El Magazín Cultural

De una luna y un jardín

“Anochecer” (Fundación Fahrenheit 451) es el primer libro de Diana Marcela Molano Fajardo. En total son 114 poemas que fueron seleccionados entre más de 500. La naturaleza, la soledad, el amor y el silencio son temas recurrentes en su antología.

Andrés Osorio Guillott
14 de julio de 2019 - 01:00 a. m.
Diana Marcela Molano Fajardo, quien nació el 19 de septiembre de 1988 en Bogotá, con su libro, "Anochecer" / Óscar Pérez
Diana Marcela Molano Fajardo, quien nació el 19 de septiembre de 1988 en Bogotá, con su libro, "Anochecer" / Óscar Pérez

Todo empezó con Sueños: “Soñé que estaba en el pasto descalza, / caminando oía el sonido más hermoso. / La naturaleza y la fauna, el viento. / Respiraba y también escuchaba el río. / Mientras el pájaro cantaba, las rosas se levantaban, / y las lluvias como el hielo que suena. / Respiraba el aire y tu alma que se eleva como el viento / sobre el mar, la arena y los sonidos más suaves. / Es la naturaleza que suena, llueve la flor, se crece para la vida. / Las plantas crecían, oía todo lo que se escuchaba; la flora y la fauna”.

Ese es el primer poema que escribió Diana Marcela Molano Fajardo. Lo recuerda con orgullo y con seguridad. Su memoria no tambalea cuando se trata de hablar de su poesía, de esa que nace en el jardín de su casa, en el amor de sus padres, en las noches del silencio que en ocasiones ama y en ocasiones rechaza con canciones de Monsieur Periné o Shakira.

“Las montañas son tan grandes como mi alma. / El cielo, azul como mis ojos azules. / El pasto es verde como el color de tus ojos, / los árboles son los cuerpos de los hombres. Esa naturaleza me enamora”.

Esa naturaleza es Diana Molano, ella son las lágrimas del cielo, el amor de los aires, la luz radiante del Sol y la luz leal de la Luna.

Al encuentro llegó en compañía de su madre, la señora Martha Fajardo, y del editor de Anochecer, Mauricio Díaz. Bajo su chaqueta de cuero llevaba una camisa negra con rosas rojas. Le pregunté sobre su gusto por las rosas, me dijo que el cuerpo de la mujer era eso: una rosa. Y sonrió, como lo hizo con cada respuesta que dio, con cada recuerdo y con cada confesión sobre los poemas que le escribe a su mamá, sobre su amistad con la Luna y sobre cómo escribe en sus cuadernos hasta las dos o tres de la mañana.

Su mamá, Martha Fajardo, cuenta que su papá pudo influir en la cercanía de su hija con la poesía, pues a él le gusta leer tanto como a ella. Con un gabán de color azul oscuro y una imagen de orgullo por la obra que Diana está logrando, Martha cuenta también que el jardín que tienen en la casa en la que habitan hace más de seis años, que se puede observar desde la ventana de la habitación de su hija, está habitado por musas que han hecho proliferar la poesía en su hogar.

Anochecer, la antología poética de Diana Molano, es el primer libro que surge del proyecto “El Despertar”, organizado por la Fundación Fahrenheit 451. Esta iniciativa, creada en el 2010, consiste en un modelo inclusivo de educación en el que se dictan talleres de poesía y cuento para jóvenes y adultos con discapacidades cognitivas: síndrome de Down, autismo, asperger y demás retardos leves y medios. El nombre del libro hace honor justamente a ese momento del día en el que la autora se sienta a escribir, con una disciplina incorruptible e innegociable, pues su voluntad y compromiso con la escritura han llegado a tal punto que hace tres meses le diagnosticaron bursitis, una inflamación de las bursas (sacos pequeños que evitan la fricción entre las partes móviles en las articulaciones). Esa inflamación de la que estuvo sufriendo en el brazo derecho se debió, justamente, al hábito de escribir a mano.

Como lectora, Molano confiesa que le gusta leer a Mario Benedetti, Guillaume Apollinaire, Jairo Aníbal Niño, Porfirio Barba Jacob y Pablo Neruda, y sobre este último recuerda a tientas: “Puedo leer los versos más tristes”, del libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada.

