El Magazín Cultural

El incendio de Notre Dame

Dos días antes, los chalecos amarillos cumplieron veintidós sábados tomándose los Campos Elíseos. Siempre los vi agrupados, como oleadas de pájaros que huían de los gases de la policía y se dispersaban entre callejones atiborrados de carros.

María Paula  Lizarazo
29 de diciembre de 2019 - 01:00 a. m.
El incendio de Notre Dame

Aquel sábado número veintidós almorcé -por la hazaña de tres euros- una hamburguesa tan grande como una mogolla al norte de la Avenue de la Grande-Armée. No tardé más de diez minutos comiendo. Estaba esperando a V., mi amiga pelirroja. El plan era irnos caminando al Arco del Triunfo. Nos encontramos y alcanzamos a andar unas cuatro cuadras hasta que la policía nos desvió porque la Plaza Charles de Gaulle estaba tomada por unos chalecos. Sin rumbo, atrapadas en calles que no conocíamos y que probablemente nadie tiene en el radar porque París es una ciudad de imaginarios, íbamos hacia no sé dónde y en algún momento del camino -algo incalculable pues ya no teníamos destino- nos topamos con más policías que otra vez nos desviaron, que por ahí no podíamos pasar, que por esa otra seguro salíamos, ¿a dónde? quién sabe.

“Yo le tengo más miedo al Esmad que a estos”, decía V., viendo que los disfrazados de azul con casco negro no llevaban escudo ese día, como si por algún desconocido designio aquel sábado no tuvieran que defenderse de nadie ni supusieran ninguna amenaza; pero esta idea no era más que un acto de fe, pues que dos latinoamericanas se enfrentaran a una escopeta de balines por cada dos hombres, con o sin escudo, es una imagen de las democracias modernas.

Esa tarde parecía más bien un domingo de invierno. Las calles sin gente, las boulangeries cerradas, el metro solo, el cielo también: o por lo menos sin tantos aviones como de costumbre. Caminamos algo más de una hora hasta que llegamos al puente Alexander III, sobre el Sena; desde ahí seguimos bordeando el río. Unos puentes más, quizás nueve o diez, y llegamos a la librería Shakespeare and Company: un templo que queda en frente del templo.

Fumando en la entradilla, le conté a V. que Hemingway alguna vez estuvo ahí hablando cosas de cuando fue conductor de ambulancia en la Primera Guerra Mundial. Qué loco -pensaba ella- que en una librería en frente de la catedral Hemingway hablara de la guerra, como si Notre Dame siempre tuviera el lugar desgraciado del testigo que no cae y le toca refundar los tiempos. Mientras ella acabó el cigarro, yo me quedé pensando en que las calles alrededor de la Ile de la Cité podían ser una escena criminal del desasosiego y que hasta la desolación emblemática de aquel sábado era resultado del silencio de todos los tiempos pasados, en los que el clamor fue de tal desaforo que el silencio posterior a este seguía pariéndose como una marea, como la caída de un dominó. Imaginé a todos los soldados que en otras épocas hablaron con Dios delante de aquella construcción gótica. Imaginé las llamas que desde dentro vieron los campanarios en la revolución de hace tres siglos. Imaginé a Hugo escribiendo con su aristócrata compasión, a los estudiantes tomándose la Sorbona en no sé cuántas cuadras de distancia de ahí y a tantos refugiados que al pasar por esas calles se han reconocido hijos parias del monstruo de la historia.

“Camine entramos a misa” -le guiñé el ojo-, sin pensar que sería la última vez que entraríamos a la catedral.

Para la mañana del 16 de abril del año en curso, Le Monde tituló “Notre-Dame, notre histoire”, encima de una fotografía que enmarcaba a la catedral bajo un azul que semeja el color del cielo cuando aún no sale el sol, sobre un río que era al edificio y al cielo un espejo impresionista. Alguien que viera la foto e ignorara aquella primicia mundial, podía pensar que se trataba de una suerte de homenaje a la historia de París o de un análisis de exégesis sobre la historia como la mujer nuestra, como la virgen paridora de todos los pueblos, como el relato matriarca del inconsciente humano, sólo que hoy en día los periódicos no hacen esas cosas, por lo que esa portada, en realidad, no daría para tanto.

La foto de Le Monde no se parecía a ninguna de las otras que había en el quiosco por el que pasé a eso de las siete u ocho de la mañana aquel 16. En todas había nubes de humo alrededor de la punta de la catedral y un fondo naranja que apenas se veía.

Yo iba para una oficina del Hotel de Ville a renovar un carné y como si acaso tuviera suerte de periodista, debía pasar por la catedral (rodeada de cintas, vallas y cámaras de todo tipo), como la tarde anterior me tocó asomarme a cerrar la ventana por el ruido de las sirenas y vi, desde mi morada en el distrito 14, una humareda extraña que de no ser -otra vez mi teoría- porque en París todo -hasta el azar- lleva a Notre Dame, no habría notado. Era la misma humareda que no encontró con su cámara el fotógrafo de Le Monde. Era la catedral cuyo fuego con exactitud no vi por la tarde, pero era también el rastro de aquel fuego, esparcido sobre la fachada por ese mismo viento que riega ráfagas de ceniceros en los bares, lo que vi en la mañana de camino al Hotel de Ville. Era el rastro de un fuego que no existió en el relato iconográfico del periódico ni en mi memoria tampoco, ni aun en mi cámara. Mi cámara, que la tarde del lunes 15 de abril estuvo en frente de un río sobre el que se pintaban una catedral iluminada y un cielo de temple mañanero; mi memoria: la del fotógrafo que la tarde equivocada se quedó en su morada del distrito 14 viendo una humareda que se asomaba a lo lejos, ese fotógrafo cualquiera que un día después, camino al Hotel de Ville, se quedó viendo a una mujer que observaba quedamente la portada de un periódico.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar