El Magazín Cultural

Dostoyevski en La casa de los muertos

Antes de que termine el 2018, rescatamos “Letras encadenadas”, uno de los especiales publicados durante el año en El Magazín de El Espectador. A continuación presentamos un texto sobre el escritor ruso Fiódor Dostoyevski.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
29 de diciembre de 2018 - 04:28 p. m.
Fiódor Dostoyevski, en versión de la ilustradora María Camila Quiceno.
Fiódor Dostoyevski, en versión de la ilustradora María Camila Quiceno.

A nueve hombres les pusieron una capucha encima y los sacaron de sus cárceles. A nueve hombres los llevaron casi a rastras hasta un patíbulo y les quitaron sus capuchas. A nueve hombres les leyeron las razones por las que iban a ser fusilados. Dijeron sus nombres. Nombres rusos, eslavos. El último se llamaba Fiódor Mihailovich Dostoyevski. Le informaron que iba a ser ejecutado por traición a la patria y conspiración, y le explicaron que su delito había sido leer en la casa de otro condenado, Mihail Petrashevski, una carta subversiva que el crítico Bielinsky le había enviado al escritor Nikolai Gógol en la que criticaba las nuevas formas de la religión rusa y proclamaba la necesidad de una reforma social. Al final, le recordaron que tener una copia de aquella carta era un delito.

Dijeron que luego de oír su sentencia de muerte, Dostoyevski le comentó a uno de sus vecinos que se la había ocurrido la historia para un cuento. Dijeron que en ese momento se le ocurrió una frase que muchos años más tarde, cuando deambulaba por Europa huyendo de sus decenas de acreedores, le escribió a su hermano Miguel: “Tengo un proyecto, volverme loco”. Dijeron que las armas de los verdugos estaban cargadas, que la voz del oficial al mando había comenzado la cuenta regresiva. Dijeron que en ese instante llegó un carruaje con los colores del zar, que se bajaron dos miembros de la guardia real y le entregaron al primer oficial un documento de carácter urgente. Dijeron que el documento contenía una orden de indulto firmada por el zar, Nicolás I.

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A los nueve hombres les leyeron el decreto según el cual se les perdonaba la vida a cambio del exilio en la prisión de Omsk, en Siberia. Los nueve hombres suspiraron, revivieron, sonrieron, le agradecieron a Dios, lloraron, se tomaron la cabeza con las manos, se arrodillaron y le juraron amor y lealtad eterna al zar. Luego los subieron a un tren, siempre escoltados, y en el viaje hacia el fin del mundo empezaron a comprender que iban hacia el fin del mundo, hacia lo más oscuro de la humanidad, hacia la locura del hombre sin libertad, pero lo que pudieran comprender era sólo imaginación, muy poco comparada con la realidad; muy poco para lo que iban a ver y a padecer. Angustia, terror, tristeza, confinamiento, soledad, rencor, demencia. Más que nada, demencia. En Omsk la vida, si se le podía llamar vida, se les presentaría como jamás la habían visto: sórdida.

Dostoyevski empezó a ansiar alguna clase de locura allí, cuando se fue dando cuenta de que el candor, el arrepentimiento, la solidaridad y la honestidad que él había imaginado en el pueblo campesino ruso sólo era eso, imaginación. Los ladrones y asesinos, los truhanes con los que convivió en la prisión eran fríos, insensibles, iban por la vida, o por la prisión, con un agudo e irreconciliable instinto asesino, dispuestos a volver a robar o a matar por cualquier mendrugo de pan, sin que les importaran los sentimientos, el bien, el mal, Dios o las leyes. Él había repetido hasta la saciedad que la salvación de Rusia, e incluso del mundo, sólo se podría dar si había un multitudinario retorno a la vida de los campesinos, pues volver a los campesinos era recuperar el cristianismo. Aunque dudaba de su propia fe, estaba convencido de que las viejas tablas de los viejos creyentes eran el camino: amar al otro como a sí mismos, e ir más allá y comprender que el amor era más un asunto de voluntad y de decisión que de fáciles sentimientos.

