El Magazín Cultural

El café después del amor

Presentamos un texto que explica la experiencia de la cosecha del café en la finca La Honda, en el corregimiento de Payandé, Tolima.

Sebastián Londoño Velásquez
13 de octubre de 2019 - 08:30 p. m.
Un recolector promedio recoge 12 arrobas de café en un día durante temporada de cosecha. / Mauricio García
Un recolector promedio recoge 12 arrobas de café en un día durante temporada de cosecha. / Mauricio García

De mirada expedita se colmó el camino. Transiciones que eran antagónicas a un posible cromático degradé, pasaban del gris urbano al verde rural; de nuevo a la síntesis de un pueblo empujado por el cruce del turista y, una vez más, al verde aislado de la tierra virgen de fruto bajo un manto de sol que lo arropa al borde de la sequía. Un cíclico recorrido de un mapa amorfo hacia la cita más ansiada.

Una llamada reunió al grupo. Esta vez, un Chevy rojo y un Ford blanco se adueñaron del contraste de la paleta de colores y empezaba a susurrar el viento cuán cerca estaba el primer sorbo de cerveza, el atónito reflejo de un valle ya explorado y los guiños iniciales del lente Fuji que comandó la travesía. Más adelante, una corteza gris tejía las lágrimas de piedra de la geografía tolimense, explotada y víctima del lucro de kilos de concreto en gestación.

Sin embargo, el fuelle de flora empezó a hender el camino más alegre, desprendiendo mármol, una humareda de polvo de la trocha y, el hechizo sagrado de una tierra fértil. Al fondo, un madero con la bienvenida y las mayúsculas imperantes de sesenta hectáreas hospitalarias bautizadas como finca La Honda. A 1.620 m.s.n.m. el corregimiento de Payandé, en el municipio de San Luis, respiró un poco de la fiebre urbana que sonreía en su llegada.

Ya el equipo en tierra fue recibiendo comando tras comando, y la operación hormiga brilló en función del equipaje, la noticia de una labor inspiradora y la distribución de habitaciones. Bajo el misterio que sentía cada estómago, un rostro tras otro de los ocho integrantes cruzaba cubierto para apisonar el primer bocado de lechona y tamal que maridaba la revelación: íbamos a ser los recolectores del día. Una actividad que traía un peso adicional bajo el formato de presión que ejerce saber que un recolector promedio recoge doce arrobas de café en un día durante la temporada de cosecha.

Después comenzó la trepada inicial. Paso a paso 16 piernas y un guía de cuatro patas llamado brillantemente Caturro permearon entre el sol, los estrechos caminos y los cafetales. Seis hectáreas de cultivo, cuyo proceso leía y explicaba nuestro anfitrión mientras buscábamos la sombra del nogal formidable que cubría los primeros lotes. Luego, en un sendero de reposo, comenzó la crónica de un amor encapsulado.

Gustavo Andrés, quien nos traía en un período de formación por sus terrenos, desprendió el secreto tras su espacio. El carpintero real, en una de sus búsquedas de semillas e insectos, arremetió contra los nervios de un alertado caminante. El choque del pico del Dryocopus lineatus contra las cortezas de los árboles simulaba el golpeteo de una cereza contra los “coquitos” de recolección. Ante la inminente soledad y perplejo de sentir que caía café y nadie lo acompañaba, descubrió que la mala jugada partía de la exploración del carpintero y, sonriendo, dio así sentido al nombre del café de la casa: Dryoo Coffee.

De anécdota en anécdota, la escalada no cedía. Se escogían los músculos, se marcaban las manos sobre los cuádriceps al apoyar en el ascenso y los cafetales no brillaban por su volumen de cerezas. Decidimos aventurar. Una breve explicación; si está listo tendrá el color borgoña, caerá con facilidad y solo habrá que arrastrar en descenso sobre cada nudo para que cada cereza vaya entrando en su objetivo. No contamos con mucha suerte en el primer lote, pero sí con un par de rasguños y recuerdos de las ramas y los animales respectivamente.