Mauricio Díaz, quien ha sido el amigo, el faro y el editor de los versos de Diana Molano, cuenta que “Diana tiene unos temas recurrentes: la naturaleza quizás es el principal, de ahí van ligados el amor, el desamor, la soledad, la muerte, el silencio. Todos tienen que ver con el estado de ánimo de ella. Fue todo un reto cuando llegó doña Martha con los veinte cuadernos de Diana y fue la tarea de empezar a mirar. Había más de 500 poemas y desde ahí empezamos a mirar y a seleccionar los 114 poemas que están en Anochecer. Lo chistoso es que nosotros teníamos voluntarios que nos ayudaban a transcribir los poemas y Diana iba llegando con más cuadernos. Llegamos a un punto en que ella iba más rápido. Nosotros teníamos el proyecto ahí, pero estaba pausado. Ya fue el año pasado (2018), cuando dijimos que debíamos sacarlo y fue cuando empezamos con ese proceso”.

“La rosa es el cuerpo de la mujer; el agua es el cuerpo del hombre; la lluvia son sus propias lágrimas; con el Sol, al igual que con el silencio, tiene una relación de amor y odio, con el sol se siente alegre en los atardeceres, y la tristeza de no verlo desaparece cuando la Luna se asoma del otro lado del firmamento”.

“A veces, cuando estamos juntas con la Luna, yo le escribo que se quede un poquito más, que no se vaya, que no me deje. Le pido el favor que se quede a mi lado, pero ella se va, qué triste. ¿Por qué se va?”, decía, mientras nos fijábamos que en el cielo, entre algunas nubes que empezaban a oscurecerse, estaba la Luna en su fase de cuarto creciente.

“A Diana le ha gustado escribir siempre. Ella leía libros de historia y los transcribía. Con los talleres que dictaba la Fundación Fahrenheit empezó a escribir cosas diferentes. Hace como año y medio yo le comenté a Mauricio que tenía muchísimos cuadernos y que quería realizar unas notas para regalárselas a la familia en diciembre de aquel entonces. Es muy sorpresivo, porque yo la veía transcribir historias de la Primera y Segunda Guerra Mundial. Cuando empezaba a leer yo me preguntaba de dónde salía todo lo que ella estaba haciendo. Ella tiene mucho talento. Incluso María Lucía Fernández estuvo un día en la casa, ella le pidió a Diana que le escribiera un poema y sin problemas subieron a la habitación de mi hija y con papel y lápiz le regaló un escrito tan bonito”, relata Martha Fajardo, quien es la compañía más sagrada que tiene Diana, pues ha estado junto a ella en todo momento, desde aquella tarde en la biblioteca Julio Mario Santo Domingo en la que vio a varios jóvenes con síndrome de Down que participaban en los talleres de “El Despertar” impartidos por la Fundación Fahrenheit 451. Desde ese instante, Diana Molano estableció un vínculo con la Fundación que se fortalece con el ímpetu y la pasión por la escritura:

“Diana empezará a dictar talleres. Ella tiene muy claro que su proceso de inclusión laboral es la escritura. Este es su trabajo. Ella tiene su respectivo contrato. La idea es que ella pueda dictarles talleres a niños y jóvenes con discapacidad cognitiva, de manera que se puedan seguir rompiendo esos estigmas que hay sobre este tipo de enfermedades”.

Sus versos cargan magia y son todos reflejos de esa naturaleza que describe y que es un espejo de ella misma. Los finales de cada rima suenan letales, se leen como golpes que dictan una sentencia, que visibilizan nuestra precariedad y señalan las más altas pasiones que emergen de silencios y se mezclan en momentos de insoportable levedad del ser, como bien lo tituló Milan Kundera hace 35 años en la historia de Teresa y Tomás.

Diana Molano evoca en su poética y en su palabra hablada la nobleza extraviada en tiempos de competencia. Su sonrisa acaricia el lenguaje y hace eco en el sentido de sus oraciones. “Yo soy el amor. Y ese amor se lo debo a mis papás. El amor es lo que yo escribo a cada momento”, dijo, reafirmando que su compromiso con la vida se lo debe a quienes la han acompañado y a los sueños que le susurraron que la poesía es el camino y la huella, y que como lo dijo el poeta mexicano Jaime Sabines: “Para los condenados a muerte / y para los condenados a vida / no hay mejor estimulante que la Luna / en dosis precisas y controladas”.

Por Andrés Osorio Guillott

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