El Magazín Cultural

El profesor Bustillo, el sabio de los Montes de María

Germán Bustillo era una enciclopedia viviente y a quien el periodista Juan Gossaín hizo célebre cuando dirigía el noticiero de RCN Radio. Murió este mes y aquí lo recuerda uno de sus discípulos.

Numas Armando Gil Olivera * / Especial para El Espectador
24 de noviembre de 2019 - 02:00 a. m.
Germán de Jesús Bustillo Pereira también fue magistrado y catedrático. / Archivo particular
Germán de Jesús Bustillo Pereira también fue magistrado y catedrático. / Archivo particular

Lo conocí donde tenía que conocerlo: en un salón de clases del Instituto Rodríguez de nuestro pueblo natal, San Jacinto, en el departamento de Bolívar. Era el año 1964, yo cursaba el cuarto año elemental. Se nos presentó como el nuevo profesor de historia patria. Recuerdo que comenzó la clase disertándonos sobre el descubrimiento de América. Hipnotizaba a todo el curso. Ya lo sabía todo.

Había llegado a nuestro colegio porque no pasó el examen para entrar a estudiar la carrera de medicina en la Universidad de Cartagena. Fue “el año rural”, como lo calificó el juglar Adolfo Pacheco, a la sazón también profesor del Instituto, en su canción La babilla de Altamira. Fue el mejor año de su vida. A todas partes llevó su modo de ser caribe. Admiraba y quería mucho al compositor Andrés Landero y su cumbia preferida era Rosa y Mayo, la tarareaba constantemente. De Adolfo Pacheco Lirio Blanco, porque aquí ya se asomaba la influencia de Gustavo Adolfo Bécquer. Del gaitero Juan Lara admiraba La acabación y Donde canta la paloma. Y del gaitero mayor Toño Fernández amaba sobre todo la canción Candelaria.

Al terminar “el año rural” en el Instituto Rodríguez había oído el consejo del colega Adolfo Pacheco de no estudiar medicina, porque él le tenía miedo a la sangre y era muy nervioso. Pacheco le recomendó ciencias jurídicas. Así lo hizo, en la Universidad Externado de Colombia. Participó en política directa y no le gustó, porque todos ellos eran menores de edad en términos kantianos. Es decir, no aplicaban el principio “sapere aude”: atreverse a pensar por cuenta propia. Eso lo decepcionó y se refugió entonces en los libros para enseñar a sus miles y miles de discípulos.

No supe más del profesor Bustillo hasta que terminé mis estudios de filosofía en la Universidad Nacional de Colombia, en el año 1981. Conseguí trabajo para dirigir un seminario sobre la Ilustración en la Facultad de Filosofía de la Universidad de San Buenaventura. El decano era el padre Pablo García y nos citó a una reunión a todos los profesores y cada uno se fue presentando. El profesor Bustillo estaba ahí con nosotros y el padre Pablo le dijo: “Profesor Bustillo, usted tiene que compartir el seminario sobre la Ilustración con el profesor Gil Olivera. Usted enseñará Rousseau y el profesor Gil, Voltaire”. Apenas lo vi le dije: yo lo conozco a usted, fue mi profesor. De una su memoria prodigiosa comenzó a dar vueltas y vueltas, hasta que me dijo: no recuerdo en qué universidad te he dado clases. No, le riposté. No fue en la universidad. Fue en el Instituto Rodríguez y preguntó. ¿Usted era interno? No profesor, estudié con su hermano José Gabriel y mi nombre es Numas Armando Gil Olivera, del barrio Buenavista de San Jacinto, Bolívar. Ah, ya sé, tú eres primo de Antonio Olivera, ese que se casó con mi aya Lucía, quien me ayudó a criar. Sí profesor. De ahí, hasta el pasado sábado 2 de noviembre, día de su muerte, mi amistad con el maestro creció como la sombra cuando el sol declina.

Me invitó a su casa y me presentó a su señora esposa, Nury Arévalo, oriunda de la población de Ocaña, Santander. Luego me recomendó para trabajar en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, en la Facultad de Comunicación, de la cual fui expulsado por usar mochila arhuaca. Y fui recomendado por él también para dictar filosofía del derecho en la Universidad Pública Militar Nueva Granada. Entonces llegaron los intercambios de libros, las visitas a las librerías y el ir a tomar café en las cafeterías de las universidades donde trabajábamos.

Descartes: el asesino de Dios

Me llamaba por teléfono a las seis de la mañana los sábados. Y en una de esas llamadas, recuerdo, me dijo que René Descartes, el autor del Discurso del método era en el fondo de su pensamiento un asesino de Dios, que nos habían engañado todo el tiempo, con el cogito, ergo sum (“pienso luego existo”). Y que ese discurso era como el tanque de guerra norteamericano. Es el discurso de la ciencia moderna. Y esta tiene los cuchillos sucios de sangre de Dios. Quizá por este motivo los jesuitas del convento Saint Josept de La Flechè no le dieron su santa sepultura; y por eso sus restos están sepultados en Saint Germain de París.

“Vente a almorzar a mi casa, para seguir discutiendo”, me invitaba. Allá iba y me seguía argumentando que ese genio maligno de Descartes era como el duende de Juancho Polo Valencia, no lo dejaba quieto y lo conducía al error.

