El Magazín Cultural

Bogotá 39, a manteles

Los autores menores de 39 años seleccionados por el Hay Festival debatieron en Cartagena sobre diversos puntos de la literatura y la sociedad en el siglo XXI. Esta crónica, de uno de los invitados, recoge parte de lo ocurrido.

Daniel Ferreira
09 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.
Las escritoras seleccionadas en el Bogotá 39, durante su estadía en Cartagena. / Cortesía
Las escritoras seleccionadas en el Bogotá 39, durante su estadía en Cartagena. / Cortesía

Llegué a Cartagena en las mesas de discusión con otros autores que hacían parte de Bogotá 39-2017, la antología de autores menores de 39 de toda América Latina destacados por Hay Festival. Por lo mismo había estado antes en Medellín en otra mesa y finalizaría el viaje en Bogotá con una visita a la hacienda Yerbabuena del Instituto Caro y Cuervo y una conversación en la librería Casa Tomada de Bogotá. En cada mesa había al menos cuatro países reunidos. Es decir: cuatro tonos de voz, cuatro culturas de fondo, múltiples visiones del mundo, y muchas formas de hacer literatura. Por lo demás sólo éramos un grupo de autores escasamente conocidos en Colombia participando en un festival de literatura de verdaderos consagrados, y reunidos para hablar de nuevos activismos, literatura hecha por mujeres, literatura sobre violencia, paradojas sobre el oficio de escribir, al final de las cuales podría tenerse una especie de estado del arte (parcial) de la literatura que se está haciendo en el continente y el Caribe en lo actual. Hace 10 años la misma convocatoria ayudó a promover las obras de algunos autores que estarían en las referencias del mapa literario en nuestra lengua: Pedro Mairal, Guadalupe Nettel, Gabriela Alemán, Andrés Neuman son autores que propiciaron libros que están en la estantería de lecturas primordiales de tantos de nosotros, lectores y escritores.

Trabajaba en 2007 como celador del auditorio principal José Asunción Silva en la Feria del Libro de Bogotá cuando anunciaron el primer listado Bogotá 39-2007. Entonces vi subir al estrado a algunos de los seleccionados y el perfil en video de los restantes. En el recinto estaban presentes los editores-fundadores de Anagrama y de Acantilado en nombre de los seleccionados que ya figuraban en sus catálogos. El auditorio estaba lleno y flotaba en el aire un entusiasmo editorial con el despliegue en prensa. Si los inéditos mirábamos con la boca hecha agua desde la barrera, muchos autores que tenían la edad y obra publicada se morían de física envidia por no haber quedado en el listado. En diez años hubo muchos otros autores que se destacaron sin haber sido incluidos. Para entonces las animadversiones que acarreó esa primera selección llegaron al punto de no retorno una noche en una fiesta en casa de Marianne Ponsford.

Al final de la fiesta uno de los seleccionados, Álvaro Enrigue, cerró con un puñetazo en la cara la habladuría que uno de los autores colombianos no seleccionados había entablado en público y en privado. El autor había paseado su animadversión como cola de plumas durante la noche de la fiesta yendo a cada rincón de la casa para cuestionarlos por la espalda. El punto culminante en 2017 sería esta vez el desafío a puños entre el escritor católico-conservador Juan Esteban Costaín versus el mexicano Emiliano Monge cuando en plena mesa sobre nuevos activismos el primero respondió a la provocación de la pregunta de la moderadora “si el escritor no es político, entonces ¿no tiene importancia?” con: “Soy tan liberal que soy conservador: estoy contra el aborto y a favor del matrimonio homosexual”, y Monge, con su voz entrenada en canciones de Antonio Aguilar, reviró: “¿Activismo político o de qué hablamos? Lo que es más notorio hoy es el ausentismo político de los autores”, a lo que siguió un contrapunto entre el activismo a pesar de su autor y el activismo cuando la literatura es resistencia y refugio ante la infamia, luego el catolicismo de Chesterton se presentó como conciencia política y se exoneró a los libros del compromiso político pero no a los autores.

