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Infierno en El Mango

DOS REPORTEROS DEL PROGRAMA PERIODÍSTICO “Los Informantes”, del Canal Caracol, cuentan su experiencia en medio de los combates entre guerrilla y Fuerza Pública en el corazón del Cauca, la semana pasada.

Federico Benítez, Mario Zamudio
20 de julio de 2015 - 02:00 a. m.
Uno de los habitantes de El Mango sostiene las esquirlas de un cilindro bomba.
Uno de los habitantes de El Mango sostiene las esquirlas de un cilindro bomba.

Las primeras ráfagas sonaron casi a las 9 de la mañana. Era domingo, la gente compraba carne o iba para misa cuando la guerra nos sorprendió a todos. Nos gritó de frente que sólo es posible dimensionar la realidad del conflicto en Colombia cuando las balas pasan a centímetros y los cilindros explotan a metros.

De alguna parte comenzaron a llover disparos y quedamos en medio del fuego cruzado. El hueco que dejó un cilindro estallado la noche anterior se convirtió en nuestro salvavidas. Estábamos en la mitad de un enfrentamiento entre las Farc y la policía. Se disparaban sin medirse, de montaña a montaña, sin importar quién estuviera cerca. Y nosotros ahí, aferrados a la tierra, con la cabeza agachada para escondernos de las balas. En la guerra, cualquiera puede morir. Los habitantes de El Mango, un pueblo semidestruido del sur del Cauca, saben de sobra qué es la guerra, porque la viven con intensidad desde hace años. Nadie les ha dicho qué hacer, pero la fuerza de la costumbre los ha enseñado a moverse medianamente tranquilos en medio de las balas, las granadas, los tatucos y los cilindros. Son expertos en sobrevivir.

El pueblo se ha convertido en el lugar de Colombia con más ataques por parte de las Farc, un infierno en el que llueven cilindros cargados con pólvora y metralla y a donde ningún policía quiere ir. Para los agentes, ir a El Mango es un verdadero castigo. Llegar al corazón de la guerra es demorado. El Mango está a siete horas de Popayán, la capital del Cauca. Cuando nos acercamos al lugar, los letreros nos dicen que este es territorio de las Farc.

La primera noche fue tranquila, en un hotel de cemento y cinc que quedó casi destruido luego de un ataque de las Farc al pueblo en 2012. Al día siguiente fuimos a Argelia, un municipio a 20 minutos de El Mango en el que hacía horas había explotado un cilindro bomba que dejó tres militares heridos. La situación era tensa y el ejército caminaba entre la gente. Los civiles, de todas formas, iban al banco, jugaban billar y veían televisión.

Luego de varias horas en Argelia volvimos a El Mango, al pueblo que hace 15 días se unió para sacar a la policía de su territorio. Los habitantes acusan a los uniformados de tomarse esta casa como estación de policía y escudarse en la población para evitar los ataques indiscriminados de las Farc. Por eso les pidieron que se fueran, otra vez, como lo habían hecho durante meses. Hasta que se cansaron, fueron a buscarlos y los sacaron de su tierra. Los montaron a un camión y los acompañaron hasta Argelia, donde los policías pasaron varias noches.

Es que caminar por las calles de El Mango es recorrer las cicatrices de la guerra en Colombia. Paredes llenas de tiros, pedazos de ropa tirados en el suelo, casas abandonadas, llenas de grietas y huecos; puertas llenas de esquirlas y ventanas destruidas.

Las civiles están tan cerca del conflicto, que en medio de las ruinas han encontrado hasta granadas sin explotar. La policía ha vuelto, y está cerca del pueblo. Por eso en la noche la incertidumbre y el silencio se apoderan de todos. Están esperando lo inminente, un ataque de las Farc a los uniformados recién llegados. Y así es: a las 12:36 de la mañana suenan dos explosiones en la vereda Campo Alegre, donde están los policías. Un par de minutos de silencio y luego ráfagas de fusil por casi una hora.

En medio de la noche llega Dagoberto, el presidente de la Junta. Dice que tiene el reporte de siete policías heridos y que un sargento lo llamó para que ayudara a recogerlos y a llevarlos hasta Argelia, donde queda el hospital más cercano. Desde la camioneta llama al sargento y le dice que está esperando a los heridos. Al parecer las ambulancias no quieren ir hasta el lugar porque no tienen garantías de seguridad.

