Hordas y palos de escoba

A propósito de lo vivido en Cali el pasado 21 de noviembre, y al día siguiente el atentado contra la Policía en Santander de Quilichao, esta crónica que recoge las emociones encontradas en medio de la protesta, la violencia y la paranoia que algunos se inventaron para aterrorizar a la ciudad.

Alejandra López González
25 de noviembre de 2019 - 10:44 p. m.
En la noche del 21 de noviembre, vándalos ingresaron a varias unidades residenciales en el sur de Cali. / Archivo Particular
En la noche del 21 de noviembre, vándalos ingresaron a varias unidades residenciales en el sur de Cali. / Archivo Particular

Jueves, 21 de noviembre

A las 11 y 40 de la mañana del jueves 21 salí de la oficina. Sí, tuve que trabajar. Como muchos. Todas mis compañeras (el 90 por ciento son mujeres), empezaron con la lora de que tenía que irme si quería llegar. “Vete ya”, me decían, más afanadas que yo. Un carro me llevó a El Dorado sin contratiempo, salvo un pequeño trancón a la altura de la 26 con 96. Mi vuelo estaba previsto para las 5 y 30 de la tarde. Lo adelanté para las 4 (el de la una ya estaba cerrado).

Almorcé una hamburguesa y llamé a mis hermanos. Al colgar, me enteré que habían cerrado la 26. Ya en la sala de espera supe del anuncio de toque de queda en Cali a partir de las 7 de la noche. Hice cuentas. Si el vuelo salía cumplido, estaríamos en Cali a las 5. El vuelo se retrasó (en Colombia, los vuelos siempre se retrasan. Por eso también marchamos). Llegamos a Cali a las 5 y 30. Salí corriendo y pregunté en la ventanilla si había taxis.

Pero la llevamos solo hasta Menga, comentaron.  Listo, dije. Y justo cuando me iba a subir, mientras pensaba “cuando llegue a Menga miro qué hago”, pasó un taxi despacio. Nos miramos. Se detuvo. Me acerqué a la ventanilla, ¿Me puede llevar a Cali? Claro, súbase. Miré alrededor a ver si había alguien a quien pudiera llevar en el mismo taxi. Un grupo de señoras que pasaban los 60. Pero eran más de cinco. No cabíamos. De todas formas, les hice el ofrecimiento.

No quisieron, precisaron que ellas venían en grupo, que iban a mirar cómo resolvían. Me subí. Arrancamos. Nos toca irnos por Menga, me dijo el taxista, mientras me contaba la situación de la ciudad, el cierre de la vía principal para llegar al aeropuerto, las peripecias que tuvo que hacer para traer a una niña enferma con su mamá al aeropuerto y que habló con los que habían cerrado la vía para que lo dejaran pasar, Traigo una niña que necesita una diálisis, les dijo, y ellos, Ah listo, hermano, pasé y le abrieron camino.

Y así, entre charla y charla, llegamos a Cali por la entrada de Menga (la vieja vía). Entramos por el norte, pasamos Chipi Chape, llegamos a Granada y el sugirió coger la vía por Santa Mónica. Pero todo estaba cerrado. Finalmente intentamos salir a la 25. Pasamos por Condoricosas (me acordé de un amigo que se llama Carlos Vallejo) y tomamos por la Autopista Sur hasta la Guadalupe. El taxista me dejó en la puerta del conjunto a las 6 y 30 de la tarde, media hora antes de que empezara el toque de queda en Cali.

A las 7 en punto empezó el toque de queda. Mi prima, que vive en un conjunto al norte de Cali, fue la primera que nos alertó sobre “las hordas” (algunos usaron esa palabra). Envió un video grabado desde su ventana en donde se veía gente gritando del otro lado de la calle, Se van a meter, se van a meter. A partir de ahí, el WhatsApp enloqueció. Llegaban los videos uno tras otro. Todos mostrando lo mismo. “Se metieron al conjunto de al lado” y “Ya vienen para acá” se convirtieron en premisas y en hechos incuestionables.

