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Las violencias

Polémico resultó el informe del Grupo de Memoria Histórica sobre la guerra en Colombia desde 1958, pero para entenderlo falta volver la mirada sobre investigaciones anteriores.

Nicolás Rodríguez, especial para El Espectador
03 de agosto de 2013 - 09:00 p. m.
220.000 muertos por la violencia hubo en los últimos 54 años, una de las discutidas cifras del informe.  / AFP
220.000 muertos por la violencia hubo en los últimos 54 años, una de las discutidas cifras del informe. / AFP

Algo admirable tendrá el informe ¡Basta Ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, si las críticas que se le hacen provienen de lugares tan opuestos. Partidista, si se quiere, no es.   

Que las Farc no están contentas con el resultado, por ejemplo, es algo que puede corroborarse en el portal de noticias Anncol a partir de frases en las que se acusa a los miembros del Grupo de Memoria Histórica de no pertenecer a “la izquierda verdadera”, de tener una vinculación salarial con el Estado “que pone en duda ya no su neutralidad investigativa, que no existe, sino su autoproclamada Independencia”, y de haber escogido el año de 1958 para arrancar el conteo de personas muertas con el supuesto objetivo de señalar a las Farc como el origen mismo del conflicto armado.

Que un sector cercano al expresidente Álvaro Uribe tampoco avala las cifras y explicaciones que circulan con el informe, quedó claro con reacciones como las de Francisco Santos, quien, no obstante, al haber presidido la Comisión de Reparación y Reconciliación —a la que estaba adscrito el Grupo de Memoria Histórica desde su promulgación—, en la Ley de Justicia y Paz, trinó lo siguiente: “seis años. Miles de millones de pesos, y un chorro de babas. Ese es el balance del informe sobre verdad histórica que esta semana entregó ese grupo de académicos al país”. Lo secundaron  analistas como Alfredo Rangel, para quien el proyecto es “un inacabado ejercicio de contabilidad y un inaceptable ejercicio de manipulación histórica”.

Con seguridad, en adelante vendrán más y más rechazos, seguidos de no pocos halagos. Es el sentido mismo de un informe tan ambicioso como el que llevó al grupo de memoria histórica a condensar varias décadas de horror y resistencia en 452 páginas de registro. Pese a que el debate reposado y respetuoso, incluso académico, es algo que se espera y añora, la politización y el ataque personal son inherentes al ejercicio mismo de interpretación. Algo en lo que, por lo demás, Colombia ya tiene una historia.

Las culpas y el libro de La Violencia

Fundada la Comisión de Estudio de la Violencia que presidió Otto Morales Benítez en los años cincuenta, y que permitió, tras cerca de 10 años ininterrumpidos de violencia partidista, algún nivel considerable de pacificación y uno que otro espacio de rehabilitación, Alberto Lleras Camargo promovió que el departamento de sociología de la Universidad Nacional se involucrara en el estudio de sus posible causas y consecuencias. De ahí proviene el primer tomo del libro La Violencia en Colombia, escrito por Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña Luna y el cura párroco Germán Guzmán Campos, quien vivió muy de cerca los hechos de violencia en El Líbano, Tolima, y procedió a armar un archivo personal que sirvió de base para la elaboración del mítico texto.

Tan pronto la publicación salió a las calles, en 1962, surgieron las recriminaciones, disputas, reclamos, amenazas, aplausos y reverencias. A Guzmán se le trató de “capellán de los bandoleros” y “párroco en receso”. De Borda se dijo, como si se tratará de un insulto, que era “protestante”. Y a Umaña lo graduaron de “librepensador extremista” y “abogado volteriano y enciclopédico”. El debate fue intenso en el Congreso y en la prensa, por estar el país sumergido en el Frente Nacional y su pacto institucional de perdón compartido. Perdón entre liberales y conservadores, como quedó consignado en un acuerdo político, pero también ordenes explícitas de hacer silencio para no enturbiar la política de reconciliación con el recuerdo y la memoria de los 200.000 muertos que se estima produjo la también conocida época de la Violencia con V mayúscula.

Entre los estudiosos de esta etapa del conflicto, siempre se ha dicho que el libro llevó a las ciudades los hechos de violencia ocurridos en el campo. El material testimonial de este primer tomo, junto con lo descarnado y literal de las imágenes que acompañan la parte puramente descriptiva (jóvenes guerrilleros, familias desplazadas, cuerpos lacerados, tipos de corte y mutilación), terminaron por activar la reacción de políticos, editorialistas, columnistas y escritores ocasionales. En uno de tantos editoriales, El periódico El Siglo aconsejaba bajo el título de “La prudencia”, “confiar a la historia la época lamentable que acaba de pasar”;  una idea de corte frentenacionalista, que por supuesto tuvo su eco en otros políticos, como es el caso del ex presidente Mariano Ospina Pérez, quien argumentó que “no es el momento de entrar en un análisis de los orígenes y responsabilidades en esta materia”, pues “mucho más honrado, varonil y constructivo, es aceptar que todos nos hemos equivocado”.