Más adelante, en un sitio de encuentro improvisado y dictado por el curso de la pendiente, estábamos rodeados de ortigas, amenazantes ante la piel desnuda que ya inundaban los rayones y las picaduras. Lo inesperado era que al partir a un nuevo rumbo el horizonte permitiría que el brillo de un lote intacto invadiera la retina de un grupo en zozobra.

Una refinada percusión empezó a venir de todas las orientaciones. El golpe del carpintero en cada recipiente, y el redaño fielmente remunerado al doblar las ramas altas para alcanzar las cerezas color vino que tanto ansiamos. Caía la tarde y abundaba el silencio. Cada uno estaba preso de su condición de neófito, al menos quienes experimentamos la recolección de café por primera vez.

El Ford Fiesta blanco se tiñó de profesiones y extraños. Una máquina que engranó en minutos, compuesta por un ingeniero civil amante del café, las bielas y los gatos; una administradora que de la mano del abogado recorre cafés de especialidad; y una ingeniera ambiental plus diseñadora gráfica cuya mente es el enfoque comercial y la idealización del mercadeo de un proyecto que da razón a esta aventura: entresijo.

Por otra parte, en el Chevy rojo estaban el área de calidad y la cadena de suministros de este proyecto, cuya función para el viaje radicaba en la optimización de procesos, el análisis sensorial y el acompañamiento de cada segmento que compone uno a uno los eslabones de un café de especialidad. A su vez, necesitábamos el eje entre cliente, productor y tostador; una barista. Y claro, Gustavo, nuestro anfitrión.

Está bien, con este anacronismo, llegó la hora de volver a la base principal y entender cuán grande o diminuta había sido nuestra valía durante la tarde.

Luego, ya bajo la noche estrellada, llegó el momento del pesaje. La báscula y ocho miradas; apuestas para acertar el peso y quien determinara el valor más cercano cobraría $400 por kilo recolectado, como la finca determina para sus trabajadores en jornadas de cosecha. El fique sobre el metal, los dígitos rojos calibrando el valor final: 8,9 k.

No llegamos a nueve kilogramos entre ocho personas, pero aún nos quedaba seguir destacando lo poco que habíamos logrado. ¿Y cómo? Por los procesos. Inicialmente está la selección por flote, seguida de la selección manual. La primera, como su nombre lo indica, consiste en separar aquellas cerezas que quedan en la superficie, ya que tienen broca o, en su defecto, están sobremaduradas, lo cual no permite desarrollar su potencial. Luego, en la selección manual, separamos uno a uno por color, tamaño, característica o defecto los granos que no harían parte del proceso y entrarían en la clasificación de pasilla.

Finalmente esa noche, como si Cortázar hubiera escogido el proceso de fermentación, me evocó el inicio de uno de sus cuentos y será perfecto paralelo de aquel bello método de retener precursores y desarrollar elementos: “Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala con un cartelito que dice: Excursión a Quilmes, o: Frank Sinatra”.

El proceso, una vez hecha la selección, fue fermentar en cereza, en una bolsa negra durante doce horas. Desarrollo de dulces y por medio de microorganismos aportar precursores aromáticos y compuestos dulces a una cereza que, previa a su despulpado y secado, esta ávida de recibir información.

Para terminar, después del amor, está el choque inevitable con la realidad de una partida. Nuestra última función estaría en encender la maquinaria colombiana y despulpar los frutos seleccionados. Esta vez, el desmucilaginador no tendría que usar su nombre malévolo para nuestro camino, ya que su beneficio sería el honey, y esta capa de poderes estimulantes se deslizaba sobre nuestras manos cuando ya estábamos por despedirnos.

En conclusión, atravesamos una tierra de paralelos. Un meridiano que divide las cascadas de Chicalá y los vestigios de la hoguera creada por el verano incesante en los bosques. La tierra de robles, nogales y palma de sombrío, con el matiz de grises y blancos de la explotación minera en el trayecto a San Luis. La hospitalidad de una conversación en un trecho complejo de la malla vial destruida, contrastando con la doble calzada que antecede la entrada al Tolima. Sin duda alguna, sonreiré con el próximo expreso que me tome, porque miraré mis brazos y entenderé el valor de 16 gramos de café, una molturación de micraje diminuto y 44 mililitros de extracción.

Por Sebastián Londoño Velásquez

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