El Magazín Cultural

El pintor que no quiso exponer

El bogotano, que dejó un archivo de más de doscientas pinturas, nunca quiso exponer sus obras, porque no estaba de acuerdo con las galerías.

Luisa Rendón Muñoz
12 de octubre de 2017 - 02:00 a. m.
Juliá no les puso nombre a sus obras. Las dejó a la libre interpretación del espectador. / Cortesía
Juliá no les puso nombre a sus obras. Las dejó a la libre interpretación del espectador. / Cortesía

Introspectivo, como siempre se veía, se pasó la vida descubriéndose en trazos y colores que significaban la soledad. Él sabía de La náusea de Sartre, de Demian y de El lobo estepario de Hesse. Sabía también de La metamorfosis de Kafka, El extranjero de Albert Camus. Sabía del paisaje de William Turner, del impresionismo de Jackson Pollock, sabía del silencio del teatro al aire libre y de la música clásica que acompañaba sus trazos.

Llegó a inmiscuirse en el arte de una manera indirecta, sin creer que la curiosidad le abriría el camino para entusiasmarse por los colores y las impresiones que podía transmitir en una pintura. Su padre, un arquitecto y pintor español, guardaba siempre en un baúl los planos y las pinturas que durante su vida había desarrollado. Juliá, en las noches, o cuando tenía cómo ver lo que guardaba su padre bajo llave, empezaba a darse cuenta de que aquellos trazos también podrían ser para él, como para su padre, el mejor de sus experimentos, el mejor de los deleites.

Aunque desde pequeño se hubiese interesado por el arte, su familia lo obligó a estudiar Ciencias de la Educación. No se interesó en terminar y al final prefirió ir a la Escuela Distrital a estudiar artes, lo que sentía que de verdad era importante en su vida. Reconoció desde muy temprana edad que su arte no debía ser la forma de sustentación económica para la familia que deseaba constituir, así que debía pensar en algo diferente que le ayudara con esto, algo así como otro trabajo. Así, empezó laborando en un banco y hasta el final de sus días resistió las cargas de las finanzas. Así se pasó toda su vida, dedicando tiempo a su trabajo formal en el banco hasta las seis de la tarde y después de eso, a construir de verdad su mundo en la intimidad de su taller.

“Él nunca dejó de ser un artista que sintiera su arte como lo más preciado de su existencia, además de su familia. Prefirió trabajar en algo diferente a esto, antes que venderlo para que fueran obras que combinaran con las cortinas del comprador”, dice su hija, Margarita Juliá.

El lienzo que utilizaba para las pinturas y el caballete que recibía todas sus emociones convertidas en trazos, fueron testigos de los cambios de técnicas e ideas que durante su vida intentó desarrollar como pintor. Conoció el arte figurativo en sus líneas, exploró el abstraccionismo y se mantuvo siempre con el impresionismo como su mejor técnica. Francisco Juliá nunca pintó algo que le fuera indiferente, algo que no hiciera parte de sus pensamientos más íntimos y de sus emociones más profundas. No se quedaba con el paisaje convencional, sino que profundizaba en éste como si quisiera plasmar la existencia de todos los seres humanos, acercándose a ello con colores sobrios, a veces con elocuentes matices monocromáticos y delicadas texturas, para proyectar sensaciones de nostalgia, aislamiento, destierro, de silencio profundo.

Se llenó de colores que no precisaban sólo ser uno. Mezclaba en su paleta los pasteles, ocres y oscuros para acercarse al color del mar Mediterráneo que habían cruzado su padre y abuelo. “Con esta obra él demostraba que era muy sensible a su pasado. Aunque nunca conoció este mar, quiso hablar de él por lo que recordaba de los relatos de pequeño”, comenta su esposa Yolanda Gallo.

Curioso con lo que creaba, nunca dejó que se le catalogara como un artista que creía haber descubierto un estilo propio en su pintura. Siempre decía que no deseaba verse como uno de estos que decían ya tener planteado un estilo y bajo él trabajar el resto de su obra. Así prefirió siempre redescubrirse en trazos y colores que no le limitaran sus pensamientos y sentimientos.

“Yo soy yo y mis circunstancias, y si no la salvo a ella, no me salvo yo”, repetía constantemente, parafraseando a Ortega y Gasset. Todos sabían a qué se refería. Obstinado en su soledad y en la construcción de su arte, siempre prefirió estar inmerso en su mundo de pintor. Su taller permanecía fuera de casa para evitar un sonido que lo distrajera, y a veces, en las mañanas de los sábados, mientras en la casa se escuchaba zarzuela, él exponía sus pinturas para que sus tres hijas y su esposa dijeran qué veían en ellas.

No participó nunca de galerías, salvo las colectivas que hacía con otros artistas. Lo llegó a hacer porque sentía que todos estaban con la misma disposición de mostrar el arte como algo que no cabía en la mirada vendedora de los galeristas que, como afirmaba, eran quienes ganaban de su obra y no los creadores. Cada vez que lo invitaban a realizar una exposición individual, huía diciendo que aún le hacía falta algo, que todavía no podía exponerse.

Hay algunos que afirman que el peso de la vida y las emociones que no se expresan por algún lado terminan enfermando el cuerpo. Hay otros que esperan que sea el cuerpo el que se acabe mientras las emociones buscan un espacio de placer que se pueda convertir en arte. A Francisco Juliá parece que le ocurrieron ambas cosas. Su cuerpo se enfermó por una insuficiencia renal a tal punto, que aunque no necesitaba un trasplante de riñón, tomaba droga para que esto se pudiera evitar.

El artista, al final de su vida, y por la manera que llevaba su enfermedad, terminó sintiéndose como siempre fue su pintura: desolado, con una melancolía que se veía en su mirada, con un silencio profundo.

Su enfermedad lo llenó de ira y desesperanza al ver que sus manos ya no respondían a sus trazos. La droga que tomaba parecía apoderarse de sus intenciones en el arte y no lo dejaba plasmar nada más en sus lienzos. Aunque no faltó nunca a su trabajo en el banco, ya no podía pintar.

Ahora, a un año de su muerte, su esposa y sus hijas buscan dar a conocer su obra. Comenzaron a exhibirla en Casa Grau, a finales de septiembre. Con este acto, ellas quieren demostrarle a él que nunca le hizo falta nada, que su arte sigue siendo respetado porque no harán nada de lo que él no estuviese de acuerdo.

No venderán sus obras ni sacarán provecho de su arte. Ellas están seguras de que las obras de Juliá no terminarán en cualquier casa como simples objetos decorativos.

Por Luisa Rendón Muñoz

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