Ochentas y violentología

Si nos atenemos a las cifras de ¡Basta ya!, no sería cierto que uno de cada diez homicidios está relacionado con el conflicto armado, como lo aseveró otra comisión convocada por el gobierno de Virgilio Barco en 1987. En realidad, la cifra asciende a uno de cada tres homicidios. Con todo, la Comisión del 87, que también contó con la dirección del historiador Gonzalo Sánchez y en la que participaron destacados académicos y un general en retiro del ejército, produjo un diagnóstico general y una serie de recomendaciones. 

El resultado de las pesquisas se publicó bajo el título Colombia: Violencia y Democracia. En ese tiempo ocurría que a la sombra del conflicto armado entre el Estado y el movimiento guerrillero, nuevos fenómenos, cuyas repercusiones no eran evidentes, se estaban incubando: la delincuencia común crecía; lo que parecía ser “intolerancia” también, de la mano de una serie de “operaciones de limpieza” de prostitutas, mendigos y homosexuales; proliferaban los grupos de paramilitares y el narcotráfico hacía su irrupción. Ante este panorama, quienes después serían conocidos como “los violentólogos” pusieron a circular nuevas interpretaciones. 

Lo primero fue cambiar la idea de “la violencia” por el plural “las violencias”,  queriendo con ello expresar que el abanico de posibilidades impedía hablar de un tipo particular de violencia como el que, en tiempos de procesos de paz con los insurgentes, llamaba la atención de la opinión pública. Por lo mismo, una segunda cláusula, muy debatida unos años después, planteó que “la violencia tiene múltiples expresiones que no excluyen, pero sí sobrepasan, la dimensión política”; la idea de que “los colombianos se matan más por razones de la calidad de sus vidas y de sus relaciones sociales que por lograr el acceso al control del Estado”. Seguida de la sentencia, igualmente polémica, de que “mucho más que las del monte, las violencias que nos están matando son las de la calle”.

Como era de esperarse, hubo una enérgica reacción frente a lo provocativo de los planteamientos y si bien no hubo ataques personales o momentos de polarización como los que se vivieron en los años sesenta (y se repiten hoy), del mundo de las ciencias sociales provino la mayor cantidad de oportunidades para el disenso.  Así fue como más de un economista se sintió interpelado por lo que consideró era un cuerpo de teorías en las que el papel de las causas objetivas de la violencia (la pobreza, por ejemplo) tenían un poder explicativo que en su opinión no guardaba relación con la evidencia empírica disponible. Como sea, el libro guarda una importancia histórica, pues tocó temas de los que poco se hablaba (las dinámicas raciales del conflicto, en tiempos en los que no existía el reconocimiento de que Colombia era una nación multiétnica, la violencia urbana, la violencia doméstica, entre muchas más), permitiendo una discusión en torno a nuevas y mejores agendas investigativas.

¡Basta YA!

Ahora de nuevo estamos ante el informe de un grupo de expertos entre los que priman unas categorías y otras formas de ver y narrar lo sucedido. Además de la importancia metodológica (y moral) que se le ha querido dar a las memorias de dignidad y resistencia de las víctimas, el informe contó con el apoyo humano, económico e institucional de organizaciones internacionales.

En palabras de Gonzalo Sánchez, en ¡Basta ya! se documentó un conflicto con múltiples actores, muy prolongado en el tiempo y mucho más extendido geográficamente, en el cual las transformaciones y degradaciones de los actores son notorias. Para el historiador, el énfasis de este nuevo intento por darle un sentido a la violencia colombiana está en la interpretación. “¡Basta ya! narra una guerra sobre la cual se ha informado, pero que al mismo tiempo no se ha querido ver. La pregunta es: ¿por qué habiéndola visto, o incluso sentido, la sociedad se ha acostumbrado?”.

El antropólogo Jaime Arocha, quien participó en la Comisión del 87, se pregunta hasta qué punto el Estado acude a un grupo de especialistas cada que la situación lo amerita pero sin ningún compromiso real con las recomendaciones que estos elaboran.

 *Columnista de El Espectador y candidato a doctor en Historia de la Universidad de Montreal.

Por Nicolás Rodríguez, especial para El Espectador

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