El Magazín Cultural

El abismo del voyeur

“Mírame” es la novela más reciente del escritor colombiano Antonio Ungar, un manifiesto que pone en evidencia la xenofobia y todo lo que la rodea.

Ángela Martín Laiton
13 de septiembre de 2018 - 02:00 a. m.
Antonio Ungar, de ascendencia judía, dice que ha padecido la xenofobia, tema de su más reciente novela: “Mírame”. / Cortesía Anagrama
Antonio Ungar, de ascendencia judía, dice que ha padecido la xenofobia, tema de su más reciente novela: “Mírame”. / Cortesía Anagrama

Como un personaje sacado de la filmografía de Hitchcock, un hombre espía desde una ventana. Esa ventana es su única herramienta para conocer el mundo de afuera. Él, un hombre blanco, europeo, xenófobo, amargado, odioso, solo puede acercarse a los otros desde ese hueco ideado por la arquitectura que nos mantiene a salvo en nuestra propiedad y nos permite observar el mundo a través del cristal. El principio de un panóptico repartido en cada edificio, en cada casa, en todas las oficinas. Estamos a salvo sin morir de tedio, cerramos nuestro mundo, pero dejamos ese pequeño rincón florido para que entre un rayito de sol y nos recuerde que estamos vivos. Él, el hombre que narra el mundo de afuera y no tiene nombre, pero tiene miedo de todo lo que se vea diferente. Está ansioso y deprimido, toma clorpromazina, zopax y haloperidol, todo así al tiempo. Tiene miedo y no tiene un nombre. Es un nacionalista, solitario, que recuerda con nostalgia los viejos tiempos del orden y el control. Puede ser cualquier europeo xenófobo que tiene miedo de no ser nadie. 

El hombre en la ventana transita por el principio de la novela observando a su vecina de piel oscura. Tiene cara de gitana, de árabe, de africana o latinoamericana. Eso lo excita. Vino a su país a robar, asesinar o sembrar miedo con cualquier religión fundamentalista. Él quiere salvar a su país de los migrantes. Añora el barrio de su niñez: todos eran blancos, obreros sí, pero franceses y honestos. Ahora todos se han ido del barrio y él está ahí solo, viendo por la ventana a su vecina con el cabello negro y curvas definidas; es casi una niña, pero es una niña pobre e inmigrante y eso excita a cualquier pedófilo. ¿Esa chica se da cuenta de que la observan?

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Antonio Ungar tiene ascendencia judía por parte paterna. Su abuelo llegó a Colombia huyendo de los nazis. Hans Ungar se estableció en Bogotá y se volvió librero, fue el dueño de la Librería Central. Una herencia migrante, atravesada por la literatura le dio a Antonio Ungar un destino: ser escritor. “Siempre me gustó contar historias, desde muy niño, primero habladas. Con mi familia viajábamos mucho por Colombia acampando, ahí compartía historias que se me ocurrían. Después fui escribiendo pequeños guiones, cosas que no le mostraba a nadie”. Ese rincón secreto fue creciendo y en el último año de colegio se lo tomó en serio. Sí, la literatura era su destino, pero no se puede vivir de la literatura. Ingresó a la Universidad Nacional a la Facultad de Arquitectura. “Lo hice sobre todo con la idea de financiar la escritura. Esa idea no resultó, porque las dos necesitaban tiempos completos. Al principio, mientras trabajé de arquitecto, escribía por las noches, hacia cuentos muy cortos”. 

Publicó su primer libro antes de graduarse de la universidad. Trece circos comunes es un puñado de relatos que escribió a pesar de sí mismo, porque no podía dejar de pensar en argumentos para sus historias. Es atípico en estos tiempos que alguien decida iniciar con los relatos, es incluso un inconveniente para las editoriales sobrepobladas de novelas. Ungar dice que tuvo suerte de que lo publicaran y luego su libro gustó. “Me salía más natural el relato, las historias cortas o los cuentos. De hecho, creo que hago novelas con trozos. Pequeñas historias que voy armando. Incluso esta novela (Mírame) es una colección de retazos”.

Después llegó el tiempo de la novela y las crónicas. El tiempo de dar talleres literarios y estar en Bogotá. Antonio Ungar persistió en la literatura y tuvo que abandonar la arquitectura. Vivió en México, Estados Unidos y España. Luego se mudó a Israel. La pérdida, lo inconstante y la migración son temas recurrentes en su quehacer literario. En 2010 ganó el premio Herralde de Novela con Tres ataúdes blancos, un thriller que narra un país latinoamericano llamado Miranda, pasado por un humor negro que termina de dejarnos a todos quebrados ante una ficción que se parece de todas las formas posibles a nuestra realidad. 

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Mírame es un deseo, una orden, un llamado, el imperativo del lenguaje. Una chica migrante que pasea con ropa escasa por su departamento. El voyeur estaba fascinado y preguntó a la tendera por la misteriosa vecina. Ella le contó: “Son paraguayos. Nadie sabe a qué se dedican; escupen en la calle. Había tenido que quitarle al más joven una lata de atún y otra de tomates picantes que quería robarse. Me dijo que son todos iguales los sudamericanos. No tiene derecho a decirlo ella, que es rumana y habla como habla, aunque tenga razón”. No tenía derecho su vecina a hablar de los otros migrantes, no tenía derecho porque ella también estaba ahí ocupando ese espacio, vendiendo productos, robando el aire de los franceses. Además, era vieja y no causaba ninguna excitación. La novela es develadora, nos deja absortos leyendo el diario de un tipo odioso y solitario. Somos otro vecino que observa a través de una persiana e insiste en entender lo que sucede afuera. El voyeur está en la novela observando a Irina y está fuera del libro husmeando el diario de un francés. 

La novela es una lanza en el costado del discurso xenófobo, lo atraviesa y lo interpela. Antonio Ungar es un migrante en medio de un país en conflicto. En 2005 fue escogido para asistir a la residencia de escritores en la Universidad de Iowa. Allí conoció a Zahiye Kundos, una mujer palestina con la que está casado y tiene tres hijos. Juntos viven en Jaffa, una comunidad palestina en medio de Tel Aviv; allí se las arregla para cumplir con su rol de padre y tener tiempo para la escritura. Lleva una vida solitaria, siente que los musulmanes lo encuentran muy agringado y los israelíes, muy moreno. “Eso aparece un poco reflejado en la novela. Pero tiene sus limitaciones, porque yo no hablo hebreo ni árabe. Entiendo árabe, pero lo hablo muy poco. Entonces estoy muy aislado allá, mi vida transcurre en mi departamento, un poco como el personaje de la novela. Y aunque siempre he sido solitario, ahora lo soy más porque a ese mundo exterior no lo conozco y no me gustan en general esas tensiones religiosas”.

Por ahora Antonio Ungar es un fisgón, pasa la vida en el departamento y escribe mientras observa a través de la ventana. Escribe y pone de manifiesto el odio y el miedo que produce la otredad, lo ajeno a todo lo que conocemos. Después nos queda el pánico, porque esa ventana puede volverse la única fuente para saber de los demás, porque nuestros prejuicios caben dentro de un departamento y todos podemos ser el personaje de la novela. 
 

Por Ángela Martín Laiton

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