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La Macarena, zona de conflictos especiales

Hablé con colonos del Ariari y del Güejar, y me entrevisté con autoridades eclesiásticas, civiles y dirigentes campesinos.

Alfredo Molano Bravo/Especial para El Espectador
28 de enero de 2012 - 09:00 p. m.

“Enclave estratégico”

Hacia los años 60, cuando conocí la región del Ariari, El tuerto Giraldo era el jefe político y —diría— también militar de la zona. Tenía acuerdos con el capitán Aljure, liberal, y con el capitán Veneno, comunista. Los tres controlaban la región comprendida entre el pueblo de San Martín y el río Guayabero, y entre la cordillera Oriental y las sabanas del Yarí.

El Gobierno entró con el Batallón 21 Vargas; la Iglesia, con la construcción de una capilla, y los vecinos con la medición de los cuadrantes del pueblo. Más tarde el Frente Nacional creó un programa de “colonización especial” que abrió trochas; tituló tierras; construyó escuelas, puestos de salud, y dio créditos baratos.

La tierra se valorizó, lo que creó más problemas porque los empresarios vieron las perspectivas de comunicación vial, fertilidad del suelo y abundancia de mano de obra. Las inversiones de capital se tradujeron en bancarrota de la colonización campesina, herida de muerte por el endeudamiento con los comerciantes.

Todo esto hizo que los campesinos abrieran nuevas tierras al sur siguiendo el curso del Ariari y adentrándose en las cuencas de los ríos Güejar, Guayabero y Duda, que rodean La Macarena y donde se encontraron con otra ola de colonización venida del Caguán, desterrados por la violencia en Huila.

La ocupación de La Macarena fue lenta y accidentada al principio, pero se aceleró desde cuando de afuera llegó la marihuana —llevada por Rodríguez Gacha— y luego la coca —llevada por el Manteco Murcia, un esmeraldero de Boyacá—. El conflicto fue creciendo con un agravante: los campesinos desplazados de Tolima, que tenían una fuerte trayectoria agrarista, eran comunistas y las armas que habían hecho durante la violencia tanto en la región de Chaparral como en el Sumapaz fueron la base para la organización de las Farc en el piedemonte de la cordillera Oriental.

En los años 80, la coca ya había echado raíz, acabado con los cultivos campesinos y creado una base económica que permitía imponer un sistema tributario propio, llamado gramaje, cobrado como contribución voluntaria u obligatoria a los colonos.

Los fondos de las Farc se fortalecieron rápido. También sus efectivos, su armamento, su influencia social y política. El Gobierno no fue ajeno al conflicto que se gestaba: coca, guerrilla, tierra, zonas vedadas a la colonización —Reserva Forestal de la Amazonia y Parque Nacional de La Macarena—. Hubo movilizaciones, muchas organizaciones creadas durante estos años y muchos muertos y desaparecidos.

En 1990 hubo un operativo militar sin precedentes por agua, tierra y aire contra las guerrillas y todo lo que a ojos militares fuera sospechoso. El Ejército estableció puntos de control, legitimó la expulsión de campesinos y trajo otros de su confianza. Construyó trochas, puestos de salud y facilitó créditos para cultivo de maíz.

Era un programa de rehabilitación social masivo e inmediato (PNR) que excluía a los campesinos que estuvieran en el Parque Nacional. Se montó sobre un reordenamiento territorial y creó un sistema de parques interconectados —Sumapaz, Tinigua, Picachos y La Macarena— y en ellos zonas de recuperación forestal y para la producción controlada. El Gobierno aceptó la realineación de algunas zonas y ofreció títulos con miras a superar el conflicto y frenar la ocupación progresiva de los parques. La solución fue peor: envalentonó la invasión de colonos y el fortalecimiento de sus juntas. Un reto que tenía dos retaguardias sociales: los cultivos de coca y las guerrillas.

El pulso por la tierra

A principio del presente año, Álvaro Balcázar, como director de la Unidad de Consolidación y Reconstrucción Territorial, declaró a El Tiempo que las Farc tenían enormes latifundios hasta de 42.000 hectáreas y miles de cabezas de ganado. Su fuente: un computador del Mono Jojoy. Después advirtió que la judicialización de esos delitos tomaría “mucho tiempo, porque la recolección de pruebas para hacer firmes las decisiones (judiciales) es muy compleja en esas zonas”.

