El Magazín Cultural

Distancias entre la academia y el periodismo

Que no haya pauta comercial, que no haya presupuesto para financiar, que los lectores sean esquivos es importante, pero no es lo único. Hay una problemática más aguda y sobre la cual no se ha querido girar el foco: el contenido. El periodismo cultural, vamos a decirlo sin ambages, ha lacerado la salud del libro. 

Jaír Villano / @VillanoJair
06 de septiembre de 2019 - 12:00 a. m.
Cortesía
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Hay atenuantes que permiten pensar que es comprensible. Por un lado, porque en Colombia, más que lectores hay público; y porque los periodistas de las redacciones están muy ocupados, muy apremiados, trasnochan mucho; en suma: no tienen tiempo para leer los libros indispensables, necesarios. 

Hay algo que pareciera que no se ha entendido: que la publicación de un libro no se celebra; se discute. Pues bien: para desarrollar dicha discusión son necesarias otras lecturas (profusas y heteróclitas), otros conocimientos; un acervo más amplio que aquel que ofrecen las crónicas y los artículos.

Usemos las palabras de un cuento de Borges: “La imprenta (…) ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios”. ¿Cuáles son esos textos innecesarios? He ahí una de las funciones de la crítica: diferenciar, clarificar, apartar el ruido del sonido.

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Es por eso que el crítico debe leer más -y escribir mejor-, que un escritor. Es obvio que para ello es necesario el tiempo que permita sumergirse en la lectura; y, así, alterar lo que impone el canon; descubrir autores marginados; hallar defectos históricamente desapercibidos. Una crítica no puede ser ofrecida por un periodista cuyas bases son los textos escritos por sus colegas, los libros sugeridos por un entrevistado (el bestseller de turno), el catálogo diseñado por las editoriales, ni siquiera el artista recién laureado.

Para hacer una crítica lacónica y rigurosa -desde los medios-, es necesario estar abastecido por panorámicas más amplias que aquellas que el sentido común, los mitos, las librerías de cadena y el todo poderoso mercado nos han infundado.

A mí se me hace que buena parte del problema es la forma como nos han vendido la lectura. Y no hablo aquí del trauma infantil y juvenil fomentado en los colegios; me refiero a la idea que tenemos por la lectura, por el lector, por los libros. La lectura es placer y divertimento, desde luego; pero también es rigor y disciplina. Ser lector es un oficio que demanda tiempo, soledad, sacrificio. Es un ejercicio que tiene sus horarios, sus momentos (todos los momentos), sus caprichos. Tan es así que Alfonso Reyes tiene una teoría sobre la clase de lectores (véase Categorías de lectura): los aficionados, los profesionales. De su fecunda analítica, una perla: “A veces se me ocurre que, sin cierto olvido de la utilidad, los libros no podrían ser preciados”.   

Con todo, hay una especie que puede desarrollar los debates con el respeto y la altura que el libro merece; me refiero a los colaboradores o freelance. Lamentablemente, para escribir sobre literatura en Colombia -para hacerlo con el compromiso que exigía Hernando Téllez-, es condición una suerte de terquedad y masoquismo: pues salvo que sean los tres o cuatro de siempre, ellos: los eruditos, hay que estar dispuesto a hacerlo a expensas de uno mismo.

A expensas del pago, si lo hay; a expensas de la reacción energúmena de los adeptos, que les molesta una consideración distinta y menos entusiasta sobre las obras de sus maestros; a expensas de los mismos colegas. Porque en Colombia no hay crítica, o no conocida. Pero sí hay algo más llamativo: crítica sobre la crítica. Que eso que sale en la prensa no hace honor al género, que se trata de resentimientos, que se replica lo sabido.  Es no más que alguien ose en revelar lo callado para que los estados de Facebook y Twitter revienten: “¿Y este quién es? ¿Ese apellido es un seudónimo?”.

Podría agregar a los profes de las facultades de literatura. Pero ellos están obstinados con sus revistas indexadas, sus puntos, sus ponencias, su CvLAC; y todo lo que genere prestigio académico y contribuya en la buena imagen de su facultad. En mi opinión, son estos docentes los que deberían incentivar este tipo de polémicas. Pero, claro, en la academia la percepción de la literatura es distinta (ojo: distinta, no ideal).

Y entonces toda la labor recae en periodistas que para evitar estas controversias -y desligarse de problemas que pueden salir caros-, prefieren ser condescendientes. Qué cuentos de crítica, qué cuentos de interrogación, qué cuentos de plumas de sellos desconocidos. Toda la razón le asiste a Gabriel Zaid: “El periodismo cultural se ha vuelto una extensión del periodismo de espectáculos”. 

Hace unas semanas, fui testigo de una situación iluminadora: buscaba Los demasiados libros, ensayos sobre la situación del libro en distintos escenarios, en la sección de crítica de la biblioteca. No lo encontré. Quiero decir, no ahí. Sí en cambio en el área destinada al periodismo. Lo cual me llevó a interrogarme por el significado de la crítica. O mejor: por lo que entienden los bibliotecarios, los académicos y la gente por la crítica.

Algo raro pasa cuando uno de los libros de ensayos más reconocido en México, y quizá en el mundo -pues ha sido traducido a variadísimos idiomas-, no hace parte de la sección teórica de la literatura. Algo raro acontece cuando se le considera periodismo.

