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Zuleta en busca de Zuleta

Estanislao Zuleta, más que escritor, fue un orador impecable: buena parte de sus lecciones proceden de sus conferencias, reverenciadas por estudiantes y académicos.

Juan David Torres Duarte
13 de agosto de 2013 - 04:33 p. m.
Zuleta en busca de Zuleta

Estanislao Zuleta, el hombre que en noveno grado dejó el colegio porque sentía que era inútil seguir aquella educación, fue uno de los más reputados intelectuales del país. Desde entonces, cuando decidió educarse por sus propios medios, asistiendo a las bibliotecas y aprovechando las lecciones con Fernando González —una de sus tempranas influencias—, Zuleta fue lo que sería hasta el día de su muerte, el 17 de febrero de 1990: un crítico de la academia, de la cultura y, sobre todo, de sí mismo.

Nacido en 1935, Zuleta tuvo una educación poco tradicional: primero se acercó a la literatura, luego a la filosofía. En 1963 dictó algunas conferencias sobre economía política; un lustro después se convirtió en profesor de las universidades Nacional y Libre de Bogotá. Sus clases, en las que apelaba más al diálogo que a la escritura, eran seguidas con fruición. Cada tanto, entre los estudiantes, circulaba una frase que se haría luego común: “El maestro Zuleta no tiene alumnos, sino seguidores”. Zuleta, un hombre de casi dos metros de alto, barbudo y con gafas gruesas de carey, dialogaba en un tono apacible; se notaba, dicen algunos, un conocimiento que iba mucho más allá.

“No había en él ninguna pretensión de ‘ser un escritor’, de figurar o de dominar al interlocutor (…). Sus intervenciones —escribe Eduardo Gómez, uno de sus amigos, en Zuleta: el amigo y el maestro— nunca resultaban pedagógicas, sino que enseñaban como por casualidad y a propósito de la inquietud inmediata de que se tratara”. Eso mismo diría Zuleta en sus conferencias, que comenzaron a ser numerosas en los años que siguieron como profesor en la Universidad Santiago de Cali y en la Universidad de Antioquia: no se puede crear filosofía, ni arte, ni tener un país más o menos sostenible, si primero no existe un diálogo entre las partes, sino existe un modo de ponerse en los zapatos del otro. Por eso gustaba de Levi Strauss y del estudio de la antropología; por eso analizaba los términos de la teoría estética de Kant y criticaba el espíritu universal propuesto por Hegel, y también por esa razón gustaba de Freud y Dostoievski.

El diálogo fue, entonces, la manera más adecuada para entrenar el pensamiento. Y la forma de la amistad. Quienes los recuerdan, aquí y allá, en escritos sueltos o en columnas de opinión, dicen que había en él una gran necesidad de hablar y establecer relaciones con la palabra. Era el único modo, decía en sus conferencias, de reconocer al otro. “La educación, tal como ella está, reprime el pensamiento, así no se lo proponga —dijo en una entrevista con la revista Educación y Cultura—. Su acción se reduce a transmitir datos, saberes, conocimientos, conclusiones o resultados de procesos que otros pensaron. No enseña a pensar por sí mismo, a sacar conclusiones propias”.

Y si no existen conclusiones propias, los hombres sólo podrán reproducir el pensamiento por miedo, respeto o autoridad. Por eso la Iglesia y el Estado resultan contrarios a la razón: porque —como señaló William Ospina en una columna dedicada a Zuleta— la primera desea fieles y el segundo, votantes. Ambas anulan a sus interlocutores: son parte de sus propias necesidades, pero no existen como seres pensantes. Habría que preguntarse y considerar qué es virtuoso y qué no; habría que llegar por sí mismo —y vivir en carne propia— a los caminos del pensamiento. Y ese pensamiento, de algún modo, debe ser práctico y abrir nuevos espacios para la felicidad de los hombres: para el encuentro de ellos mismos. Para que Zuleta encontrara a Zuleta.

Él —cuenta Gómez— solía sentarse en el café La Paz, en Bogotá, a discutir con algunos de sus amigos. Vivía por entonces, con poco más de 20 años, en un edificio por la carrera Séptima, y recibía las tres comidas en una pensión cercana. Ya por ese tiempo, Zuleta era reconocido como un excelente conversador; era respetado por el modo en que se expresaba. Años después, cuando entró al Partido Comunista, su capacidad oratoria se mantendría pese a que sus proyectos —algunos de ellos utópicos, como realizar talleres pedagógicos-políticos— fracasaron. Zuleta leyó a Thomas Mann, conocía El capital de Marx en sus mínimos detalles y conversaba con sus textos como si fueran los de un viejo amigo, tenía en su cabeza siempre un verso de Hölderlin.

Tan reconocido como podía serlo —y aunque sus publicaciones no eran tan numerosas—, Zuleta se convirtió en los años ochenta en asesor de las Naciones Unidas y de la presidencia de Belisario Betancur. También estuvo ligado al Ministerio de Agricultura y al Instituto Colombiano de la Reforma Agraria; fue fundador de la revista Crisis y de un par de periódicos. Sin embargo, su vida intelectual estaba en la academia; era allí donde más podía desplegarse. De modo que volvió a las conferencias, a las clases, en la Universidad del Valle, que en 1980 le otorgó el título Honoris Causa en Psicología. Estanislao Zuleta, el hombre que en noveno grado dejó el colegio porque sentía que era inútil seguir aquella educación, fue doctor en el grado más alto sin asistir al colegio ni a la universidad.


La obra de Estanislao Zuleta

La mayor parte de la producción editorial del intelectual antioqueño fue recogida de sus clases, que fueron grabadas por sus estudiantes. Hombre Nuevo Editores, junto con la corporación que lleva su nombre, han publicado sus libros en los últimos años. Algunos de ellos son: arte y filosofía (reflexiones sobre la estética y la política, desde Kant hasta Marx), Comentarios a ‘Así hablaba Zaratustra’ de Nietzsche, La poesía de Luis Carlos López, Lógica y crítica y el volumen de entrevista Conversaciones con Estanislao Zuleta.

Por Juan David Torres Duarte

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