El Magazín Cultural

“Acá nos gustan pollitas"

Como tributo a Sylvia Duzán, periodista asesinada hace 30 años, reproducimos el artículo que publicó el 11 de agosto de 1986 en el semanario “Zona”, sobre Daniel’s Show, uno de los más antiguos sitios de striptease en Bogotá.

Sylvia Duzán / texto publicado en 1986
26 de febrero de 2020 - 05:06 p. m.
Ejemplar del semanario “Zona” del 11 de agosto de 1986 con el artículo de Sylvia Duzán. Nelson Sierra
Ejemplar del semanario “Zona” del 11 de agosto de 1986 con el artículo de Sylvia Duzán. Nelson Sierra

“Dicen que eso de desnudarse las mujeres es abusivo. Que el recato más grande de ellas es no mostrar sus partes íntimas. Pero resulta que todas las mujeres quieren mostrarse igual. Todas las blancas, las negras, las flacas, las bonitas y las feas. Van a la piscina, al mar y la tanga cada año es más chiquita. Más chiquita. Con el fin de mostrar. Las mujeres saben que tienen encantos, ¿no? Y el striptease es una faceta de ver a la mujer en todo su esplendor. Es admirarla. Nosotros creemos que la mujer es el animal perfecto y el striptease es para admirar ese animal”.

A las diez de la noche las calles que dominan la plaza de las Nieves descansan del agite diurno. Muchos trabajadores ven el doble eterno de Purple Rain y Mad Max III en el Lux. Por la novena llena de residencias baratas, unas prostitutas pasean con una faldita en la mano. De un letrero en script a la altura de la 20, se eleva la melodía almibarada que hizo famosos a los negros alemanes de Boney M: “By the rivers of Babylon, there we sat down”… Una mujer sin rostro se para del tocador enclenque de Daniels… “Yeah… Wept when we remembered Zion”... Por una escalera enroscada, bordeada por el pasaje de cuadros de mujeres en pelota, suba al striptease show.

“Acá nos gustan pollitas. Tienen que ser de 18, 20, 22 años, 25 ya no. Deben ser agraciadas. A la gente le gustan mucho los senos, no importa que no sepan bailar. Los dientes sí tienen que estar buenos. Una muchacha que esté mal dentada nunca puede abrir la boca, ¿sí? No puede sonreír, ¿no? Yo he tenido dos muchachas bonitas, serias, que no gustan. Otras feítas, bien feítas, que son las que más ganan. Por ahí hay una muchacha que se llama Marina. Le enseñaron a hacer el número seno y pone una cara toda seria y la gente no la aplaude, no”.

De una cortina pesada, al viejo estilo de antes, sale María Inés. El público distribuido entre mesitas de madera torcidas, a media luz, es escaso. Ingenieros, estudiantes de sexto bachillerato, vendedores de dulces, médicos, oficinistas en receso. Todos, seres masificados, iguales, curiosos, que quieren ver al animal perfecto que es la mujer, hombres con esposas feas y madres regañonas que están programados para ver una que otra obscenidad.

“Hay unas que lo hacen con rock, con slow, con música colombiana. Las mujeres son para que hagan el show o se sienten aquí con los señores. Que se tomen un trago con ellos. Ellas tienen un sistema de fichas que ganan por trago consumido por el señor de turno. Claro que ninguna puede tomar para emborracharse. Si las invitan a tomar trago se les da un vino muy rebajadito, ¿sí?”.

Todos miran caminar la figura piernicorta realzada con tacones, una conga morada viste el cuerpo de María Inés. En la tarima esquinera resalta el televisor Sony a colores apagado que en los descansos muestra el séptimo arte del porno. Una bola de colores girando diferentes matices y luces al auditorio recubierto con pintura reflectiva de mala calidad. Escondida, mejorada. María Inés es en la mente de los hombres una extranjera preciosa. Sin celulitis ni estrías. De otro lugar.

“Cuando necesito una, riego la voz. Pero no es tan fácil, ¿sí? ¿No ve que muchas prefieren la prostitución al striptease? Sí, la prostitución es un acto más íntimo. Allá no pierden su pudor”.

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Concentrada, la expresión perdida en algún hoyo carcomido por las polillas, la vejez, María Inés ondula furiosamente la pelvis. Aumentando con rapidez el compás. Su cuerpo coge un camino diferente al de la mente e invita sin seducir. “Now how shall we sing the lord song in a stranger land”. La conga cae al piso a destiempo y la estriptisera queda en calzones y brassier.

“Muchas de ellas ya han ido al extranjero. La Mami Rosa, que tiene una casa en la carrera quinta, en un edificio, las manda. Ella vive de eso y vive muy bien. Les cobra el 10 % por mandarlas a Italia, Honduras, Guatemala y Panamá. A mí me gusta que hagan el número pensando muy bien lo que hacen. No salir con la cabeza vacía. La que veo así la liquido, ¿no? La que llega a pedirme trabajo tiene que venir preparada. Novata no, me toca enseñarles y eso no me gusta. Y si me llega a decir cuánto paga, no la contrato. Esa muchacha está pensando en su paga y yo quiero gente que trabaje bonito. La que trabaje bonito tiene harta paga. Unas van desde 500 hasta 1.000 pesos diarios por actuación. Las malitas son así de 500 y tienen derecho a dos shows diarios. Nunca tres. Las buenas son de 800, 1.000 pesos y posiblemente tres shows”.

