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Irrespeto a la neutralidad

El escritor y sociólogo documenta cómo el corazón de la zona bananera ha sufrido la violencia de la extrema derecha y de la extrema izquierda sin que el Estado garantice paz y tranquilidad.

Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador /
05 de agosto de 2012 - 09:00 p. m.
Escenas como esta se repitieron centenares de veces en la región. / Archivo
Escenas como esta se repitieron centenares de veces en la región. / Archivo

San José de Apartadó era uno de los centros de agitación y organización de la UP más destacados e influía decisivamente en las votaciones municipales. Durante la década de los 80, la UP puso, casi sin variación, 1.300 votos frente a cinco votos liberales. Fue justamente en estos años que tuvo lugar la primera masacre en La Unión —una vereda cercana a San José—, en mayo de 1992. Los campesinos asesinados fueron presentados por el Ejército como “guerrilleros muertos en combate”. Los crímenes sueltos continuaron, uno a uno, hasta que en 1996 800 campesinos de 27 veredas de Apartadó y Turbo se tomaron el coliseo de esta ciudad y denunciaron con nombre propio 22 ejecuciones extrajudiciales, cuatro desapariciones forzadas, ocho torturas, pillajes, desplazamientos, amenazas y un bombardeo indiscriminado, ante una comisión verificadora que el Gobierno aceptó crear a instancias de la toma. Estando en la diligencia, el batallón de contraguerrillas Nº 35 asesinó a cuatro dirigentes comunales. La Comisión dejo constancia de que la “impunidad es tangible y cotidiana”. Uno de los dirigentes de la movilización, concejal de Apartadó y fundador de San José, Bartolomé Cataño, fue asesinado en la Terminal de Transporte tan sólo un mes después de la marcha. El general Rito Alejo del Río visitó en esos días el corregimiento; en una reunión, un soldado, que había sido mandado a mirar el cementerio, le dio parte al alto oficial: “Mi general, el cementerio es muy pequeño, ahí no van a caber los muertos”.

Ante la calculada impasibilidad del Gobierno y de los organismos de Estado, la diócesis de Apartadó propuso a la comunidad de San José que declarara su neutralidad frente a los “actores armados”, que eran, para el Gobierno, las Farc y las Auc. Para la comunidad, los actores eran también dos: los paramilitares y los militares, de un lado, y la guerrilla, del otro. No les faltaba razón objetiva: el Ejército no sólo no combatía a las Auc sino que los operativos eran conjuntos. El Gobierno rechazó el término de neutralidad propuesto por monseñor Duarte Cancino, obispo de Apartadó, porque no se podía meter en el mismo saco a los ‘paras’ y al Ejército. Para evitar la hipócrita objeción se optó por llamarla la Comunidad de Paz y contó con el ferviente apoyo de la entonces alcaldesa del municipio, Gloria Cuartas. La propuesta de Álvaro Uribe Vélez, siendo gobernador de Antioquia, era la de neutralidad activa, que significaba una alianza entre la comunidad y el Ejército contra la guerrilla. Era una idea obsesiva de Uribe que remató con la creación del programa de Consolidación. Con Duarte Cancino, Uribe tuvo un encuentro cuando el prelado le aclaró que no se trataba de neutralidad activa sino de una comunidad en paz. Abandonó furioso la reunión y se dedicó a crear muchas Convivir en la región, que puso contra la comunidad.

La respuesta a la neutralidad declarada fue atroz y sangrienta. Tres días después, un Jueves Santo, 27 de marzo de 1997, un operativo de paramilitares, protegidos por el Ejército, asesinó en Las Nieves a cinco campesinos, dos de los cuales aparecieron en la morgue disfrazados de militares. Desde esa fecha, las masacres, los asesinatos extrajudiciales, las torturas, las desapariciones forzadas, las detenciones arbitrarias fueron el pan amargo de cada día de la comunidad. Entre el 27 de marzo del 97 y el 9 de abril del 98 asesinaron a 41 miembros de la Comunidad de Paz. Un caso notable, por lo cruel y paradójico, fue el de Diofanor Sánchez, un muchacho de 24 años, discapacitado, que fue acribillado a media cuadra de la base militar y a quien la alcaldesa enterró con sus propias manos porque estaba de hecho prohibido enterrar a los muertos.

La paradoja es que Gloria Cuartas fue acusada por sepultar sin los requisitos de ley, pero en contraste no se abrió ninguna investigación por el asesinato. El padre Javier Giraldo, que acompaña desde su inicio el movimiento de dignidad y resistencia de la comunidad observa: “En ese momento la comunidad empieza a pensar seriamente en desplazarse hacia una frontera, hacia el Ecuador, Venezuela, hacer un campamento de refugiados en la frontera y llamar a la Acnur, llamar la atención internacional. Me pareció acertado y comencé a hacer consultas, y cuando fui a reunirme con ellos a discutir, ya habían decidido otra cosa: la comunidad había decidido que ‘de aquí no nos vamos a ir, DE AQUÍ NOS SACAN MUERTOS, PERO VIVOS NO NOS VAN A SACAR, y hemos decidido que nos vamos a quedar, así nos maten’”.

Entre el 11 de septiembre de 1998 y el 28 de julio del 2002 fueron asesinados 52 vecinos del corregimiento, incluyendo la masacre de cinco comerciantes acusados de no respetar el bloqueo comercial del Ejército por retenes conjuntos de paramilitares y soldados, a la salida de Apartadó, la frontera entre el reino de las bananeras y los cacaotales cultivados por los campesinos. Fueron días de huida de bombardeos y asesinatos. El padre Giraldo, un hombre probo y valiente que ha acompañado a la comunidad desde el 96 y redactado cientos de manifiestos y denuncias, haciendo con ellos una obra jurídica de peso, según opina el exmagistrado de la Corte Constitucional Carlos Gaviria, recuerda que: “El desplazamiento fue generalizado; en las 32 veredas de San José hubo desplazamientos. Los bombardeos y las amenazas de los paramilitares fueron contundentes. Los que estaban muertos de miedo se fueron, el caserío quedó vacío, y los que venían de otras veredas se instalaban en el caserío de a 10 familias por casa. El problema era que no tenían qué comer; todos salían en grupo cogidos de la mano a las fincas a buscar qué comer, porque alrededor estaban los militares y los paramilitares. Era tan grave la situación que monseñor Germán García, el obispo que reemplazó a monseñor Tulio Duque, y que no fue muy afecto a la comunidad, pues era más cercano a los paramilitares, un día le dijeron lo del hambre y quiso comprobar lo que estaba pasando y se fue a pie hacia San José. Visitó tienda por tienda y se dio cuenta de que no había nada de comida, que había un cerco de hambre”.

El ambiente era de terror —recuerdan los miembros de la comunidad que vivieron aquella historia, borrada de la memoria del país—, “el miedo se podía cortar con un cuchillo, rondaba, se sentía; la gente empezó a enfermarse, en especial los niños, la mayoría sufría de paludismo, no había comida, pero la olla comunitaria nunca faltó”. Fue en ese entonces cuando la comunidad decidió cultivar alimentos para sobrevivir y no dejarse asfixiar por el bloque de las autoridades y de los paramilitares. La ayuda de ONG humanitarias fue decisiva, en especial de Swissaid.

 

* Lea mañana la tercera parte de la historia.

41 miembros de la Comunidad de Paz fueron asesinados entre el 27 de marzo del 97 y el 9 de abril de 1998.

Por Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador /

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