La riqueza inútil del platino colombiano

Última crónica que Gabriel García Márquez realizó sobre problemas que aquejaban al Chocó de mediados del siglo XX.

Gabriel García Márquez
13 de marzo de 2012 - 02:07 p. m.

Andagoya, una ciudad bien gerenciada. El problema moral de Andagoyita. La zona negra del Chocó se llama Cascote. Energía y riqueza chocoanas pero ajenas. El principal problema social del Chocó. El platino y sus riquezas minerales.

Muy pocos colombianos saben que en el Chocó, en pleno corazón de la selva, se levanta una de las ciudades más modernas del país. Se llama Andagoya, en la esquina del San Juan y el Condoto, y tiene luz eléctrica, acueducto, un servicio telefónico perfecto, muelles para barcos y lanchas que pertenecen a la misma ciudad, y hondas y hermosas calles arboladas. Las casas, pequeñas y limpias, con grandes espacios alambrados y pintorescas escalinatas de madera en el portal, parecen sembradas en el césped apretado y limpio. Adentro se respira un aire higiénico y acogedor, y la cocina, dotada de todas las comodidades modernas, como el comedor y la despensa y las alcobas, es tan pulida y silenciosa como toda la casa.

En el centro de la ciudad hay un casino, con un bar en el que se consumen a menor precio que en el resto del país, licores importados; hay mesas de juego y restaurante. Es una ciudad habitada por hombres de todo el mundo. Por un gordo y simpático italiano, técnico de laboratorio, que puede pasar días enteros hablando de cámaras fotográficas. Por suecos, norteamericanos e ingleses, y colombianos que han olvidado la nostalgia y están allí mejor que en la capital de la República.

Como es una ciudad distinta, Andagoya tiene su propia policía, que guarda el orden y la vida y los bienes y la honra de los ciudadanos por cuenta del gerente de la ciudad. Porque esta ciudad no tiene un alcalde sino un gerente. La única autoridad colombiana que allí existe, es un decorativo inspector de policía que recuesta su asiento de cuero en el marco de la puerta, y se sienta a ver pasar las dragas frente a su oficina. Tal vez sea el único inspector de policía del país que se aburre porque no tiene qué hacer.

Andagoya es una ciudad joven: no tiene 50 años. La fundó, la engrandeció y la gobierna una compañía minera norteamericana de la cual hace mucho tiempo que no se oye hablar en el país: la Chocó-Pacífico. La incomunicación de aquel departamento y el olvido en que se le tiene han sido de tal modo extremados, que muy pocas personas recuerdan quién explota el oro y el platino, a quién se le vende y para dónde se va. En la práctica, Andagoya es un territorio internacional. Una ciudad de propiedad privada, con todas las complicaciones y movimientos rutinarios de una ciudad moderna, que sin embargo funciona con absoluta precisión, como un mecanismo de relojería.

Sus habitantes viven bien, comen bien y no se lamentan de nada. Son funcionarios ajustados al seguro e infalible mecanismo administrativo, que dentro del perímetro urbano no tiene una pieza falsa ni un resorte gastado. Como organización técnica, Andagoya es la ciudad ideal. Exactamente al revés de Andagoyita, el humilde caserío de la otra ribera. Construida con los desperdicios humanos y materiales de Andagoya, la miserable y triste Andagoyita es casi por completo un pueblo de tolerancia.

La aldea prohibida

El caserío lo componen dos calles estrechas, laberínticas, empedradas con el residuo que arrojan las dragas después de descuartizar las entrañas del Condoto.
Es un montón de espantosas cabañas apelotonadas, en las que viven mujeres de nadie con cinco hijos, entre las mujeres y los hijos de los obreros del platino. Las cabañas están construidas con tablas desperdiciadas, con rotos techos de palma y paredes sin ventanas. En el nudo rural de Andagoyita, en cuyos cuartos viven y mueren destrozos humanos de todo el departamento revueltos con sus animales domésticos, no ha sido abierta una sola ventana. El interior de las cabañas es sórdido y sobrecogedor.

Al mediodía, ardiendo a una temperatura de 36 grados, 106 niñas y 62 niños pasan para las dos escuelas enclavadas en lo alto de una colina. Cuando los niños pasan por el laberinto de piedra, las mujeres duermen la siesta con las puertas abiertas, en sus estrechos cuartos empapelados con revistas ilustradas. "No hay manera de corregir esto", dice el joven y serio maestro de escuela de Andagoyita, que vive en el caserío con su esposa: la maestra. "Por donde quiera que pasen los niños siempre tienen que pasar por Corea". Así se llama, desde hace tres años, el superpoblado sector de tolerancia de Andagoyita, donde no hay un puesto de higiene, ni una discriminación efectiva entre las mujeres que llegan de todo el departamento, arrastradas por el esplendor y la soledad de los hombres de Andagoya, y la familia de los obreros que viven en el caserío porque no tienen otro lugar donde vivir.

Volteando la tradición

La historia de una mujer que vive sola en Andagoyita es, en líneas generales, la misma de todas las 180 compañeras que después de las diez de la noche atraviesan el río, en canoas o en el planchón cautivo de la compañía minera, en persecución de los empleados solteros. "A veces regresamos sin nada", dicen. Pero a veces, especialmente en los días de quincena, regresan a las cinco de la madrugada con suficiente dinero para comprar un vestido.

Así se les va la vida. Están en Andagoyita, doliéndose de su suerte, pero entregadas a ella mientras reúnen dinero para instalarse con sus hijos, "que son nada más que míos". La gente del caserío protesta y eleva memoriales en los que expone el ambiente moral en que están creciendo sus hijos. "Nuestras hijas se acostumbran a creer que la mujer debe buscar al hombre", dicen. Pero el problema subsiste, tan intacto como el primer día.

