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Riochiquito

El escritor y sociólogo que mejor conoce el conflicto colombiano reconstruye el surgimiento de las Farc hace 50 años.

Alfredo Molano Bravo
20 de julio de 2014 - 02:00 a. m.
Fui a La Plata porque es la puerta de entrada a Riochiquito y porque allí me había citado con Roberto, viejo dirigente campesino conocido en la región. / Fotos: Nelson Sierra
Fui a La Plata porque es la puerta de entrada a Riochiquito y porque allí me había citado con Roberto, viejo dirigente campesino conocido en la región. / Fotos: Nelson Sierra

A 140 kilómetros al suroccidente de Neiva está La Plata, un pueblo conocido en la historia por estar situado en uno de los caminos más transitados en el pasado para llegar de Bogotá a Popayán y a Quito. Era el camino usual de Bolívar para ir a Perú. Hoy es un pueblo próspero de unos 50.000 habitantes situado a orillas del río Páez, que nace en el nevado del Huila y bota sus aguas al Magdalena en la cola de la represa de Betania. Al Páez le cae el Rionegro de Narváez, que nace también en el nevado y corre de norte a sur formando un cañón estrecho y profundo. Al Rionegro caen numerosos ríos menores como Símbula y Riochiquito. Tuve la suerte de llegar a La Plata el día de mercado, cuando desde muy temprano hierve de campesinos, comerciantes, arrieros, vendedores ambulantes. Ese día las calles son ruidosas, atestadas de compradores, vendedores y transeúntes. En el centro está la plaza de mercado o galería. Ocupa una manzana entera, es cubierta y tiene dos niveles. En la planta baja está el mercado propiamente dicho, donde se venden principalmente frutas, verduras, granos y yerbas. El segundo nivel es un corredor espacioso construido que rodea el primer piso y desde el cual se oye y se ve la febril actividad económica de la plaza y donde se come muy bien lechona, tamales y se toman caldos de raíz, costilla y pescado. Hay un rincón de panadería, principalmente de bizcochos de achira, muy apreciados en Huila y Tolima.

Fui a La Plata porque es la puerta de entrada a Riochiquito y porque allí me había citado con Roberto, un viejo dirigente campesino muy conocido en la región. En la plaza me presentó a una de las más famosas amasadoras de achiras, quien de niña vivió el bombardeo que tuvo lugar en marzo de 1965.

“La achira —me dijo— es una matica como de plátano, no muy grande y de flor roja, que da unos tallos de donde sale un almidón blanco con que se hace la harina. La mejor achira se cocina en Fortalecillas, pero aquí le hacemos competencia porque los vecinos de La Plata le salen a todo. Aquí se da el arroz en lo plano y el maíz en lo alto; el cacao abajo y el café arriba. Y arriba y abajo se crían gallinas y marranos. En Riochiquito, que se llama ahora Las Delicias, se daba de todo y de todo había. Ahora Riochiquito se cambió a un plano más cómodo porque antes era un rincón cerrado donde tenía su finca Ciro Trujillo y donde vivíamos unas pocas familias. Él vivía en una finca llamada Las Delicias, no sé si era de él o de quién. Pero vivía ahí. Tenía trabajadores y varios hijos y sobrinos. Mataron a uno llamado Abacú en el Quicuyal y por eso el hombre, que era jodido, disgustó con el Ejército y se fue tras Marulanda, que era a quien buscaba un militar que vino en helicóptero. Un día oímos un ruido que caía de arriba. Era ese aparato que nunca habíamos oído y que aterrizó en la cancha de fútbol. Se bajó un señor al que le decían capitán Valencia. Dijo que venía a ver si Ciro quería arreglar, pero que de estar ahí Tirofijo, la guerra se venía porque se venía. Y la guerra se vino, pero nosotros fuimos los que llevamos del bulto. También conocí a Tirofijo. Estaba joven en ese tiempo. Era flaco y blanco. Yo nunca llegué a ver que asesinara a nadie, ni tampoco que pidiera plata para sus cosas. Nunca llegué a saber que matara a alguien en esa región. Yo sé que la gente le obedecía. Él hacía reuniones y orientaba a sus soldados y mandaba, pero a nosotros no nos daba órdenes. Yo a los demás no los oí mentar, sólo a Tirofijo y a Ciro. Cuando eso del bombardeo, primero llegaron aviones chicos que pasaron soltando unos papeles que decían: “Entréguense, entréguense”. Pero nosotros ¿qué podíamos entregar, si no teníamos nada? Mi papá, o mejor dicho, mi padrastro, dijo: ‘Alistemos panela y sal, que con eso vamos a tener que defendernos porque ellos van a caer en cualquier momento’. Él era reservista y sabía de esas artes. Mi mamá no le hizo caso, alistó fue una marrana, una lechoncita que quería mucho.