Como la invasión zombie. O la llegada de los vampiros o los hombres lobo. Pero jugar con el miedo de la gente es efectivo. El miedo funciona. Siempre funciona. Mi mamá y yo salimos a la portería del conjunto y tres muchachos flacos con camisetas y pantalonetas, llevaban palos de escoba en sus manos. Vamos a la portería porque no podemos dejar solos a los celadores. Hay que acompañarlos. Hay que hacer guardia. Parece que vienen para acá. Llamen más gente. Que todo el mundo salga de los apartamentos. Y empezó el rumor.

Pocos minutos después, los vecinos ya se habían organizado por turnos y se habían repartido la guardia: unos en una portería, otros en la otra, otros en la piscina, otros en el parque, para que no se nos metan por detrás. Armados con piedras, tablas de las camas, palos y escobas. Parecían niños que juegan a las espadas y descabezan muñecos imaginarios. La imagen se repitió por todo Cali. El terror de ver al vecino del lado dispuesto a matar. Y el miedo que paraliza y no deja que la razón actúe.

En esas, el mensaje de un amigo entrañable y amoroso: No se contagie de miedo. Es una forma de controlarnos. Y entonces mi lado racional (y no el miedo) empezó a actuar. No era normal que se reportaran los mismos hechos en simultánea en toda la ciudad. No era normal que no se reportaran detenidos. No era normal que pasara todo y no pasara nada. A las once llegó el Ejército. Cinco militares armados hasta los dientes. “Miren, miren ese soldado armado hasta los dientes. Miren, miren la metralleta reluciente y en espera de transformar su silencio en carcajada de muerte”, como diría el poema que Tuto González escribió un día antes de que lo asesinaran en Popayán en 1971.

Explicaron que había cadenas de WhatsApp divulgando información falsa y que no nos preocupáramos que “todo estaba bien”. La gente les pidió los números celulares y los aplaudió cuando se fueron. Vámonos a dormir, le dije a mi mamá. Y le repetí la frase que mi amigo me había enviado como dictada por mi ángel de la guarda: No nos dejemos contagiar de miedo. Es una estrategia para controlarnos.

Viernes 22 de noviembre

La noche anterior, en medio del caos y la confusión, había llamado al organizador de la Feria del Libro de Santander de Quilichao a decirle que no sabía si alcanzaba a llegar. Hagamos una cosa, le dije, el toque de queda se levanta a las 6, esperemos a ver cómo amanece Cali y vamos hablando. En la mañana averigüé cómo estaba el transporte, si había paso, si la vía estaba funcionando bien. Hay una Unidad de Mando Conjunta en Unicentro y todo está, aparentemente, en calma, me dijeron. A las 11 de la mañana salimos con mi mamá rumbo a Santander.

Cali militarizada. Militarizada y fantasma. Claro, la calma que para muchos significa tener al ejército caminando por las calles, con sus metralletas relucientes. Como el día después de la invasión zombi. Llegamos a Santander a medio día. En el parque principal había una Minga (Minga económica, artística, cultural y social) organizada por Cxhab Wala Kiwe, la Asociación de Cabildos Indígenas del Cauca. Un mercado con verduras y frutas frescas, artesanías, cervezas elaboradas por los cabildos, café de Toribio, té, ungüentos y emplastos de Cannabis y puestos con libros en donde los muchachos del pueblo hablaban tranquilos.

Compramos té, café y un frasco de emplasto de marihuana para el dolor de espalda. Después del almuerzo empezó a llegar la gente a la casona de la Universidad del Cauca, ubicada en una de las esquinas del parque principal. Una casa hermosa llena de jardines, árboles y flores con una fuente en la mitad. La charla empezó media hora después de lo previsto. Al principio llegaron estudiantes y profesores. Venían de pueblos cercanos, todos del norte del Cauca. Miranda, Toribío, Caloto, obviamente, Santander. Les dije que nos sentáramos en círculo y les pedí que se presentaran, que dijeran sus nombres, de dónde venían y qué hacían.

Luego les propuse leer un fragmento del libro Y Dale Rojo Dale, que era el que debía “presentar” y luego abrir un espacio para que charláramos todos. Resultó que había sólo algunos hinchas del América, otros del Cali, otros que no les gustaba el fútbol y una muchacha hermosa, con unos ojos grandes y siempre abiertos, que fue la primera que levantó la mano para pedir la palabra. Contó que no le gustaba el fútbol, que no entendía por qué todo el apoyo se lo daban al fútbol como si los demás deportes no existieran, que ella jugaba voleibol y que “a eso nadie le paraba bolas”.

