El Magazín Cultural

El poeta escribió su oscuro telegrama

Aunque no llega al grito o a la furia, su poesía impacta, golpea y deja establecido el daño necesario que debe producir toda obra de arte.

José Luis Garcés González
03 de diciembre de 2017 - 02:00 a. m.
Rogelio Echavarría, una de las voces fundamentales de la poesía colombiana del siglo XX. / Archivo
Rogelio Echavarría, una de las voces fundamentales de la poesía colombiana del siglo XX. / Archivo

El 29 de noviembre, en Bogotá, el poeta Rogelio Echavarría, autor de El transeúnte, escribió su oscuro telegrama. En apretada síntesis, el maestro Rogelio fue periodista, hizo varias antologías de poesía, escribió reseñas y actuó como miembro de la Academia Colombiana de la Lengua. Su poemario prueba, como lo han sostenido diversos estudiosos, que los escritores pueden publicar varios títulos pero siempre escriben la misma obra. El libro de Rogelio Echavarría, fallecido a los 91 años de edad, le aporta contundencia a esa aseveración. El transeúnte ha tenido, hasta hoy, siete ediciones: en 1964, cuando se publicaron sus dos primeras partes mediante la intervención del poeta Aurelio Arturo; en 1977, cuando lo editó Colcultura; en 1984, cuando lo reeditó el Fondo Cultural Cafetero; en 1985, cuando la Editorial Oveja Negra lo incluyó en su Biblioteca de Literatura Colombiana; en 1991 lo publicó la Extensión Cultural de la Gobernación de Antioquia; y en 1994 y en 2004, cuando lo imprimió, en edición definitiva, en una versión hermosa y ampliada, la Universidad de Antioquia.

Pero todas esas ediciones son la búsqueda de una escritura, de una sensibilidad para expresar el mundo que convulsiona en el poeta. Para mí, la poesía de Rogelio Echavarría está anclada en la angustia de lo contemporáneo, en la agonía y crisis del hombre urbano, en la crítica de unos valores que se untan de vanidad o de desprecio para caminar por la trocha a veces inútil de la existencia.

Pese a la ausencia del boato o la alharaca, la poesía del autor del El transeúnte no maneja la neutralidad o las supuestas posturas objetivas. En este aspecto las apariencias de la poesía y las del poeta engañan. En Rogelio Echavarría, para quien lo mire superficialmente, subyacen la calma, la mesura, la negación del contraste. En El transeúnte, para el ojo llano, parece que todo estuviera dedicado a abstracciones exentas de escándalos o de recónditas intenciones. Pero qué gran equivocación se comete cuando se piensa así. En el poeta y en su verbo hay un fogaje extendido que arde con precauciones pero sin titubeos, construyendo un fuego que se agazapa y que de súbito salta hacia los lugares básicos del ser y de la sangre.

Sin embargo, estas intimidades de fuerza las hace un hombre solo, o, como él se autotitula, “el más solo entre los solos”, un hombre que asume un destino con su estilo particular: sin pose, sin gritería superflua, militando en el claroscuro de la esencia. El poeta solo frente al mundo, parado en la arena de su desierto personal, dispuesto a decir la otra palabra, a mencionar con otras voces las mismas, las más antiguas sensaciones de la especie.

Es cierto que la poesía de Rogelio Echavarría tiene un “sosegado discurrir lírico”, como afirma el maestro Luis Vidales, pero no debe confundirse este desplazamiento equilibrado de su verso con una poesía de pasos cortos o de giros lentos y epidérmicos, pues en ella sucede todo lo contrario: su engañosa calma no es más que el presagio de su profundidad, las señas liminares de un complejo código de presencias humanas.