La zona negra

Al lado de Andagoya hay otro encrespado caserío, parado sobre un montón de piedras, donde vive el resto de los obreros. Lo llaman Cascote, que es el nombre que se le da en la región a las interminables y esterilizantes montañas de piedra que las dragas han arrojado a la ribera. Es una sola calle, larga y torcida, con el río por un lado y una confusa sucesión de casas de madera, residencias colectivas construidas por la compañía para una sola persona, en las que viven los obreros con sus mujeres y sus hijos. Esa es la zona negra del Chocó.

Allí vive el presidente del sindicato de obreros, un negro enjuto y vivo, que a las cuatro de la tarde regresa del trabajo con su gastado overol y sus herramientas de carpintería, a lamentarse de su situación hasta el día siguiente. Allí vive Ismael Lagarejo, un melancólico anciano de 62 años de edad, que tiene 36 de trabajar en Andagoya y devenga un jornal de $2.88. Según ellos mismos lo dicen, con palabras de ansiosa expectativa, ese es el jornal medio de un obrero en la compañía minera.

Mil problemas en uno

Andagoya es el centro de la región minera del Chocó y al mismo tiempo lo que ha contribuido a crear en toda la región ese duro ambiente de amargura que se advierte en cada gesto, en cada palabra, en cada respuesta. La compañía minera administra desde hace treinta años una central hidroeléctrica construida por ella, que suministra energía a todos los pueblos del sector. La compañía construyó una carretera privada, que pasa de largo a dos kilómetros de Condoto. La compañía anda por los ríos con sus gigantescas dragas extrayendo el oro y el platino, y esterilizando con el cascote las tierras de la ribera. Todo eso sumado a la pobreza de la población que se siente dueña de sus metales, que se sabe de memoria las leyes y las interpreta a su manera mientras ve correr sus grandes ríos despojados, ha contribuido a crear en la zona minera del Chocó un ambiente de tensión, de sorda lucha social; un sentimiento de injusticia y amargura que pesa en el aire, que se puede tocar con las manos en Cascote, en Condoto, en Nóvita, en Tadó, a todo lo largo y lo ancho del dilatado y empobrecido reino del platino.

"Luz, más luz"

Es muy probable que ese sentimiento de injusticia, madurado durante largos años, cultivado con una desesperación cruda y un poco sombría, determine cierta exageración de los habitantes de Condoto e Istmina cuando hablan del problema del alumbrado público. La compañía minera, cuyos funcionarios atendieron con espléndida gentileza a la delegación de "El Espectador", suministra luz a los municipios. Un servicio que los municipios administran, con el compromiso de adquirir, montar y vigilar las instalaciones. En la actualidad, apenas un sector inapreciable de Condoto disfruta de ese servicio. "No nos quieren dar más luz", dicen los habitantes de Condoto. "Se llevan la luz cuando les da la gana", dicen los de Istmina, y recuerdan que recientemente la población estuvo tres meses sin alumbrado público, porque estaban reparándose los centros de distribución de energía. La lucha es tenaz, permanente, y ha dado origen a un ambiente de tensión irrespirable.

El forcejeo interminable

Los habitantes de la zona minera del Chocó, que viven batallando contra su pobreza, no pueden explicarse su lamentable situación: no quieren aceptar que sus pueblos estén en penumbra, mientras un río chocoano origina mil kilovatios de energía. "La compañía se niega a darnos más de 25 kilovatios" dicen mientras la compañía insiste en que hay desperdicio de energía a causa de las instalaciones defectuosas de los municipios.

Recientemente el municipio de Condoto, cuyo parsimonioso y diligente alcalde se empeña en que sus instalaciones no son defectuosas, pidió a la compañía el envío de técnicos que rectificaran el sistema de energía local. La compañía aceptaba, pero si el municipio se comprometía a pagar $600 por la revisión. Las asperezas se acentuaron y cada día son más críticas. Ninguna de las partes quiere dar su brazo a torcer. Los habitantes de la zona minera, que también, como se dice de todos los habitantes del Chocó, "aprenden a leer en el Código Civil", sólo admiten una solución: que la nación expropie la central hidroeléctrica que hace 30 años es administrada por la Chocó Pacífico. Ese es, en síntesis, el problema de la energía eléctrica que parece ser el más peligroso problema social del Chocó.

Después de la draga, el diluvio

Quienes oyen decir fuera del departamento que en cualquier patio de Condoto se cava y se encuentra platino, se preguntan por qué la gente de Condoto no vive de explotar la mina de su propio patio. El caso es que cavando desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde no alcanzan a extraerse dos pesos en platino. A todo lo largo de los ríos mineros del Chocó, hombres y mujeres barequean -así llaman los chocoanos la explotación elemental del oro y el platino- en busca de las resplandecientes pepitas que se asientan en su batea. Es una labor paciente, agotadora, de la cual vive media población, a pesar de que hace muchos años se sabe que el barequeo no produce para vivir.

A principios del siglo, cuando solamente se seleccionaba el oro y se despreciaba el platino, considerado desde los tiempos de la Conquista como "oro biche", hombres y mujeres se enriquecieron barequeando. La riqueza era superficial, antes del conocido episodio de “la raíz" en Condoto, cuando toda la población, en la más escandalosa rebatiña de que se tenga memoria, extrajo durante una semana totumas colmadas de oro sedimentado en el fondo de una raíz. Después vinieron las dragas, "en aquellos tiempos en que al general Reyes le dio por regalar el país", según se dice en Quibdó, y arrasaron con la riqueza superficial. En la actualidad el metal que encuentran los barequeros es el metal profundo que las dragas van diseminando a su paso.

 

(Octubre, 1954)
 

Por Gabriel García Márquez

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