El Magazín Cultural

Chapoleras, ¿en vía de extinción?

Entre los años 70 y 90, cuando la economía colombiana era fuerte gracias al café, las mujeres que se dedicaban a su recolección configuraban cerca del 50 % de la mano de obra. Hoy es extraño verlas en las plantaciones. Son más bien un recuerdo nostálgico de un país que no estuvo preparado para el cambio.

Joseph Casañas
24 de junio de 2019 - 01:30 a. m.
Manuela Gallego, una chapolera millennial, con tatuajes en los antebrazos y amante del rock y el jazz, y quien desde los 13 años está vinculada con el trabajo en el campo. / Paolo Ávila
Manuela Gallego, una chapolera millennial, con tatuajes en los antebrazos y amante del rock y el jazz, y quien desde los 13 años está vinculada con el trabajo en el campo. / Paolo Ávila

Un hombre de bigotes, sombrero, poncho y una mula que siempre lo acompaña, es desde hace sesenta años, la imagen de una marca que identifica al café de Colombia en el mundo. Es, tal vez, uno de los colombianos más conocidos en todo el globo. Por aquellas cosas de la mercadotecnia, esa imagen ha dejado de lado la figura de las chapoleras, mujeres que durante décadas han trabajado hombro a hombro con los hombres recolectores de café.

La crisis por la que atraviesa el sector, sumada a las exigencias de una sociedad que posa de ser más inclusiva, ha motivado la creación de nuevos imaginarios culturales. Es el caso de Manuela Gallego, la antítesis de Juan Valdez: una chapolera millennial. Una joven de 23 años con tatuajes en los antebrazos y amante del rock y el jazz que desde los 13 años está vinculada con el trabajo en el campo.

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Sería lindo escribir que Manuela aún vive de la recolección de café; sería lindo decir que pasa sus mañanas entre cafetos, el rocío y la tierra; sería lindo decir que tuvo que cancelar esta entrevista para poder tostar el café. Nada de eso. Aunque durante sus primeros años de vida acompañó a su papá a trabajar la tierra, hace un par de años se vio obligada a diversificar sus actividades. La recolección la hacía feliz, pero no le daba el dinero suficiente para vivir. No es un problema de Manuela, es una de las tantas razones de la crisis cafetera. “Los campos se están quedando sin gente joven para trabajar”, dice.

“Ojalá que llueva café en el campo” ya no es solo el coro de una canción; es un pedido, un anhelo, un recuerdo, una necesidad. Hablemos de un año que no es cualquiera: 1994. Ese año Colombia exportó, según la Federación Nacional de Cafeteros, US$12.178 millones en café. El año pasado se exportaron solo US$2.639 millones. En 24 años, el país dejó de ganar US$9.539 millones por exportación de este producto.

En los años 90 aún se bebían las últimas mieles de más de tres décadas de bonanza cafetera, en las que el grano se consolidó como el producto insignia de Colombia en el mundo. Llegó a representar casi el 80 % de la exportación nacional. El café era la joya de la corona. En los años 90 el Gobierno hacía esfuerzos para impedir que los cambios en la política internacional afectaran la economía cafetera, pero no fue suficiente. Después de tres décadas de un mercado regulado, los países compradores del grano presionaron para que imperara la ley de oferta y demanda, pero Colombia no estaba preparada para ese combate y sigue sin estarlo.

En 1994, un año que no es cualquiera, RCN salió al aire con la telenovela Café con aroma de mujer. Más allá de ser una novela que contó una historia de amor entre la pobre y el millonario, la producción —que escribió Fernando Gaitán y dirigió Pepe Sánchez— fue un esfuerzo por contar un país en vía de extinción; un país que vivía de la producción de café y del trabajo de sus cafeteros. Por primera vez se mostró en televisión nacional cómo se recolectaba el grano, cómo vivían los recolectores, cómo era el proceso de producción y cómo el café hizo más ricos a un grupo de empresarios y más pobres a un grupo de trabajadores. En realidad, y muy en el fondo, la novela no tenía mucho de romántico.

“La niña Mencha”, le decían hasta ese año que no es cualquiera; “Gaviota”, la conocen desde entonces. Margarita Rosa de Francisco es el nombre de la actriz que hizo el papel de una mujer libre y salvaje que recorría las plantaciones de café cantando mientras recolectaba el grano.

La chapolera alcanzó hasta 55 puntos de rating. Hoy una producción con buenas cifras llega máximo a los 15 puntos. De ese país cafetero que mostró la novela poco queda. La ecuación es sencilla: sin café no hay chapoleras y hoy, como los recolectores, están en vía de extinción.

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“Más allá de la estructura de precios, hoy el problema más grave de la crisis cafetera es el del cambio generacional. Los jóvenes no quieren dedicarse a las labores del campo; no los motivan. Mientras Colombia no tenga una agroindustria y se logre posicionar el campo como un negocio atractivo, ningún joven va a querer quedarse”, dice Jorge Eduardo Ospina Giraldo, caficultor de Chinchiná, Caldas.

La Gaviota, la finca en la que trabaja y vive Ospina Giraldo, huele a tierra húmeda, a campo, a café tostado. Por allá, al fondo, ladra un perro, más cerca se escucha corretear a un par de gallinas y por ahí se ve a un grupo de gatos juguetones.

Miguel Burgos Molina, mayordomo de La Gaviota, lleva cerca de cinco décadas trabajando en el campo. Sus manos no lo dejan mentir: son grandes, ásperas, con la palma ancha y los dedos muy largos. Es como si estuvieran genéticamente codificadas para el trabajo duro; para resistir al fuego, a la lluvia, al vapor, al frío, al tiempo. Sobre esas manos, hace quién sabe cuánto tiempo, se levantó una capa natural protectora, la misma tiende a pulverizarse, por eso, parece que Burgos se echara polvos blancos todos los días. Mientras habla, usa el rastrillo. Es la hora de poner a secar el café.

“La juventud de hoy en día no quiere estar en el campo. Eso es muy grave. Los muchachos quieren echar pa’ la ciudad. No entiendo a qué. Allá hay mucho desempleo. En el campo siempre hay cosas qué hacer, lo que pasa es que hoy en día no los enseñan a trabajar la tierra y el campo es sagrado”.

Se quita el sombrero, saca un trapo blanco del bolsillo trasero de un jean que alguna vez fue azul, se seca el sudor y sigue distribuyendo el café que recogió en el jornal de las cinco de la madrugada. “Hace treinta años en esta finca había 450 hombres recogiendo café. Ahora lo recolectamos entre cien”. En temporada de cosecha, los recolectores se pueden hacer a un suelo de al menos $1 millón semanalmente. Dicha temporada solo llega una vez el año. El resto del tiempo los salarios son malos. Con dificultades, los recolectores alcanzan el salario mínimo.

El mundo de la recolección enfrenta un problema del que poco se habla. “Algunos están convirtiendo los alimentaderos de los trabajadores en ollas de drogadicción. Esto hay que atenderlo como un tema de salud pública, no como un tema de policía, como en muchos municipios en los que persiguen al recolector como si fuera un delincuente”, finaliza Jorge Eduardo Ospina Giraldo.

Por Joseph Casañas

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