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Providencia: memoria de una noche que nadie olvidará

La historia de un sanandresano que vivió las horas más duras del huracán resguardado en una cocina, en un lugar remoto de la isla de Santa Catalina, también devastada por la fuerza del fenómeno natural.

Marcela Osorio Granados
22 de noviembre de 2020 - 02:00 a. m.
El 98% de la población de Santa Catalina quedó  sin hogar.  Fotos: Ronald Camargo
El 98% de la población de Santa Catalina quedó sin hogar. Fotos: Ronald Camargo

De la posada nativa Bully’s Place, ubicada en un sector a la orilla del mar en la isla de Santa Catalina, solamente quedó en pie la cocina. Lorenzo Steele, el dueño, había hecho cálculos optimistas pensando que en el peor de los casos podría entrarse el agua a una que otra de las ocho habitaciones del lugar o que quizás el viento podía llevarse alguna teja. No hubo tiempo para prepararse. Tampoco habría sabido cómo: un huracán categoría 5 es algo que pocas personas han visto, y ciertamente nadie en la isla.

Desde el viernes 13 de noviembre había comenzado a circular a través de los medios de comunicación locales información que daba cuenta de la existencia de lo que para entonces apenas era una tormenta tropical. Nada para alarmar a los pobladores de una zona acostumbrada a los rigores del clima en ciertas temporadas del año. Para el sábado en la mañana, sin embargo, los reportes ya hablaban del huracán Iota, de categoría 1, y a las 7:00 de la noche ascendería a categoría 2.

Ronald Camargo, un sanandresano de 38 años dedicado a la dirección de cine y quien desde marzo era residente permanente de la posada, pasó la mayor parte de ese fin de semana concentrado en la edición de un cortometraje que había rodado en Providencia. Estaba en Santa Catalina desde marzo, cuando llegó con su esposa -y productora- para hacer las grabaciones junto con un equipo de trabajo conformado por solo providencianos: operador de cámara, sonidista y actores. Las restricciones y medidas por la pandemia del coronavirus llegaron en medio de su travesía y por eso decidió prolongar su estadía en Santa Catalina. El domingo comenzaron a prepararse y empacaron los equipos de grabación forrándolos en bolsas y luego en maletas para evitar que sufrieran daños ante una eventual filtración de agua.

A las 9:00 de la noche, Lorenzo Steele armó una cama provisional en una esquina de la cocina de la posada, la única parte de la estructura construida en concreto. Les ofreció a Ronald y a su esposa el lugar para que pudieran descansar con tranquilidad en caso de que durante la noche se les entrara el agua al cuarto. También albergó en una de las habitaciones a una mujer de 98 años y su hija. Luego se fue a dormir.

Sobre las 3:00 de la mañana del lunes, y ante la furia de Iota, que ya para esa hora estaba en categoría 4, Ronald y su esposa se resguardaron en la cocina. “Como a las 4:00 de la mañana, que fue el momento más violento en el que se intensificó el huracán, la zona roja, empezamos a escuchar los gritos de la mujer que estaba en una de las habitaciones pidiendo ayuda para sacar a su mamá de la habitación. El cielo raso se había desplomado, el techo se había volado y las ventanas estaban destrozadas. Fuimos corriendo y ayudamos a mover a la señora. La pasamos a la cocina y permanecimos ahí los cinco, con Lorenzo. Estábamos esperando lo peor, porque ya al final se nos metió el mar. Santa Catalina es una isla y las estructuras están construidas todas al contorno de la isla, por eso recibimos todo el impacto y la devastación fue total”, cuenta Ronald. La incertidumbre se esparcía como niebla.