María Inés voltea su cuerpo en dirección a la cortina de plástico bañada en dorado. Babilonia es un nombre lleno de magia, símbolo de la vieja torre de Babel. Un rápido movimiento muestra sus senos pequeños, como pelotas lánguidas, moviéndose de arriba a abajo como un colador. Se toca los senos como una leve caricia que no llega, va de mesa en mesa y cae la cortina de ilusión: ella es ajada, sus poros abiertos exudan algo parecido a la base gruesa, huele a talco Pond’s.

“No pueden tener ninguna, pero ninguna cicatriz. Con una bobada que una muchacha Yesenia tenía en el brazo, una tontería que se hizo con una cerca, no pudo seguir más. Así pasa con los hijos, que muchas tienen por soledad. Todas quieren tenerlos. Pero como todas van a la Hortúa al parto de caridad, allá te van a atender los practicantes y el practicante, cuando ve una mujer para dar a luz, hace cesárea. Esa muchacha por cesárea se acabó ya. Perdió su profesión”.

Con las piernas abiertas, María Inés le da la cola al público. Apoyada en uno de esos asientos que abundan en el pasaje Rivas, un extremo de su tanga revienta, viene un masaje en la ingle en señal tímida de masturbación.

“Es que ahora el striptease es así. El striptease es el arte de desnudarse y la gente no quiere eso. Vea, como yo era artista, yo le copié a Rambal el número del agua. Eso fue por 1962. Me acuerdo que la muchacha se situaba entre el agua y le salían burbujas, se desnudaba entre el agua y tenía una gasa bien puesta. En otro número puse un poco de hielo seco y la bruma subía un metro. Tapaba todo y no se veía nada. ¡Qué lindo! El otro era la maja desnuda de Goya. Ponía la maja vestida primero y con un truco muy bien logrado se desvestía. Compraba un vestido de novia y para hacerlo más cómico le metía tipo y todo. Sacaba a la novia de frente, con el novio, ¿no? Llegaban a donde el público, hacían la venia y se volteaban y la parte de atrás ya no existía”.

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María Inés sin tanga. Su cintura se mueve con obstinación y repentinamente su pelo negro aparece por el espacio interior. Todos creen ver los pelos del pubis a contraluz.

“Es que yo llevo tiempos en esto. ¡Uh! En el 75 me inventé el número de la moto. Tenía un amigo con moto. Le dije a Pablo que si la subía al escenario, ¿sí? Yo tenía una pelada muy buena, pero ya no servía más. Se llamaba Estela. Ella era muy buena. Muy buena, pero los años pasan. La pelada se subió encima de la moto y hacia una cantidad de cosas, ¡uy! Le poníamos un disco sexidanza que allí lo tengo nuevecito. Ponía los pies encima de las luces, se apagaban todas las luces... se veía muy lindo... como haciendo el amor con la moto. La cantidad de cosas exóticas que hizo Estela en la moto… La gente iba 4, 5, 20 veces a ver el número”.

María Inés baja de la tarima y se sienta encima de un señor. Él pone cara de conmigo no es la cosa... “By the rivers of Babylon, there we sat down”... Yo vengo al striptease a curiosear. Nadie acepta lo que le gusta en realidad. “Yeah... We wept when we remembered Zion”...

“ Yo pensaba que iba a gustar mucho. Pero no. La gente me esperaba a la salida para decirme que yo era un ladrón. Yo pagué aquí mis seis pesos para ver algo, pero ese humito que usted pone ahí... esa vieja ahí con ese vestido. Y la otra dentro del agua. Eso no. ¿Esa agüita de dónde la sacó? Quítese todo el vestido. Quítese todo, gritaban. Yo sacaba a las chinas con bikini, zapatos, harta cosita, y demoraba mucho en el desnudo y la gente protestaba. No más, no más, ¡ladrón! Tuve que abolir las boas de plumitas que no dejaban ver nada. Y mire, como pueda levante la patica, ¿sí? Agáchese suavemente, ¿sí?

“Si yo he tenido plata, sostengo el sistema, pero es que la entrada se bajaba tanto que… Pónganlas todas ahí que levanten un poquito la pata, ¿sí? Y el espectáculo se degeneró”.

La estriptisera vuelve a la tarima y hace la venia final. El disco de Babylon ya no suena. Florecen las voces, los ecos, los suspiros y, de pronto, el deseo.

Unos aplauden porque toca. Han tenido su ratito de esparcimiento, de olvido, y no todos “somos tan obscenos y hemos saciado la curiosidad”. Los más desenfadados salen de ese escenario desolado en dirección al aire frío de Bogotá y unos pocos se quedan viendo el cine porno sueco. Esperando que María Inés se devuelva a su tocador a ponerse un vestido cómodo y gaste las fichas con ellos. Que haga buena cara y ojalá transponga la imperceptible línea que separa al striptease de la prostitución.

Por Sylvia Duzán / texto publicado en 1986

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