“La vibración de los cilindros mueve toda la casa. Cuando cae un cilindro es un temblor, un terremoto. Imagínese cuando cayeron más de 70 cilindros aquí; si dos cilindros movieron las casas, ¿cómo serían 70 cilindros? Eso es impresionante”, señala Dagoberto.

Desde el monte y en medio de la oscuridad se escuchan pasos de gente corriendo y varias voces. Son cinco policías desesperados y frenéticos. Vienen apuntando contra la camioneta y nos tiran al piso. No sabían que Dagoberto iba a ayudar a los heridos y en ese momento todos éramos sospechosos. Tienen en su memoria el dolor de los compañeros atacados y quieren encontrar responsables. Cualquier movimiento en falso puede desencadenar un disparo, están fuera de control y solo buscan salvar su vida.

Finalmente llegan dos ambulancias a retirar los siete policías heridos tras el ataque de las Farc, devuelven a Dagoberto porque no tienen control de la zona y por eso han pedido ayuda al avión fantasma. El lugar del ataque queda a cinco minutos del centro del pueblo. Los guerrilleros sacaron a las mujeres que vivían en la finca y dispararon siete cilindros. El rastro del ataque está todavía ahí. El olor a pólvora todavía se siente y en el piso quedan pedazos de dinamita y barro, que sirven para impulsar estos artefactos.

El Mango está sin agua. Un cilindro rompió el tubo que lleva el líquido al corregimiento y varios hombres suben a arreglar el daño. El improvisado acueducto está justo debajo del nuevo cuartel de policía. Mientras arreglan el daño, William, el dueño del hotel, se encuentra con las esquirlas que dejan los cilindros y con el detonante.

Un policía nos pide que terminemos la grabación. Ni ellos ni nadie tiene idea de cuándo será el próximo ataque. Fue frente al cuartel de la policía y al lado del acueducto roto, cuando un guerrillero decidió recordarnos otra vez que Colombia vive el infierno de la guerra y desde el parque comenzó a disparar. Los hombres que estaban arreglando el acueducto, nosotros y el pueblo entero, quedamos a la merced de las balas. La reacción de la Fuerza Pública fue inmediata y comenzó un tiroteo que duró casi una hora.

Una hora metidos en ese hueco milagroso, esperando a que alguien parara la guerra para poder salir. El sonido de las balas y las explosiones era intenso, quemaba los oídos y ahogaba la voz; Pero en algún momento se calló. Ahí Dagoberto dice que es momento de salir, de caminar en medio del fuego cruzado para buscar refugio en un sitio seguro.

Mientras caminábamos los 70 metros que nos separaban de una trocha, comienzan de nuevo los disparos. Alcanzamos a escuchar la trayectoria de los proyectiles y aún así tenemos que seguir andando, tenemos que bajar hasta donde está la comunidad. Armados de camisas blancas y cámaras de video intentamos protegernos. La gente mira hacia arriba y ruega a que el helicóptero Arpía, que ya sobrevuela el corregimiento, no dispare.

Por fin, a las 11:45 de la mañana, dejan de sonar disparos y poco a poco la gente de El Mango vuelve a retomar la vida diaria. De nuevo los billares se llenan de gente, las tiendas abren sus puertas y los niños salen. El guerrillero que disparó se ha ido y nadie quiere saber quién era.

Para nosotros es imposible quedarnos. Alistamos los equipos y tratamos de salir. Dagoberto, William, los hombres que estuvieron atrincherados con nosotros y el resto del pueblo se despiden. Nos dicen que lo de hoy fue una fiesta frente a lo que han vivido y hasta se alegran de que hayamos podido ver de frente el conflicto.

“El país se dio cuenta de que lo que nosotros decíamos no era mentira, el país se dio cuenta de que la guerrilla andaba con cilindros cerca del pueblo, no fue mentiras. Esto fue una muerte anunciada”, dice Dagoberto.

Antes de salir, recuerdan que van a luchar hasta que la policía se vaya. Sostienen de nuevo que no los necesitan y que antes de su llegada eran un pueblo tranquilo. Dicen que no son guerrilleros y que solo quieren vivir tranquilos. Están cansados de la guerra.

Tienen claro que mientras este infierno no acabe no van a reconstruir las 70 casas derrumbadas, ni van a arreglar las 110 que están a punto de caerse. Mientras no se firme la paz, sus techos, sus niños y su gente seguirán escuchando la explosión de los cilindros y las granadas, y seguirán viviendo en medio del fuego cruzado.

 

Por Federico Benítez, Mario Zamudio

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