amenazan con convertir al liberalismo, definitivamente, en una ronda burocrática al servicio del clientelismo y dominado por los signos retrógrados de sus mezquinos intereses”.

“Nosotros, los Canos vivos, como ya lo hicieron los Canos muertos, sólo podemos prestar el servicio civil, que consideramos obligatorio, de divulgar, explicar, comentar, sin lisonjas para los poderosos y sin debilidades ante su soberbia, con honradez e independencia, cuanto hagan o dejen de hacer quienes tienen la actual y futura responsabilidad de dirigir a Colombia y al partido. Nos obligamos solemnemente ante ustedes a proseguir la comprometida y comprometedora, grande e inaplazable, batalla contra la inmoralidad, combatiéndola con serena energía, y a denunciarla donde se encuentre carcomiendo la salud de la República”.

Pero el “clima Cano”, del que participa ahora –corriendo menos riesgos intelectuales– Fidel Cano Correa, actual director, transmite confianza y seguridad. Héctor Osuna, como quien esto escribe, tampoco formó parte de la planta del periódico, pero recibimos sus beneficios, y recuerda: “nunca tuvo un reclamo, ni un dibujo colgado, en el tenor periodístico, ni una demora en su publicación. Me sostenía el silencio casi sepulcral de los directores, con lo que me ahorraba disgusto, pero me perdía de algún elogio, que debí suponerlo, dadas una larga permanencia y una prolongada tolerancia”.

El maestro Osuna describe al director de entonces: “Guillermo era cordial, no de una sonrisa permanente. Reflejaba cierta fatiga propia de la responsabilidad de su oficio, pero atendía con paciencia las interrupciones, y no aceptaba que le interfirieran su neutralidad objetiva. Un día –me lo relató él mismo– le llegó la Dirección Liberal a comentarle una cierta preocupación por mis caricaturas, que tal vez no propiciaban la candidatura de Carlos Lleras Restrepo, el gran jefe liberal. Pues les ha dicho que si el doctor Lleras no soportaba unas caricaturas, tampoco podría ser presidente. Cosas así. Tal era el ambiente en que me desempeñaba yo desde mi casa, haciendo el esfuerzo de colaborar con asiduidad, pero sin demasiado compromiso de fecha”.

Fabio Castillo sintetiza el clima: “creo que había una intensa creatividad esplendente en la redacción de Guillermo Cano”. Tenía, sin duda una capacidad de supervisar sin alardes, de apoyar sin reservas por el camino de las búsquedas esenciales, de estimular sin palabras.

No repetiré aquí el episodio de la columna “Ocurrencias” sobre el departamento de Nariño que tanto marcó mis primeros años de ejercicio del periodismo, y que él mismo relató escuetamente en la posdata, concluyendo el episodio así: “El Espectador publicó un comentario sobre los incidentes y la calma retornó en Pasto sin que de ellos quedaran cicatrices ni en nosotros ni en ellos”. Cada 17 de diciembre me viene a la mente su imagen impasible frente a los más de 400 telegramas insultantes que recibí como primípara de 22 años que no previó el impacto que puede tener un artículo cuando no lo leen o solamente quienes se exaltan con los odios y las violencias represadas. Junto a la mesa donde estaban los telegramas, la presencia imperturbable de Guillermo Cano como director contrastaba con mi azoramiento y mi angustia. Dijo alguna frase escueta que no recuerdo. Lo que valía era su presencia, sin moralejas o condolencias, que simplemente implicaba que había que seguir adelante, como en efecto lo hice el siguiente jueves de “Ocurrencias”.

Ahora, cuando El Espectador está enconchado cada vez más como un apéndice en la caparazón del Grupo Santo Domingo, bajo el ala lejana del grupo familiar accionista liderado por Alejandro Santo Domingo, ahora cuando el país está en la encrucijada de sus desaciertos, ahora cuando en el mundo entero los grandes medios y sus contenidos tienden a quedar en el costal de simples “productos”, ahora cuando se añora esa capacidad de ahondar desde el periodismo en las entrañas de las realidades –lo que toma tiempo y dinero–, me pregunto: ¿Qué pensará Don Guillermo?

Por María Teresa Herrán/ Especial para El Espectador

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