El antiactivismo de Mauro Javier Cárdenas y la hipocresía social de las violencias que no se denuncian, como el abuso infantil y la violencia de género (señaladas por Mónica Ojeda), suavizaron la discusión y dejaron sin piso el tema de la mesa (y el pasado de una literatura ecuatoriana que había transitado por la línea supuestamente peligrosa de la literatura y el panfleto). El tema de esta mesa consistía en avivar (actualizar) una vieja discusión: donde antes estaba la palabra “compromiso”, ahora aparecía “activismo”, y nadie estaba dispuesto a tomárselo en serio.

En otra de las mesas a las que asistí, como espectador, “Escribir en la era de los desastres”, no hubo discusiones morales, pero sí posturas éticas: “No se escribe para salir de la tragedia. Escribimos para tratar de entender las preguntas que nos hacemos” (Valeria Luiselli, México). “Uruguay no tiene desastres, pero hay otro tipo de desastres silenciosos. ¿Cuál es la salud de un país donde los desastres son unipersonales?” (Valentín Trujillo, Uruguay). “El periodismo puede reducir la caja de la realidad cubana” (Carlos Manuel Álvarez, Cuba). “Somos un país de desastres, podemos rastrearlos en el pasado: un terremoto puede abrir la tierra, pero no puede mover un centímetro del mapa social del país” (Eduardo Plaza, Chile). Y a la pregunta sobre cuál tragedia se debería escribir más, respondieron “las tragedias humanas”, “pero sin añadir más basura al mundo”. “El escritor hace lo que puede: hacen falta más médicos, pero no más escritores”. Otras mesas a las que asistí parecían menos de este mundo, o sus autores parecían provenir de otro planeta distinto a la América Latina. Claudia Ulloa habló de un país donde cae nieve nueve meses por año y donde ella mantiene vivo el Perú en sus relatos y en el sincretismo culinario, un país donde hay un sindicato de escritores que vela por la política pública, el bienestar y las discusiones sociales y puedes pertenecer al sindicato aunque no publiques en su lengua, el noruego.

Laia Jufresa asumió que su protesta contra la barbarie era eludir la barbarie de su obra porque abstenerse era también una decisión política. Mauro Javier Cárdenas observó las paradojas de cómo sobrevivía la sintaxis de una lengua materna en una lengua contaminante de llegada como el inglés a pesar del aculturalismo voluntario del que escribe en Estados Unidos. En otras mesas se asumió que el tratamiento diferencial de la literatura era también literatura. Entonces campearon las paradojas y posturas hipercorrectas: podías no asistir a Francia como protesta por la exclusión de una mayoría de escritores mujeres de tu país de un listado, pero sí asistir a otro donde la ausencia de escritoras de tu país era total. La hipercorrección seguía eludiendo el hecho de que la exclusión no proviene de un orden patriarcal sino de un sistema de clases. Por suerte, el festival entero hervía en paradojas (Rieff contra la memoria), hipercorrecciones políticas (¿por qué fracasa Colombia?) y discusiones de época (posverdad, veganismo, nuevos nacionalismos).

Mientras los escritores menos conocidos vivíamos lo que el dominicano Frank Báez llamó “El cielo de Meryl Streep” (“nos reciben puntuales, nos llevan a comer, luego a dormir”, como en el film El cielo próximamente) al final estaríamos en el purgatorio de Elizabeth Costello, el personaje femenino al que ha regresado Coetzee en su libro más reciente, y quien al entrar al purgatorio debe responder en el formulario de la expurgación a la pregunta “¿En qué cree?”, y al no poder responder se queda allí secula seculorum. Salman Rushdie paseaba con una dama despampanante negando autógrafos mientras Coetzee paseaba su celebridad silenciosa por las calles de Cartagena. Frank Báez se le atravesó a Coetzee con un libro en la mano para que se lo firmara. Coetzee preguntó por su nombre a lo que Báez respondió: “Frank, como Frank Sinatra”, y se lo firmó.