Para rematar la ambigüedad, el superintendente de Notariado y Registro, Jorge Enrique Vélez, señaló que se nombraría una comisión para revisar el tema de tierras y “muy seguramente nos encontraremos con algo de las Farc en esta zona”. La denuncia de Balcázar era trascendental: no sólo los paramilitares, sino también las guerrillas, eran responsables del despojo de tierras. Lo conocí por boca de los colonos de La Macarena. Viajé a las regiones del Ariari y del Güejar, y me entrevisté con autoridades eclesiásticas, civiles y dirigentes campesinos.

La Macarena es un pueblo, una cabecera municipal, pero también se llama así el conjunto de parques y los cinco municipios que componen la zona. Es rica en aguas, en caños, en ríos. Cada caño grande da lugar a un pueblo y cada pueblo tiene una asociación de vecinos. En conjunto, 43 asociaciones que hoy constituyen la Mesa de Unidad Cívica.

Casualmente, aunque alguien no lo crea, me encontré en Villavicencio con varios asistentes de esta organización. Les pregunté por el fenómeno denunciado por Balcázar. La respuesta fue: “No tenemos noticia de esas propiedades”. Insistí: “No puede ser que un funcionario de tan alto rango haya dado una declaración de tal naturaleza sin fundamento”.

Dándole vueltas al tema llegaron a la conclusión siguiente: “Las Farc desde siempre —dijo uno de los colonos más viejos— han repartido tierras, han asignado sitios para evitar peleas. Ellos (las Farc) han sido la autoridad”.

En mi libro Selva adentro, escrito en los años 80, registré el mismo hecho. En general, se trata de una política de distribución de baldíos a los colonos. También intervienen en litigios de linderos, en peleas matrimoniales, hacen escuelas y trochas. Una de las más famosas, que atraviesa el Parque de la Macarena, fue abierta por el Mono Jojoy durante el despeje.

No es extraño que haya guerrilleros que quieran tierra y hagan finca, o que tengan compañías de ganado al partir con ganaderos y hasta con fondos ganaderos. Al fin muchos son campesinos. Pero de ahí a que tengan una oficina que falsifique títulos o que un comandante tenga un latifundio hay distancia, y en este sentido Balcázar tiene razón: la recolección de pruebas es dispendiosa.

El tema no desvela a los campesinos. Les preocupa más la historia actual del Plan de Consolidación. Recuerdan lo que fue el Plan Nacional de Rehabilitación, sus promesas, procedimientos y alcances: ya nos han dado esa sopa. La receta es la misma y nace de las elementales necesidades de los colonos: títulos, vías, créditos, escuelas, puestos de salud.

Los gobiernos desde el 80 han formulado idénticos planes con la idea de sustituir la coca y quitarle base social a la guerrilla. En general, son las mismas marchas que se hicieron desde el 80 hasta el 96. El componente militar nunca falta en las estrategias oficiales, pero la gran diferencia del Plan de Consolidación de Uribe con los anteriores es que ahora los militares participan en la dirección y la ejecución de los programas.

Puerto Toledo y los huevos

En el año 84 conocí uno de los pueblos más nombrados en la cara norte de La Macarena: Puerto Toledo. Era un puerto perdido, un “compradero de mercancía” en el río Güejar, donde El Mocho Toledo había instalado canchas de tejo y mesas de billar. Después se volvió un pueblo y ya tenía calles y plaza, y un edificio de varios pisos volado por la guerrilla al presumir que era un nido de los paramilitares de Arroyave, el hombre de Mancuso en el Llano.

En Puerto Toledo se han desarrollado tres programas específicos: a) Apoyo alimentario: cinco mercados de $98.000 cada uno para 40 familias; b) Sostenibilidad alimentaria: huerta casera, semillas de tomate, cebolla y herramientas; c) Proyectos productivos: $1,5 millones para cacao con sombrío de plátano.

Estas ofertas se hacían realidad a cambio de la fidelidad institucional, es decir: renunciar a la coca y apoyar a la Fuerza Pública. Muchas asociaciones no aceptaron por considerar que los pondría en peligro con las Farc. Otras, sabiendo que el Gobierno nada cumple, aceptaron.