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En Omsk se decepcionó. Comprendió su ingenuidad, e incluso se sintió estúpido por haber escrito su primera novela, Pobres gentes, en la que decía, entre tantas otras cosas, que “acaece a veces que una idea, que parece accesible sólo para una inteligencia culta y elevada, logra de repente impresionar a una persona burda, inculta e inteligente”. En Omsk llegó a concluir que había sobrevalorado a los campesinos rusos y se afianzó en una de las ideas que el protagonista defendía: “Todos sabemos, Várinka, que un hombre pobre es peor que un pingajo y que, dígase lo que se quiera, no puede merecerle a nadie la menor estimación. Porque, por más que escriban esos literatuelos, un pobre siempre será un pobre con todas sus consecuencias”. Dostoyevski fue pobre, fue rico, fue famoso, fue halagado, fue criticado, subió a los pedestales más altos de la gloria y bajó a la realidad más trágica de un solo golpe. Entonces llegó a Siberia y se enterró en Siberia, y en medio de todo, se acostumbró a Siberia.

Escribió. Pese a que la sentencia de la justicia del zar le había prohibido escribir, escribió. Llenó hojas y hojas con sus apuntes sobre la vida en prisión, sobre el exilio, la condición humana, la virtud y el pecado, la decencia y la traición, Dios y el diablo, y eligió empezar a contar su historia por medio de un aristócrata, personaje al que bautizó como Alexánder Petróvich Goriánchicov, quien tenía cosas para decir y las dijo. Criticó el sistema penitenciario, esencialmente, porque estando allí se convenció de que el aislamiento y la cárcel no podían salvar a un hombre. Jamás. Todo lo contrario. Vivir entre presidiarios era aprender de los presidiarios, contagiarse de ellos y odiarlos, y odiar aún más a la gente que estaba tras las rejas, a los ciudadanos libres que habían creado el sistema de cosas que los tenía a ellos encarcelados. Goriánchicov era él y, por ser él, fue despreciado por sus compañeros en Omsk. Fue aislado del mundo por la ley, y fue aislado por sus compañeros, que lo veían y sentían de otro estrato, del estrato que los había condenado.

Aislado, odiado, amenazado, Dostoyevski se aferró a sus textos. Él tenía algo para decir y tenía que decirlo. Era un compromiso con él y, sobre todo, con la humanidad. Aunque estuviera encerrado, aunque las manos le dolieran de tanto echar pala, aunque se sintiera decepcionado, seguía creyendo en el hombre y seguía buscando la manera en que ese hombre podría salvarse. Vaciló. Pasó de Dios al socialismo, y del socialismo al zarismo. Regresó a sí mismo. Él necesitaba ser una buena persona, pero no para ascender o llenarse de elogios, y, menos aun, para que le agradecieran, sino una buena persona con los demás. Con los rusos. Incluso con los presos que lo agobiaban. Aquella era su posible salvación. La buscó en aquella Casa de los muertos, y la buscó después, afuera, en San Petersburgo y por Europa. La buscó por medio de sus personajes, que eran, en parte, los personajes que había conocido en Omsk, y que serían los protagonistas de sus últimas novelas: Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov y El idiota.

“Después de todo, no ha sido tiempo perdido. He aprendido a conocer, si no a Rusia, al menos a su gente; a conocerla como tal vez muy pocos la conozcan”, le escribió a su hermano, mientras padecía ese conocer y trataba de plasmar en papeles aquella ausencia de remordimiento de los condenados, que fue su mayor sorpresa y su mayor dolor, y el tema que lo obsesionaría en adelante.

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Palabra de Dostoyevski

No nos olvidemos de que las causas de las acciones humanas suelen ser inconmensurablemente más complejas y variadas que nuestras explicaciones posteriores sobre ellas.
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Creo que el diablo no existe, pero el hombre lo ha creado, lo ha creado a su imagen y semejanza.
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El dolor y el sufrimiento son siempre inevitables para una gran inteligencia y un corazón profundo.
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Es mejor ser infeliz y saber lo peor, que ser feliz en el paraíso de los tontos.
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Ama a un hombre, incluso en su pecado, porque ese amor es una semejanza del amor divino, y es la cumbre del amor en la tierra.

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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