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Temporada de Manizales 2015 (I)

Desde Honda, tierra que tú quieres, se ve en días sin nubes, el nevado del Ruiz –que también es volcán–. Pero ya no es bello ni imponente. Mirarlo desde la distancia es triste...

Alfredo Molano Bravo
07 de enero de 2015 - 03:40 p. m.
Temporada de Manizales 2015 (I)

 Es mirar la huella de nuestra historia reciente: la destrucción de nuestras selvas, la expansión de la gran ganadería, el crecimiento desbordado y caótico de nuestras ciudades. Lo que en el colegio nos enseñaron a llamar nieves perpetuas han dejado de serlo. Las cumbres del Ruiz ya no son blancas; la nieve está en franca retirada. Nuestro calor la derrota. Con todo el viaje de la hoya del Magdalena a la hoya del Cauca por el páramo de Herveo, es maravillosa. Por una carretera que fue camino de herradura, se deja atrás la tierra de los grandes ceibas, los gigantescos caracolíes, los enormes samanes, para entrar en la zona del café –secreto de nuestra economía y madre de nuestro conflicto armado– y llegar donde el aire es más transparente y el agua más pura. Desde allí las formidables rocas del Ruiz se hacen patéticas. El blanco se reduce a la mera fumarola. Un paisaje jabonero oscuro como el pelaje de algunos toros del Conde de Veraguas. Y abajo, a media altura, está Manizales, hoy nuestra Sevilla.

La temporada de toros se abrió con una novillada prometedora. Tres cuartos de entrada, cielo limpio, novillos grandes y bien hechos y en el cartel un español, un peruano y dos criollos.

Borja Jiménez es un torero hecho y, por hecho, pasado de novillero: 30 corridas con picadores, 39 orejas. Cumplió con sus dos toros; uno, el último, un veleto como ya no existen, al que nadie pudo ponerle banderillas donde debe ser. Borja sabe manejar el capote y hay que abonarle un par de chicuelinas. Pinchó en ambas faenas y salió en silencio. A Sánchez Mejía –¡con semejante nombre!– le correspondieron toros difíciles, a pesar de que su apoderada, una bella mujer de negro hasta los pies vestida, saltó de felicidad en el sorteo al conocer el par de le correspondió. Es un torero valiente y protocolario. No se acomoda al toro que sí le gusta, y tiene el defecto –corregible– de entablar polémicas con el respetable. A un incorregible de 430 kilos, retardado y sin fijeza, lo devolvió a corrales después de tres avisos. Más allá de un forzado de pecho y mucha voluntad, nada pudo mostrar en su segundo, un toro de verdad mansurrón y enamorado de las medias del torero. Manrique Rivera, uno de los novilleros que acamparon en las afueras de la Santamaría contra el fascismo izquierdoso de Petro, tampoco tuvo suerte. Al primero, un toro con trapío, lo arruinó una vara larga e inexperta. En el silencio quedaron sepultadas las ganas del torero y del ganadero y del público. Su segundo, inmortal, que parecía contradecir la tendencia de sus hermanos, una media verónica lo dejó entumido de la pata derecha. Cambio y fuera. Al sustituto, Enigmático –el mejor de la tarde–, Manrique lo gozó con la muleta porque logró unas pocas suertes ligadas. De resto, el mismo abismo de la genética. Espada caída. Aplausos desperdigados. Roca Rey fue la piedra angular y el soberano de la tarde. Tanto toreo, tanto templo, tanto saco, trajo y dijo que el público olvidó las espadas atravesadas, los pinchazos desafortunados, los descabellos apresurados. En Roca hay torero de América. Hay que ir a verlo en Tuta, Boyacá.

Un par de Devia, dos pares de Chiricuto y dos de Émerson Pineda, fueron memorables y valientes. Piña, bien con el puñal.

Nueve toros –todos bellos pero sin mucho juego– son muchos. Demasiados.

Por Alfredo Molano Bravo

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