Los proyectos sociales en el Güejar consistieron en un plan de acueducto y alcantarillado para Puerto Toledo que costó $2.500 millones, en un terraplén de 4 km, vía Puerto Lleras-Puerto Toledo, hecho con un producto especial —terrasín— que funcionó en verano, y la construcción de puentes en dos trochas: una a Miravalles y otra a Comuneros. El único programa exitoso, según los colonos, fue el desarrollado por Parques Nacionales, consistente en producción de miel de abejas y de huevos campesinos.

El programa avícola dio resultado al comienzo, pero cuando Luis Carlos Restrepo se entusiasmó con las gallinas, se recogían 16.000 huevos diarios que no había modo de transportar dado el estado de las trochas y los caminos construidos por militares, que fueron los que terminaron comprando las gallinas a precio de huevo.

El rotundo fracaso del Plan de Consolidación tiene para la Mesa Cívica un posible objetivo: desplazar a los colonos para facilitar la explotación de petróleo y la producción de biocombustibles. De hecho, el cultivo de palma y los trabajos de sísmica para localizar bolsas de crudo están muy avanzados.

Amenaza petrolera

Al final del recorrido y de las conversaciones con colonos, curas párrocos y autoridades administrativas y mirando la historia de La Macarena, he llegado a una conclusión simple: el Parque Nacional se ha convertido en refugio de colonos acosados por la concentración de la tierra.

Dado que en el parque no puede haber titulación, el latifundio no tiene cabida. A un campesino el título de propiedad le interesa básicamente por el acceso al crédito y la estabilidad de la posesión. La coca es el crédito en la zona y la estabilidad la da la presencia de la guerrilla.

El parque, pues, cumple la función esencial de las Zonas de Reserva Campesina (Ley 160 de 94): impedir la concentración de la propiedad.

Si en lugar de un programa de seguridad como es el PCIM, que ha fracasado tanto en lo social como en lo militar, el Gobierno hubiera aceptado rodear el parque de zonas de reserva campesina y gastado los $360.000 millones en programas diseñados y ejecutados por las asociaciones campesinas, quizá hoy no tendría que apelar a denuncias como las de Balcázar, que son una confesión del gran fracaso del proyecto bandera de Uribe: las zonas de consolidación.

Operaciones y contraoperaciones (I)

El 27 de diciembre de 2005, en la vereda Playa Rica de Vistahermosa, serranía de La Macarena, el bloque Oriental de las Farc atacó una compañía de la Brigada 12 del Ejército y dio muerte a 29 militares. Tres años antes se había iniciado la ‘Operación Emperador’. Fue el golpe más fuerte que el gobierno Uribe recibió desde el comienzo de su mandato en 2002. Al día siguiente el presidente anunció: “Desde el 20 de enero más de 60 grupos de erradicadores de droga serán concentrados en el Parque de La Macarena”. Se bautizó ‘Operación Colombia Verde’. 960 erradicadores civiles protegidos por 1.800 policías y soldados desenraizaron y quemaron las “matas de droga”. Uribe creó los “guardianes del parque”, quienes recibirían un millón de pesos al año, y prometió ampliar la cobertura del régimen subsidiado en los cinco municipios de La Macarena y convertir la serranía en un centro de “turismo ecológico”. Seis meses después, 250 erradicadores desertaron. Uno de ellos declaró: “Estamos mal alimentados y hay combates. Incluso, nos toca erradicar media hora después de los enfrentamientos. Salimos de allá por la inseguridad”. Era la trágica verdad: había muerto una docena de erradicadores y 25 miembros de la Fuerza Pública.

Operaciones y contraoperaciones II

El Gobierno se vio acorralado y suspendió la erradicación manual. Bautizó el siguiente paso “Plan de Consolidación Integral de La Macarena (PCIM)”. Oficialmente se trataba de “acción coordinada de seguridad territorial, protección ciudadana, desarrollo económico y social, imperio de la ley y provisión de los bienes públicos y servicios sociales que hagan posible el desarrollo de la región”. El PCIM arrancó en 2008 con $360.000 millones, de los que el 10% provino de cooperación internacional. El plan tenía tres cabezas: el comandante de la Fuerza de Tarea Omega, un alto oficial de la Policía y un coordinador civil, Álvaro Balcázar, quien reconoció que “el territorio de La Macarena ha sido un enclave estratégico de las Farc con el narcotráfico” y que “no hay dilemas entre desarrollo y seguridad, pues son complementarios: después de la recuperación hay un desafío enorme, y es recuperar la seguridad ciudadana”.

Por Alfredo Molano Bravo/Especial para El Espectador

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