“Salimos corriendo cuando los aviones grandes llegaron cargados de bombas que soltaron alrededor del pueblo, no en el pueblo. Seguro ya sabían que andábamos por los montes de huida. No íbamos solos, éramos muchas familias con lo que se podía llevar, que era poco porque la loma para donde nos orientaban era parada y no había camino. Íbamos desparramados, cada cual ayudándose solo, con hombres de fila, armados y entrenados para la guerra. No vi que a nadie mataron las bombas; la gente se moría, pero de hambre y no por las bombas. Caían lejos, sin puntería. Se oyó decir que íbamos para Tolima. Uno de niño no sabía dónde quedaba eso, pero como tenía un nombre bonito, hasta con gana de conocer andábamos los niños. Los viejos sí sabían: había que darle la vuelta al nevado en redondo para salir al río Atá que nombraban. Un camino largo. Y mi mamá con su puerca. Al principio el animalito caminaba arriadita, por las buenas; pero al rato se ranchó a gritar como si supiera que la iban a matar. Daban miedo esos gritos no por ellos, que uno sabe oír, sino por el ruido que hacían y que los chulos podían oír. Porque después de las bombas, llegaron las tropas. Había que arrastrarla y uno lleno de jotos. Y ni por esas mi mamá dejaba su animal. La cuesta era muy brava, casi que subíamos colgados de bejucos: nos fuimos quedando de últimos por la porfía de mi mamá. Fue para mejor porque ya en lo puro frío, donde no se veían ni las manos para comer, mi padrastro dijo: ‘Desviémonos para el Símbula, donde hay un comando de guerrilla’. Fue un susto grande cuando ya solos y con la puerca gritando, nos rodeó gente armada creyendo que estábamos matando a un cristiano. No eran chulos sino guerrilla. Cuando vieron la marrana, la cargaron ahí mismo y se la llevaron para el comando. Ni las tripas nos dejaron comer. Eran hombres de guerra hambreados. Ahí acampamos, pero después le dijeron a mi mamá que mi padrastro podía quedarse pero no la gente de civil, que teníamos que seguir. Y seguimos a los dos días, loma abajo un rato, loma arriba otro. Ya íbamos solos porque mi padrastro se había quedado en el comando. En ese balanceo llegamos a un punto llamado Carmelo, donde pusimos una barbacoa para ver si pescábamos unas sardinas, porque hasta ese entonces mi mamá nos había cocinado sólo yerbas de monte con sal. Cogimos una cordillera llamada El Oso y por allí salimos a La Estrella, donde el Ejército nos detuvo y nos sacó a otro batallón que estaba en el Colorado. Ahí nos tuvieron unos días encerrados, más que todo a mi mamá. Encerrada en una pieza. No la dejaban salir. Yo era muy pequeña, ellos me preguntaban que si yo había visto gente con armas; yo sí había visto, pero les decía que no. Después nos echaron para San Luis. Ella detrás de los soldados, presa, y nosotros detrás de ella hasta la base que tenía el Ejército en el Quicuyal, donde el moreno Miguel Valencia, que era chulavita, mató al hijo de Ciro Trujillo. A mi mamá la detuvieron hartos días. El capitán Gamboa le dio permiso de ser viviente en una casita desocupada. Vivimos tiempo ahí. Mi mamá lavaba los uniformes de los soldados y ellos nos daban comida. Hacían reuniones y reuniones para decirle a la gente que volvieran por las tierras, que les iban a dar fincas. Había indios que hablaban lengua como Domingo Mera y Pacho Lobo, que dijeron que ellos no querían tierras de cabildo sino de blancos, porque el Incora se las vestía con ganado. En esas nos soltaron, pero con la condición de volver a lo nuestro y no meternos en tierras ajenas. Mi mamá no hizo caso y arrancamos para Araújo, un pueblo donde mi abuela tenía una hacienda grande con ovejos y toros llamada La Astilla. Cuando llegamos ya les habían dado la finca a los indígenas y nada pudo reclamar. Después de todas las vueltas nos quedamos en Araújo. A Riochiquito volví ya con hijos, hace poquito, a reclamar la finquita que habíamos dejado y que ya tenía otro dueño. Así pasó y así quedó”.

