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La frontera entre Colombia y Panamá: la otra cara de la migración

Más allá de la migración de venezolanos durante los últimos cinco años, Colombia hace parte de una de las rutas más grandes de migración rumbo a Estados Unidos y Canadá. El Urabá antioqueño y chocoano se convirtió en una región clave para las personas que llegan desde Asia, África e islas del mar Caribe.

Pablo Montoya Paredes
07 de enero de 2021 - 02:00 a. m.
Según Migración Colombia 17.668 migrantes cruzaron por la frontera en 2019.
Según Migración Colombia 17.668 migrantes cruzaron por la frontera en 2019.

En municipios como Acandí, Turbo, Capurganá o Necoclí, ubicados en la región de Urabá, la presencia de migrantes provenientes de África o Haití, que buscan llegar a Estados Unidos, viene convirtiéndose en un fenómeno de tales dimensiones que ha comenzado a desbordar las capacidades de las administraciones locales. Un panorama al que se han sumado los accidentes y naufragios, como el ocurrido el pasado lunes en Acandí, en el que murieron cuatro personas luego de que la lancha en la que se movilizaban, con otras 12 personas, se volcara en la zona de Bahía Pinorroa. Tres personas más siguen desaparecidas.

En la frontera entre Colombia y Panamá se encuentra una de las selvas más tupidas y grandes del mundo. Se trata del Tapón del Darién, que divide al continente americano en dos, cortando la carretera Panamericana, y haciendo que el tránsito regular de personas sea imposible. Sin embargo, con los años se convirtió en una de las rutas migratorias irregulares más peligrosas de la región. Temperaturas altas, ríos caudalosos, humedad y la presencia de grupos armados al margen de la ley confluyen en una región en la que los migrantes arriesgan la vida con el objetivo de llegar a la zona norte del continente americano.

Según datos de la ONU, solo en 2019 cerca de 24.000 personas cruzaron las 575.000 hectáreas que representa el Tapón del Darién. Un fenómeno que aunque parece regional tiene alcances globales, pues los migrantes que se movieron por este paso hacia Estados Unidos o Canadá en 2019 eran de por lo menos 39 países distintos. Sin embargo, las cifras de Migración Colombia son más conservadoras. Desde el organismo aseguran que en 2019 se movilizaron por esa zona del país 17.668 migrantes, de los cuales 3.170 eran haitianos. En 2020 bajó a solo 3.887 debido a la pandemia por COVID-19.

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Las autoridades han identificado dos rutas de llegada de Brasil y Ecuador. En el primer caso el ingreso es por Leticia, desde donde tienen que navegar hasta llegar a Puerto Asís, en Putumayo, y posteriormente tomar un transporte terrestre para llegar a Turbo. En el caso de los que ingresan por Ecuador, el viaje es por tierra desde Ipiales hasta Medellín y de ahí a Turbo. Una vez en la región de Urabá emprenden el camino hacia Panamá atravesando el Darién, una travesía que puede durar entre seis y ocho días, dependiendo de las condiciones climáticas en una zona en la que no hay caminos y muchos puntos son de difícil acceso.

De acuerdo con el capitán de fragata Óscar Andrés Ortiz Parra, comandante de la Estación de Guardacostas de Urabá, detrás del fenómeno está la mano de los grupos armados ilegales que operan en la zona y que se lucran con el negocio de los migrantes. “El Clan del Golfo, dependiendo de la zona donde opera, controla las actividades ilegales que les da un rédito económico. Acá en Turbo la gente que mueve a los inmigrantes debe pedirle un permiso y coordinar todo con este grupo armado ilegal y ellos les dicen si pueden o no mover a la gente, en qué momento y cuánto cobran por el transporte”, dice.

En la zona de Urabá los coyotes, como se les conoce a las personas que transportan migrantes, son en su mayoría locales que ante la ausencia del Estado y la falta de oportunidades ven como una salida la ayuda a los migrantes, “son personas de la región, de escasos recursos, en una zona donde hay pocas fuentes de empleo y oportunidades”, según explica David Mendieta, abogado y profesor especialista en temas migratorios de la Universidad de Medellín.

El problema se ha convertido en un verdadero dolor de cabeza para los mandatarios locales de estos municipios que tienen que atender a decenas de migrantes sin que exista, aseguran, un trabajo mancomunado con el Gobierno Nacional. “Cuando pasan estos casos de naufragios nos toca a nosotros como administración brindarle ayuda y apoyo a esta gente. También nos toca ayudar personalmente consiguiendo hospedaje y comida para ellos. Acá no tenemos a alguien que nos colabore con este tema de la migración”, señala Alexánder Murillo, alcalde de Acandí (Chocó), quien insiste en que la situación terminó por descontrolarse con la llegada de la pandemia, pues se bajó la guardia y los controles se volvieron menos estrictos.

Por su parte, Andrés Felipe Marulanda, alcalde de Turbo, aseguró que para el municipio sería importante normalizar la migración desde el punto de vista de la economía, pues los migrantes podrían pagar hoteles en esta zona del país y comer en los sitios de comercio. “Ellos hoy llegan a Turbo y hacen el trámite del salvoconducto, que se demora unos ocho días, para poder pasar a Panamá. De ahí ya ellos empiezan a comprar a los coyotes que los pasan. En la medida en que eso se normalice, no digo legalizarlo, sería una ayuda para todos”.

Según David Mendieta, municipios como Necoclí, Turbo y Acandí son víctimas de su riqueza geoestratégica: “Son parte de una región con gran ausencia del Estado. Son municipios con grandes problemas sociales donde faltan recursos para salud, educación, acueducto y acceso a agua potable para sus propias poblaciones. Imaginen lo que produce la llegada de cientos de migrantes en condiciones precarias. Eso es repartir pocos recursos entre más personas necesitadas”.

En algunas zonas, de hecho, son las organizaciones sociales las que han emprendido iniciativas para trabajar con la población migrante. Es el caso del Consejo Comunitario de la Cuenca del Río Acandí (Cocomanorte), que realiza un proceso de acompañamiento a quienes se encuentran en esta situación. “El consejo comunitario cogió a un grupo de muchachos para que aprendieran sobre acompañamiento a los migrantes, los valores que se cobraban también se redujeron de US$300 a US$30. Además se hicieron unos cursos para darles al migrante y a la población las condiciones jurídicas de cuándo se atiende a un migrante de forma legal y cuándo se hace de manera ilegal”, explica Emigdio Pertuz, representante legal del Consejo Comunitario de la Cuenca del Río Acandí (Cocomanorte).

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Desde este consejo también han hecho trabajos con los jóvenes de la región para evitar que dejen el colegio para dedicarse al transporte de migrantes, una situación que se estaba volviendo recurrente. Por último, el consejo comunitario capacitó a los guías que llevan a los migrantes hasta la frontera con Panamá para realizar un trabajo bajo los derechos humanos.

Hay quienes consideran que la atención a migrantes por parte del Estado colombiano se ha centrado en los últimos años en la frontera venezolana, dejando de lado el fenómeno de la zona del Urabá, que también tiene problemas estructurales de fondo. “Hay razones políticas, pues desde el principio el Gobierno tomó como una de sus banderas a escala internacional la lucha contra el régimen de Nicolás Maduro y evidenciar el éxodo de venezolanos a Colombia le sirve para respaldar esa crítica. Pero mostrar que también hay gente de Haití, Cuba, Bangladesh, Camerún, Sudán, entre otros, no genera tantos beneficios políticos”, concluye el profesor Mendieta.

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