Los vientos disminuyeron su potencia por intervalos breves que fueron aprovechados por algunos vecinos para hacer reparaciones urgentes en las casas que aún se mantenían erguidas: asegurar las ventanas y los marcos de las puertas con trozos de madera y remover algunos escombros. Ronald también salió de la cocina solo para constatar que la posada había desaparecido. Pocas viviendas habían soportado la fuerza de los vientos huracanados y el oleaje aplastante. “La posada quedó sin techo y sin paredes. Las casas vecinas desaparecieron y solo se veían ruinas en el piso. A otras se las llevó el viento porque eran de madera o superboard. Fue muy doloroso ese panorama, ver gente que perdió su casa y su lancha, que era la herramienta de su sustento diario, porque muchos viven de la pesca. Ellos se volvieron nuestra familia y amigos durante este tiempo, y esto era desolador”, rememora.

La directora del Ideam, Yolanda González, dijo que Iota había pasado a 18 kilómetros de la isla de Providencia y que se trataba de un huracán histórico por su velocidad de desarrollo, pues en menos de 40 minutos había tomado una fuerza inusual pasando de categoría 3 a 4 y posteriormente alcanzando vientos por encima de 250 kilómetros por hora, cuando ascendió a categoría 5. El 98 % de los habitantes de Santa Catalina quedaron sin hogar. El huracán borró establecimientos, tiendas, restaurantes y las pocas estructuras que se salvaron eran de concreto, pero quedaron sin techo y sin ventanas.

Para las 4:00 de la tarde de ese lunes 16 de noviembre la cocina de la posada ya se había convertido en un albergue improvisado. Lorenzo Steele dispuso un par de colchonetas más y comenzó a recibir a familiares y vecinos que lo habían perdido todo. Cocinó lo que se pudo para alimentar a las cerca de 20 personas que terminaron ahí, buscando protección. En medio de las condiciones en la posada no había abatimiento, al final se respiraba un aire de optimismo por el solo hecho de seguir vivos. “Lo que más me impactó fue ver un barco de muchas toneladas arrastrado desde el muelle hasta donde estábamos nosotros, a 600 metros aproximadamente. Lo arrastró con personas adentro, tres tripulantes y el barco quedó encallado”, cuenta Ronald.

Salieron de nuevo el martes cuando ya lo peor había pasado. Ronald Camargo se dio a la tarea de buscar una lancha que lo llevara hasta Providencia, pues el huracán también se había llevado el puente que comunica a Santa Catalina con la isla vecina. Durante dos horas esperó que alguna embarcación hiciera el breve recorrido de siete minutos, hasta que finalmente se encontró con un hombre que estaba ayudando a pasar personas de un lado a otro.

Tardó una hora y media para encontrar una lancha que lo devolviera: “El mar estaba tranquilo ya, pero se veía una Providencia en ruinas, todo estaba destruido. Árboles arrancados de raíz, yates metidos en establecimientos comerciales, lanchas en la mitad de la calle, animales muertos, vacas, cerdos. Los postes de energía estaban en el suelo, no había energía, no había señal de celular. Mi familia vive en San Andrés y sabía que me estaban buscando, nadie tenía noticias de nosotros desde el sábado”.

El panorama era devastador, pero al igual que en Santa Catalina, los isleños estaban unidos y buscando formas de ayudar a los más damnificados. Una farmacia había abierto y estaba entregando gratis medicamentos a quienes llegaban a buscar, también un supermercado repartía bebidas y alimentos. El hospital, que ya venía con serios problemas, quedó en ruinas. El 100 % de las viviendas resultaron afectadas: 80 % con destrucción total y 20 % parcial.

Ese mismo martes, Ronald pudo regresar a San Andrés, a bordo de un vuelo humanitario. Se veían los estragos del paso de Iota, pero las pérdidas eran menores. Su familia estaba bien, al igual que su vivienda. Algunos sectores de la isla permanecían sin servicio de luz, árboles y troncos obstaculizaban las vías y no había agua potable.

Los estragos eran menores, quizá, pero las horas duras del paso del huracán se vivieron con igual angustia en el barrio La Loma, ubicado en la parte alta de San Andrés, los techos de las casas volaban sin control y en la calle se escuchaban los gritos de desespero de las personas, ahogados por el sonido estridente del viento golpeando y el mar embravecido.