También me argumentaba que ese Discurso del método y la Crítica de la razón pura, de Kant, eran las obras más positivistas de la historia de la filosofía y quizá nadie se había enterado de eso. Y me recordó que el título del libro de Descartes es: Discurso del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias. Fue publicado en 1637, tenía 41 años cuando lo escribió y es una biografía narrada en primera persona. Recuerda que comienza así:

“El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo…” y la Critica de la Razón Pura: “No hay duda alguna que todo nuestro conocimiento comienza por la experiencia”, ¡te das cuenta!

Antes de que el periodista don Juan Gossaín lo descubriera ya él lo sabía todo y repartía sus conocimientos entre los estudiantes que asistían a sus clases o en la cafetería.

Cuando comenzó a coger fama por la radio fue más humilde y después de tres semanas de persuasión aceptó inaugurar junto al juglar Adolfo Pacheco la primera Fiesta del Pensamiento realizada en la población de Ariguaní (Magdalena), organizada por la gestora cultural Aura Aguilar Caro, el 20 de octubre de 2006.

Cuando nuestra Constitución Nacional cumplió 10 años de su nacimiento, la Facultad de Derecho de la Universidad del Atlántico lo invitó a un panel conformado por el presidente del Consejo de Estado de ese momento: el carmero Juan de Dios Montes Hernández, los exconstituyentes Antonio Navarro Wolff y el exalumno de la Universidad del Atlántico Horacio Serpa Uribe, y el profesor Bustillo. Su intervención fue brillante, sencilla pero profunda.

¡Que los raje la vida!

Cada semestre regresaba a Barranquilla a dictar un seminario sobre constitucionalismo en el posgrado de la Universidad Libre de Barranquilla. En toda su carrera de docente el profesor Bustillo jamás “rajó” a un estudiante.

Después de entregar las notas definitivas un viernes, regresaba un lunes temprano a la universidad para ver si alguien había perdido la materia para pasarlo. Se preocupaba mucho por el estudiante, y más si era de provincia. No regalaba notas. Su actuación era una crítica al sistema de evaluación. Para él estaba por encima el saber y el conocimiento, y esas notas que asignaba eran un requisito administrativo.

El profesor Bustillo se alejó siempre de la evaluación en rigor e hizo feliz el espíritu del estudiante. Porque el saber y el conocimiento estaban ya en la mente del estudiante. Fue un maestro convencido de su acción pedagógica totalmente humanista, como formativa.

En el seminario de constitucional lo acompañé a la Universidad Libre de Barranquilla y me dijo que evaluara a los estudiantes y que no fuera a rajar a ninguno, y por qué, le pregunté, hay unos estudiantes vagos que no hicieron nada. No importa, me dijo, recuerda que ni el profesor Kant rajó y mucho menos el profesor Hegel, ¡Que los raje la vida!

Después de eso me decía que lo sacara del hotel y lo llevara a la casa de mi madre, en el barrio San José de Barranquilla. Allí era feliz con mi hermana Marbel Luz, con tía Ana y mi madre. Nos quedábamos hablando hasta altas horas de la noche en la terraza de la casa. Tomaba mucho café y fumaba a cada instante. Durmió en mi estudio y le puso nombre de Atalaya Criolla. Se levantaba a las 5:30 a.m.

Luego lo llevaba al aeropuerto y él decía que sentía un miedo terrible, que el hombre es un animal terráqueo y cuando las azafatas cerraban la puerta del avión era como si estuvieran cerrando su sepultura. Fue un ser supremamente religioso por tradición, católico, apostólico y romano. No fallaba un domingo a misa, y a la capilla de la Universidad Sergio Arboleda asistía dos veces.

La muerte

Cuando murió Rafael Carrillo me dijo que nos viéramos en el café La Romana del centro de Bogotá para hablar y recordar la Filosofía del maestro. Así lo hicimos, y cuando estábamos en la mesa donde se sentaba el maestro Carrillo con nosotros, vi sus lágrimas bañándole la cara. Y comenzó a reflexionar sobre la muerte: “Mira líder, tú sabes que nada puede hacernos imaginar la muerte. La muerte es inimaginable. Ya Carrillo está en otra dimensión. Fue un Caribe Universal. Nosotros estamos vivos a condición de ser mortal y no hay mayor verdad que lo que no vive. Lo que vive es lo que puede morir”.

-Claro profesor, el vivo muere por culpa de su cuerpo, le dije. Sí líder, seguía argumentando, “Carrillo es un muerto inmortal a su manera, me duele porque ya no lo veremos más por la carrera séptima y confirmo una vez más que una filosofía en los límites es una en permanente equilibrio. Y ese equilibro lo tuvo el maestro Carrillo. El profesor Bustillo siempre me decía que lo que vive es lo que puede morir y, sin la muerte, la vida no merecería ser vivida. Usted la vivió intensamente, ¡maldita sea la vida sin la muerte! al decir de Epicteto. Adiós profesor Germán de Jesús Bustillo Pereira.

(*) Profesor de filosofía de la Universidad del Atlántico.

Por Numas Armando Gil Olivera * / Especial para El Espectador

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