El discurrir poético de El transeúnte, como se dijo, se pasea por los elementos fundamentales de la crisis contemporánea. Así, ningún tema, ningún afán, ningún sentir le es extraño o antagónico. El transeúnte es, precisamente, eso: un poeta que transita, que viaja y da testimonio, que reparte su mirada, capta, y luego, mediante la escritura, da fe de los misterios, las poquedades y las grandezas. Y aunque no llega al grito o a la furia desbocada, su poesía impacta, golpea y deja establecido en el alma el daño necesario que debe producir toda obra de arte.

El maestro Echavarría se aparta del discurso lugareño y se entrega, un tanto a lo Whitman, con una prudencia sostenida a cantarse a sí mismo. En palabras más diseminadas, se dedica a cantarle al hombre “diverso y disperso” con su leño a cuestas, a ese ser postrimero del siglo XX e iniciático del XXI que padece no sólo la confusión sino, también, la posibilidad de la desaparición. Así, al cantarle a la inmanencia particular, por reacción filosófica, le canta a la trascendencia colectiva.

A guisa de ejemplo, poemas como “Vuelo nocturno”, “El transeúnte”, “Llegue tu carta”, “Tiempo perdido”, “La mesa de los jubilados”, “Declaración de amor”, “Hora llegada”, “Sueño”, confirman su arte poética: la poesía no debe ser un simple cuadro de costumbres; su tarea de iconoclastia, de voz diferente, de “agua distinta a la otra agua”, al decir de Lezama, su labor de hallar sombras donde resplandece la luz o algunos de sus contubernios, es, precisamente, la denuncia y demolición de esas permanencias que después de cierto lapso se pudren ellas y luego arrastran su madeja putrefacta hacia otros lares y pensares.

Pero el poeta Echavarría no se detiene ni se excluye, llega a los predios de su “siempre-viva”, su “siempre amiga” y entrega los rumores de su corazón para contactar el cuerpo de la amada. Entonces, cuando adquiere sus laberintos deseados y piensa en su “flor de más alta confianza”, la poesía de “El transeúnte enternece sus contornos. Y sus versos no son líneas para ocupar espacio, sino expresiones que van tomando los terrenos de la mujer sentida y presentida, invadiendo las entrantes y salientes, toda la geografía irregular de esa mujer que motiva los estragos y los recuerdos.

Para reivindicar nuestra imperfección y para no dejar impune las loas o los aplausos, el amor humano no es más que el prólogo a la tristeza, una forma quizá tonta de cobrarle anticipos a la muerte. Y en Rogelio Echavarría encontramos lo que podríamos llamar, paradójicamente, una preocupación vital por la muerte. Prueba de ello es la tercera sección de “El transeúnte”. Allí está el advenimiento inevitable. Pero no lloriquea el poeta, ni convoca a legionarios para que prediquen su melancolía. Él ensambla su jueguecito irónico, humorístico. La metaforiza, la anuncia, la evoca en los hermanos muertos y le confiere cualidades de rutina cotidiana, o la llama “aro de miradas concéntricas”. No le declara la guerra inútil, la tolera como el mal indispensable.

Sin actitudes terribles y sin manejar la truculencia para llamar la atención, Rogelio Echavarría, poeta de Santa Rosa de Osos, le ha aportado a la literatura colombiana una poesía de buceos sustanciales, con un estilo exento de estridencias pero pleno de palpitaciones por el hombre que reside en este ecúmene de miedo y fábula que nos ha tocado padecer. En las palabras autorizadas de don Pedro Gómez Valderrama: “...cada uno de sus poemas tiene un valor real, es un todo en el cual concurren, con la hermosura de la lengua, la imagen pura, el estremecimiento de la poesía”.

Que su desaparición física, que no su muerte, nos permita leer o releer sus libros, especialmente su obra fundamental: El transeúnte. Ya que en Rogelio, poeta y poema son un sólido binomio esencial, en donde permanecen intactos, pese al transcurrir del tiempo, los destellos del asombro. Ahora podrá aplicar lo que escribió con ácido humor en su poema Epitafio: “Al fin voy a dormir / despacio / y solo”.

Por José Luis Garcés González

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