Fueron esos gritos los que llevaron a Hety Pérez a salir a la calle ese lunes en la madrugada, aun cuando las condiciones climáticas eran adversas. Se puso en contacto con varios amigos y en los momentos en los que parecía que la brisa se calmaba, salían a auxiliar a quienes encontraban en la calle. “No es fácil estar en tu casa, seguro y escuchar al vecino de al lado o del frente gritar porque su teja se empezó a volar o su casa se está moviendo. Nos reunimos y comenzamos a trasladar vecinos de una casa a otra. Cuando volvía la brisa muy fuerte, nos resguardábamos. Ya después, cuando pudimos salir a recorrer la isla, nos dimos cuenta de que no éramos solo nosotros los del barrio los afectados y que había que hacer algo. No era suficiente levantar el teléfono y llamar a las autoridades para que vinieran a ayudar”.

Ese lunes en la tarde, el grupo comenzó a ayudar en las tareas de remoción de escombros por las vías principales y accesorias para que las empresas de energía pudieran movilizarse e ingresar a los barrios a restablecer el fluido eléctrico, especialmente en zonas como La Loma y el sur de la isla, que resultaron bastante golpeadas. Con el paso de las horas más colaboradores se fueron sumando a las tareas que se prolongaron hasta las 10 de la noche y se mantienen hasta el momento.

Durante el martes, miércoles y jueves se dedicaron a seguir removiendo los troncos que estaban obstruyendo el tránsito y el viernes comenzaron a brindar ayuda más personalizada a partir de una caracterización que ellos mismos hicieron sobre los damnificados con la información que recolectaron en los primeros días de trabajo.

La idea es canalizar recursos para que las familias reciban de verdad el auxilio que necesitan en estos momentos. “Hemos contado con la ayuda de muchas personas del sector privado, dentro y fuera del país, que han hecho donaciones en cosas y dinero, y eso nos ha permitido cumplir con los objetivos que hemos tenido. Va a llegar el momento en que debamos coordinar esfuerzos con la administración pública y las autoridades para no repetir trabajos. Estaremos el tiempo que sea necesario”, sostiene Pérez.

En las zonas que visitan, son los mismos isleños quienes se encargan de proveerles comida e hidratación e incluso les han donado motosierras para que puedan cortar los árboles que durante las primeras jornadas destrozaban a punta de hachazos. Ya han recibido guantes, gafas de seguridad y otras herramientas. Como el grupo ha crecido, y ya son cerca de 20 personas, se han dividido las tareas para poder abarcar más cosas: unos se encargan del trabajo de fuerza y limpieza, y otros de la recolección de información para la caracterización.

Según Hety Pérez, la tragedia les ha permitido a los raizales encontrarse con una nueva versión de sí mismos y que los está retando renacer como isleños. “Eso es lo que nos ha permitido reaccionar como lo hemos hecho. Es el momento de construir una nueva realidad, una nueva sociedad que sea más amigable con el entorno, con la cultura. Nosotros somos capaces de contagiar a mucha gente para que vea nuestro territorio de forma distinta a como lo hacen. No con una mirada de lástima, sino de admiración. Que al final la sentencia sea: ¡lo lograron!”.

Marcela Osorio Granados

Por Marcela Osorio Granados

Especializada en temas de política, paz y posconflicto. Magíster en Estudios Políticos del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI) de la Universidad Nacional de Colombia. Periodista con 15 años de experiencia en prensa, periodismo digital y creación y presentación de productos audiovisuales.@marcelaosorio24mosorio@elespectador.com

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-(-)23 de noviembre de 2020 - 11:43 a. m.
Este comentario fue borrado.
Hincharojo(87476)22 de noviembre de 2020 - 11:08 p. m.
Fuerza hermanos Isleños.👏👏👏👏👍👍👍
Hincharojo(87476)22 de noviembre de 2020 - 11:08 p. m.
Fuerza hermanos Isleños.👏👏👏👏👍👍👍
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