En el Centro de Convenciones de Cartagena, donde un año antes se refrendó el Acuerdo de Paz entre el Gobierno de Colombia y las Farc, el premio nobel sudafricano leyó uno de sus cuentos morales ante un auditorio de 3.000 personas sumidas en el silencio ceremonioso de ese autor que jamás improvisa. Mientras oía la historia de aquella mujer asediada por un perro iba pensando en las charlas informales de esos cinco días de cocteles, desvelos, almuerzos y desayunos colectivos. Lo que deducía de las 3.000 personas allí reunidas en contraste con las 40 que hubo en el Fondo de Cultura Económica cuando el mismo autor hizo lo propio cuatro años atrás, es que nadie está esperando por tu obra. Hay 150.000 personas en este país que son como tú, que tienen un momento para escuchar el silencio y para leer libros, pero esas subjetividades desconocen quién es la otra. Hay todas las obras de todos los temas en una librería o en una feria. Nadie busca lo tuyo. El único camino es singularizarse, tener algo especial que las demás obras no tienen. Los editores están a la caza de la juventud. Pero saben que la genialidad de la juventud es relativa, y por eso hay que renovar las generaciones. Es la sorpresa que tuvo Pilar Quintana, miembro del primer Bogotá 39, cuando se enteró de la nueva selección. Enseguida llamó a Gabriela Alemán y a Antonio García para quejarse: “No es posible, sólo han pasado diez años y ya nos buscaron reemplazo”. Pero ellos ya habían hecho el camino de ida y vuelta y conocían el resultado.

El resultado es que el grupo sirve para promoverse. Como la mayoría son estudiantes de doctorado en literatura, eso garantiza futuras invitaciones a congresos. Es decir que Bogotá 39 sirve para promover la obra, para reencontrarse en otros escenarios, pero no para mejorar la literatura. Luciana Sousa se mostró sorprendida de encontrarse en el grupo: “A mí nadie me recomendó: publiqué en la editorial más pequeña de Argentina una novela sobre un negro que aparece en La Pampa y lo secuestran y al jurado le gustó”. Para Mariana Torres, que se define como brasileño-argentino-española, el último desayuno es el que nos devolvía a la tristeza de la realidad: el viaje había sido una serie de momentos y sensaciones nada más, el camino individual seguía, pero ahora con más compañía. Para Damián González de Argentina, aquí comenzaban las amistades del futuro. Para Sergio Gutiérrez, estábamos en una reunión de extraños con manías en común. Más o menos así nos sentíamos todos en esas conversaciones improvisadas.

La más extraña la tuve la mañana en que Daniel Mordzinski haría la fotografía del grupo en la bahía. Esa mañana había visto a una mujer convertida en bandera. La camiseta playera que llevaba la extranjera tenía un escrito estampado en el pecho: “No soy turista, soy viajera”. La mujer caminaba por un callejón de Cartagena, entre incontables turistas. Comenté a Juan Manuel Robles y a Giuseppe Caputo la curiosa distinción en ese desayuno. Ellos tenían la experiencia de muchos viajes y de ser extranjeros. Uno de los viajes que habían hecho tenía un propósito definido: estudiar en Estados Unidos. Para Caputo, la advertencia estampada en la camiseta tenía que ver con el objetivo del viaje: el viaje por el viaje era turismo. Para Robles, el mensaje de la camiseta tenía que ver con los prejuicios que se alzaban en el mundo contra el turismo y la perplejidad de los locales frente a la invasión de las langostas de enero. El compañero de Caputo acertó con un comentario que pasó como un dardo: si compraban, eran turistas; si no compraban (y muchos extranjeros hacían viajes de placer a la costa norte de Colombia, donde no dejaban nada al comercio local) eran viajeros. Aparentemente, parecía una observación arbitraria. Viajero es quien viaja y consume el mínimo. No es necesario que tenga un propósito su viaje, ni una meta. Lo que me preguntaba desde entonces era si nosotros, invitados a un evento de literatura en Cartagena, extranjeros y nacionales entremezclados, éramos viajeros o éramos turistas. Ya en una espera de cinco horas de aeropuerto, leí completo el libro de cuentos Hermano Ciervo del chileno que no pudo asistir, Juan Pablo Roncone, y sentí que aquella mirada del otro como un ser extraño y familiar al mismo tiempo dibujaba la fragilidad de todos los lazos entre personas. Cristian Romero con su sombrero y la afición por la ciencia ficción, Valentín Trujillo con sus parábolas del fútbol y la épica de cruzar los Andes, Lola Copacabana detrás de sus lentes sesenteros y la retórica minuciosa de su escritura, Samizdat, Carlos Fonseca y sus observaciones literarias agudas en un canal privado al que menos le interesaba la cultura que la sohotización de la literatura. Éramos casi eso: hermanos ciervos reunidos en una serie de almuerzos donde empieza a ser visible aquello que queremos que sea invisible.

Por Daniel Ferreira

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