De La Plata tomamos hacia Tesalia, conocida por los cronistas españoles como Carnicerías, una región habitada por “indios de mala paz y gente regada que vagaba por los montes”. El cronista Fray Pedro Simón escribió que en la comarca había “chozas donde vendían y comercializaban carne humana de los indios capturados de otros pueblos de indios tomados en una relación de sitio”. Hoy son cultivos de arroz con riego trabajados con maquinaria. La carretera pavimentada, bien conservada, cruza un pequeño valle entre los pliegues de la cordillera Central y una pequeña cadena de lomas que parecen la cola de un dinosaurio, hasta llegar a Iquira. Aquí comienza el ascenso hacia el pueblito de Pacarní, a donde en 1965 llegó huyendo de los bombardeos en Riochiquito “tanta gente, que se llenaron la plaza y las aceras durante dos meses”. La carretera se convierte ahí en una trocha arenosa pero en buen estado que asciende por la falda de la montaña rodeada de un bosque ralo de árboles de cucharos hasta coronar un punto llamado Patiobonito, vecino de la base militar del Quicuyal. Desde aquí se ve un panorama maravilloso de lo que Jacobo Arenas llamó en su Diario de la resistencia de Marquetalia el Nudo de las Cordilleras. Se divisa un formidable conjunto de cañones formados por las cuencas de los ríos Páez, Rionegro, Mazamorras y Riochiquito, y en días claros, las cumbres del nevado del Huila, en cuya cara occidental nacen los ríos Saldaña y Atá, al otro lado de donde estábamos. De tal forma que las que se llamaron Repúblicas Independientes de Riochiquito y Marquetalia quedan espalda con espalda. A pocos metros de Patiobonito hay un retén de Conalvías donde se deben pagar 7.000 pesos por pasar y contribuir así “al desarrollo de la región”. Queda en el mismo sitio donde había, no hace mucho, un retén del Ejército. A partir del quiebre de aguas la trocha es cada vez más mala, aunque el esplendor del paisaje de valles y montañas hace olvidar cualquier zarandeo e incomodidad. Son laderas trabajadas con esmero en café y fríjol; caña panelera, plátano y yuca; abundan beneficiaderos de café y trapiches. Los bosques nativos han sido destruidos; los que quedan están reducidos a las alturas de la cordillera y envueltos casi siempre por la niebla. El cultivo de amapola en los años 90 corrió la cota boscosa unos 500 metros hacia arriba y hoy son pequeñas ganaderías lecheras. A mitad de camino está Yarumal, donde el Ejército concentró muchos de los habitantes de Riochiquito que huían despavoridos de las bombas. De aquí parte el ramal para el pueblito de Rionegro, una de las capitales de comercialización de la resina de amapola en los años de la bonanza, asociada a la crisis del precio internacional del grano determinada por el monopolio de las grandes multinacionales de comercialización del grano y la entrada al mercado de Vietnam. Se calcula que más de 200.000 fincas cafeteras fueron abandonadas en el país después de la ruptura del Pacto mundial del café en 1989, año en que también se derrumbó el Muro de Berlín.

El Rionegro de Narváez es tan torrentoso, que en el puente que sirve de paso entre Huila y Cauca, construido por el Ejército, se alcanza a oír el ruido de las piedras que la corriente hace chocar entre sí. Tiene un bello color ámbar. A pocos metros está situado el pueblo llamado hoy Riochiquito, que reemplazó al Riochiquito del bombardeo que la gente conoce como Las Delicias, nombre de la finca de Ciro Trujillo, el compañero de armas de Manuel Marulanda Vélez y fundador del Sindicato de Trabajadores campesinos de Riochiquito y Tierradentro. En la plaza del caserío de Riochiquito, hoy inspección de Policía, desde hace varios meses hay un pasacalle de 25 metros del Sexto Frente de las Farc. La región es reputada como gran productora de fríjol y una de las más ricas en cafés suaves.

Frente a la pancarta subversiva estaba sentado un anciano envuelto en sus pensamientos de viejo. Le pregunté, sin mucho protocolo, quién había puesto ese letrero ahí. Me contestó: “Los primos”. ¿Cómo que los primos?, volví a preguntarle y agregué un poco confundido: ¿Los primos de quién?

“Los primos de todo el mundo; aquí somos meros primos y fue por eso que todos nos escondimos en el monte a la voz de las bombas. Todos corrimos. Yo paré en Símbula, en el frío, donde había un comando de gente de monte. Caminé dos días para llegar. Ahí estuve ocho días hasta que me echaron para Tolima, para el comando del Atá, aguantando hambre y frío y durmiendo botado en la tierra. Allá duré un mes y otra vez para acá. Yo venía con ira de tanto caminar y le dije al teniente de la guerrilla: ‘Yo de aquí no me muevo’. Se puso bravo y me mandó a cortar leña para la rancha. Los guerrilleros son para pelear, pero andan también con gentes que no saben pelear y por eso me sacaron de las filas. Dios los mandó a pelear con el Ejército. La guerrilla cogió fuerza en Tolima porque allá la Policía los perseguía mucho, hasta que se enojaron los tolimenses y dijeron, entonces mejor vamos a atajarlos, y se fueron y consiguieron armas y municiones. Le mandaron una carta al presidente y ahí fue la guerra. Los bombardeos no fueron en Riochiquito sino en la selva, y la gente cogió para el norte. Aquí quedaron sólo de fila, hombres que mandaban el mayor Ciro y el mayor Charro Negro, que fueron los que trajeron a Marulanda cuando lo perseguían por haber tumbado una avioneta y un helicóptero en Santiago Pérez. Hoy hay paz porque la gente quiere paz; el que no quiere paz es el Gobierno”.

 

Lea mañana la segunda parte.

Por Alfredo Molano Bravo

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