¿Cómo explicar el divorcio entre la crítica literaria académica y la que se desarrolla en la prensa, entendiendo por ello suplementos culturales y revistas?  ¿Cómo concibe la academia la analítica estética que no hace parte del cientifismo indexado de sus publicaciones?

A veces sospecho que la pasión de los profes por la literatura padece un deterioro debido al sometimiento que implican todos los requerimientos para desarrollar un artículo o ese género tan magnífico que ha sufrido tantos infortunios: el ensayo.

El cúmulo de citas, la prosa fatigada, los tecnicismos, juegan en desmedro de sus sesudos análisis. Y por eso esas revistas se vuelven en un círculo vicioso, que gira y gravita en torno a sí mismos, a sus pares, a sus colegas. (Un axioma: ¡me citas, te cito!).

¿Quién lee esas revistas? ¿Para qué se hacen? A mí me genera suspicacias que el conocimiento que buscan generar esas publicaciones A1 estén tan alejadas de los lectores que las necesitan. Aún más: que sus genuinas exégesis no susciten respuestas, ni controversias. Nada.  Más bien se trata de un comité condescendiente y ávido por relevar el puntaje.

De cuando en cuando me cruzo con una de esas investigaciones agudas y finas sobre x o y materia, y me digo: qué mal que esto no llegue a los oídos de todos. El más reciente fue un ensayo de Miguel León Portilla, que hablaba de la tradición poética, la filosofía, y la interrogación por el dador de la vida del pueblo nahua en México. Literatura de 1510, lo que deja claro que antes de la conquista española había una inclinación por la creación literaria. ¿Por qué este tipo de información no está al alcance de los lectores más comunes? ¿Por qué los profesores de lengua castellana no nos hablaban de ello? 

Se cae en dos casos opuestos: por un lado, el de artículos cargados de densidad, que uno evita leer por fidelidad estética: para no desafinar el oído; y por el otro, de análisis muy buenos, pero que se quedan en la revisión de unos pocos que pueden acceder a ellos.

¿Cómo modificar esta situación?  No sé, pero se me hace que, en una realidad idealista, los profesores de literatura y humanidades deberían ser aquellos que incentivaran las discusiones que se necesita para consolidar una cultura del libro. A fin de cuentas, se supone que son ellos los que trabajan día a día con la literatura.

No es que no haya crítica -cada que hay un encuentro entre escritores y colegas surge el comentario: “¿Ya leíste el último de fulanito? Muy mediocre ¿verdad?”-; es que hace falta esa pasión que impulsa a transformar el juicio de valor en argumento. 

Explique por qué le parece malo, por qué le parece bueno, o por qué está sobrevalorado, o por qué es tan poco conocido. Entiendo que los salarios para los educadores no son los mejores, pero entonces hay que revivir ese placer por hablar del libro, por conversarlo, por interpelarlo. No todo es dinero. Si fuera así, nos habríamos tenido que privar de las obras de Poe, de Dostoievski, de Joyce. No había adelantos, ni derechos, ni puntos. Pero estaba la lealtad al arte, a la literatura. ¿No es la crítica una forma de hacer arte? ¿No lo consideraba así Georg Lukács (ese autor que tanto citan en las academias)?

Tomemos prestadas las palabras de un pionero de la crítica en Colombia, Baldomero Sanín Cano: “la crítica es, sin duda, una función necesaria para el progreso y desarrollo de las letras, puede ella misma ser un arte”.

El periodismo cultural y la academia deberían trabajar de la mano. No es que los académicos se vayan a volver periodistas, ni que los periodistas se vayan a volver académicos. Es que si se le mira desde este lado, ambos roles persiguen un mismo fin.

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Ocurre que el redactor no tiene el tiempo para leer la literatura de la que el profesor ideal se nutre (aunque una pregunta a resolver sería si con todos esos afanes tienen tiempo para leer); ocurre que el académico no tiene esa tribuna libre y abierta, desligada del academicismo, que tiene el periodista para escribir.  

Hay tantas cosas por hacer: tanto autor que no ha tenido la oportunidad de figurar en las páginas de prensa por simple y llano desconocimiento de un redactor; por el prejuicio que genera el hecho de que la obra sea publicada por un sello editorial alternativo; y tanto plumífero agrandado por el eco, por el marketing, por las argucias del poder.

Más que informadores, necesitamos formadores; formadores de criterio, de perspectiva, de opinión. La información es vital, cómo negarlo; pero sin quien la gobierne y la maneje -sin el formador-, es ornamento, decorativa, estéril. 

Se necesita que la gente tenga los medios para acceder a esos espacios donde se polemiza el libro. Se necesita un discurso que acerque al lector, que lo invite a estar atento, que le genere el placer que fulgura en toda buena prosa.

La crítica literaria en Colombia debe reflexionarse en sus más puros aspectos: en su función, en su forma, en sus representantes, en los medios que la reproducen, en sus alcances.

La crítica literaria debe renovarse para, así, eliminar la prevención y los prejuicios que le merece a cierta gente. La crítica debe salir de ese aislamiento, hermetismo y comodidad en la que se guarece.

La crítica literaria debe ser activa, debe despertar emociones, suscitar intercambios conceptuales, divergencia de doxas. Debe ser influenciable, agradable y nada complaciente.

La crítica literaria debe volver a su esencia más vital y enérgica: la de atender a la literatura con más literatura.

 


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Por Jaír Villano / @VillanoJair

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