Lo dijo sin rabia. Sólo como quien comenta algo. Cuando terminó me miró con sus ojos enormes como esperando una respuesta. Le dije que no sabía, pero que la única resistencia era seguir jugando. Ella se río y dijo, Pues sí, yo voy a seguir jugando. Como a la mitad de la charla entró un indígena con sus tres niñas. ¡NIÑAS! Y se sentaron fuera del círculo a escuchar. Estábamos hablando del significado del fútbol, de la emoción de ver un partido, cantar un gol, abrazarse con el del lado, con el desconocido y ser feliz. Entonces levantó la mano, le pedí que se acercara, que entrara al círculo, que yo no mordía.

Él se río y me dijo que le deba miedo porque yo tenía cara de morder. Todos soltaron la carcajada. Se acercó y se presentó. Vengo de una vereda, de un resguardo cerca a Toribío. Habló con un desparpajo y con una sonrisa franca contagiosa y dijo con orgullo que era hincha del América, que veía los partidos, pero que ya no lloraba como antes. También habló de la violencia en el fútbol. Todos preguntaban por la violencia. Como si fuera una constante en el fútbol y en la vida. En esas entraron algunos miembros de la barra brava Barón Rojo Sur.

Ellos también se unieron al círculo, se presentaron, dijeron sus nombres y apellidos y de dónde venían, explicaron cómo estaba conformada la barra, cuántos eran en Santander, cuántos en Cali, cuántos en el resto del país, hablaron de la violencia, admitieron que había peleas, pero que ellos estaban estigmatizados y los trataban de ladrones y violentos. Un muchacho joven dijo que si, que ellos peleaban con las otras hinchadas, pero que “¿uno qué hace si ellos lo agreden a uno?, tampoco nos vamos a dejar”. Una profe, que había estado todo el tiempo, los cuestionó: ¿cómo quieren no ser estigmatizados si ustedes mismos admiten hacer parte de las peleas y defender sus símbolos a muerte? La pregunta quedó en el aire.

Al final, el público en pleno, les pidió que tocaran los tambores y los pitos que habían llevado. Ellos cantaron la canción de la barra: Dale, dale, dale, Rojoooo… nos paramos e intentamos un remedo de baile. Cuando terminaron todos aplaudieron y les propuse que nos tomáramos una foto en donde salimos abrazados. Regresamos a Cali antes de las seis de la tarde. A las 9 de la noche, el organizador de la Feria del Libro me escribió: Sonó algo muy fuerte en Santander. Se fue la energía¿Ustedes dónde están?, ¿Todos bien?, ¿Cómo ayudo?, le contesté. En casa desde hace una hora. Dicen que fue bomba o petardo en estación de policía, me respondió. Luego empezó a enviar videos con las imágenes de los destrozos y de los heridos entrando al hospital.

A los pocos minutos todos los medios registraron la noticia. Hubo tres muertos y diez heridos. Pensé en las niñas y en su padre, el señor que había venido a la charla desde el resguardo; pensé en la voleibolista de los ojos grandes, pensé en la profe y en los estudiantes, pensé en los de la barra Barón Rojo, pensé en los organizadores de la Feria y al final, pensé en mí y en mi mamá que me había acompañado. Cualquiera de nosotros pudo haber sido el muerto.

Esa noche dormí mal. A la mañana siguiente, mientras oíamos las noticias por la radio, repasamos lo que había pasado en esos dos días. El carro bomba real que vivimos sin vivirlo en realidad, las marchas, los cacerolazos que sonaron en todo Cali en pleno toque de queda, los vecinos blandiendo al aire sus palos de escobas como si fueran espadas y ensayando los movimientos para descabezar a los vándalos de las hordas imaginarias. Mi amiga Ana Cristina escribió a preguntarme cómo estaba, angustiada con la noticia del carro bomba y me contó que ella quitó las noticias, puso música y armó la Navidad para que sus niñas de 8 y 3 años no se asustaran. Y entonces, por fin, me puse a llorar.
 

Por Alejandra López González

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