En esto los militares son coherentes y no corren el riesgo de los “animales de la granja” de George Orwell, de que todos sean iguales. De entrada, hay unos más iguales que otros, y se es más igual en la medida del rango: entre menos soles, más iguales. Paradójicamente, lo mismo pasa con el arte, sobre todo el arte dramático, en un país en el que es la televisión el ferry que saca a los artistas del anonimato y nos pone a todos, actores, escritores y directores, en la vitrina de la exposición social.
Así es como las ovaciones que recibimos los habitantes de la farándula provienen indiscriminadamente de motivaciones tan triviales como “estar de moda” o tan justas como la sensibilidad a trabajos tan sesudos y bellos como el de un Pepe Sánchez o un Frank Ramírez. En consecuencia, existe el riesgo de construir ídolos mediáticos de muy frágil contextura posicionados en el podio de la fama por cuenta de un desnudo en pantalla, por un escándalo sexual muy bien publicitado o por una novela de alto rating que, en un país de un rasero tan pobre, pone a un escritor improvisado a la altura de un Shakespeare o un Cervantes. De esta manera hemos tenido que ver ascensos meteóricos de personas con muy poca preparación para cualquier cosa a posiciones encumbradas en la administración privada o en la política pública.
Caso memorable aquel de la Cicciolina italiana, que llegó al capitolio romano (lo aporto como prueba de sustento a esta tesis). El arte es una cosa y otra somos los artistas. Pasa como en la democracia, que una cosa es ella misma y otra los que la usufructúan. Líbranos democracia de los narcisos que por cuenta del aplauso en el circo extienden su vanidad a la sala del poder.
La ética es una materia que, como el oxígeno, afecta toda acción humana, por eso, antes de votar por un artista, miremos su conducta ética en el arte, porque allí también existe la forma de ser corrupto.