El Magazín Cultural

Cuando las musas llaman por teléfono

La amistad entre Hubert de Givenchy y Audrey Hepburn será recordada como una de las más sólidas de la historia del cine y la alta costura. El diseñador francés, que falleció el sábado 10 de marzo a los 91 años, llegó a decir que Hepburn fue su amor platónico.

SORAYDA PEGUERO ISAAC
15 de marzo de 2018 - 02:00 a. m.
La Che
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Hubert de Givenchy recibe una llamada telefónica de la señorita Hepburn. Está en París. Quiere verlo. Desea pedirle una colaboración para su próxima película. Givenchy la espera sin poder ocultar su agitación. Se trata de la señorita Hepburn. La gran estrella de Hollywood. Pero cuando la ve ante él, parada en la puerta de su taller de costura, se le contraen todos los músculos de la cara. No se parece en nada a Katherine Hepburn. Es muy delgada, tiene el cuello más largo que ha visto en su vida y está vestida como un gondolero de Venezia. Parece un muchacho, un adolescente de rasgos exquisitos.

Givenchy no acepta la propuesta de Audrey Hepburn. Dice que tiene mucho trabajo y que no puede vestirla para su papel en Sabrina, la película que está a punto de rodar. Hepburn lo sorprende invitándolo a cenar en un restaurante de la Rue Grenelle. No es una actriz muy conocida en Europa, pero puede decir que Hollywood la ha besado en los labios. El director de cine William Wyler, Colette, la conocida escritora francesa, y el actor Gregory Peck han hablado de la fascinación que sienten por ella. “Es absolutamente encantadora”, dice Wyler.

Antes de que terminen los postres, Givenchy estará dispuesto a complacerla en todo lo que le pida. Volverán al taller que el diseñador tiene en París desde hace un año, donde la actriz se probará algunos diseños de su próxima colección. Él la mirará cautivado, desde sus seis pies de altura, con sus modales refinados y su porte de joven aristócrata. Ella lo mira siempre levantando la barbilla.

A menudo se los veía juntos: en una recepción de Unicef, en un set de rodaje, en una cena en el palacio de Buckingham o paseando por la orilla del Sena. Él era su confidente. Ella era su cómplice, su musa. Hepburn vistió diseños de Givenchy en sus películas más emblemáticas —Una cara con Ángel, Cómo robar un millón de dólares, Charada, Desayuno con diamantes— y en ocasiones importantes de su vida: su boda con el actor Mel Ferrer, la que tuvo después con el psiquiatra italiano Andrea Dotti y cuando recibió un Óscar por su papel en Vacaciones en Roma. El diseñador francés, que también vistió a Grace Kelly, Liz Taylor, Jackie Kennedy y Marlene Dietrich, decía que cuando creaba sus diseños tenía a Hepburn en su cabeza. “Ella cambió mi manera de diseñar y de ver mi profesión”, dijo en 2016.

Givenchy y Hepburn compartían la filosofía del “menos es más”. Coincidían en sus gustos por la moda atemporal, por los tejidos de calidad y los diseños de líneas simples. El modisto francés decía que se nace con “cierto tipo de elegancia”, una manera de ser y de estar que es inherente al carácter. Givenchy reconoció esa elegancia en Hepburn el primer día que la vio. El estilo que los dos construyeron, y que marcaría un hito en la historia de Hollywood, partió de un reconocimiento mutuo. Sean Ferrer, el hijo mayor de la actriz, escribió: “Hubert de Givenchy se había convertido no sólo en el proveedor de la envoltura exterior, sino en el arquetipo de lo que debía ser un hombre. ‘Ser un caballero (gentleman) significa, como indica la palabra, que primero se debe ser un hombre cortés (a gentle man)’, nos enseñó mi madre. Y él era eso. Juntos crearon la imagen de mi madre, la exteriorización de su estilo”.

Se acercaba el invierno de 1992. Hepburn recibió una visita de Givenchy en La Paisible, su casa en el pueblo de Tolochenaz, en Suiza. La actriz tenía 63 años. Estaba tendida en su cama, visiblemente debilitada por el cáncer abdominal que le habían diagnosticado. Señaló tres abrigos de invierno que tenía en su habitación. Le dijo a Givenchy que escogiera uno. El diseñador eligió un abrigo de color azul. Ella se aferró al abrigo, lo estrechó con fuerza entre sus brazos. Luego se lo ofreció a Givenchy. Le dijo que debía usarlo cada vez que se sintiera solo. Cada vez que se sintiera triste. Porque, de algún modo, sería como si ella misma lo abrazara.

Givenchy regresó a su casa recordando los comienzos de aquella amistad. París. 1953. Una llamada. Sabrina. La otra señorita Hepburn. Un animal delicado que lo invitaba a cenar. Tres meses después, en uno de esos días “raros” que vinieron tras la muerte de Audrey, pensó que había sido un hombre afortunado. Había tenido un privilegio del que pocos artistas podían alardear. Su musa lo llamaba por teléfono cada mañana.

sorayda.peguero@gmail.com

Por SORAYDA PEGUERO ISAAC

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