El Magazín Cultural

“En Caribia tengo el ombligo enterrado”: líder social del Urabá

Silvia Hoyos Verona es líder de Caribia, un pueblo que ha resistido al olvido y las emergencias por suplir necesidades básicas. Ella, Casa Lúker y Transhuella unieron fuerzas para visibilizar la cultura de la comunidad mediante el arte.

Laura Camila Arévalo Domínguez- @lauracamilaad
21 de noviembre de 2018 - 02:00 a. m.
Silvia Hoyos se comprometió con el progreso de Caribia desde la muerte de su hermano, Juan Hoyos, quien lideraba los proyectos de la comunidad.  / Diana Prada
Silvia Hoyos se comprometió con el progreso de Caribia desde la muerte de su hermano, Juan Hoyos, quien lideraba los proyectos de la comunidad. / Diana Prada

Justo del lado de la carretera se asomaban las tumbas. Las de los muertos de Mulatos, un corregimiento por el cual se debía pasar para llegar a Necoclí. Tuve tiempo de fijarme en las lápidas, porque la comunidad estaba en paro. Bloquearon las vías para intentar llamar la atención de la Alcaldía de Necoclí: hacía más o menos una semana, tres pescadores se habían perdido en alta mar. Nos detuvimos y me bajé del carro a observar los nombres de los muertos grabados en esas tumbas blancas. Tenían maleza y un poco de barro a los lados. Ahí era donde tal vez tendrían que enterrar a esos pescadores.

Nuestro destino era Caribia, el primer corregimiento de Necoclí, municipio del Urabá antioqueño. Aterrizamos en Montería, atravesamos el río Sinú, olimos la sal y sentimos la inquietud del mar de Arboletes. “Preparen los huesos”, nos advirtió el conductor del taxi en el que nos montamos. Lo entendí cuando comenzamos a sentir la carretera destapada. Al llegar, cinco o seis niños delgados de piel morena salieron corriendo detrás del carro que paró en una casa de colores. Ahí vive Silvia Hoyos con su familia.

Hoyos me contó de su vida en Caribia. Le pregunté por cada uno de los detalles de sus días, ella me contestaba mientras me servía un jugo de carambolo. Supongo que notó que el calor se burlaba de mi rutina citadina y fría de Bogotá, así que decidió salvarme. Mientras me tomaba el jugo con el afán y la sed propia de los rolos en tierra húmeda, me dijo que se levantaba a diario a las cuatro de la mañana y que trabajaba en la finca del cacao. Abre los ojos antes del alba a preparar desayuno y almuerzo. Los lleva en “los portas, bien bacano”, y así se alimenta mientras trabaja como operaria de campo. A sus hijos, Laura Catalina Chica y Juan Carlos Chica, los atiende su mamá, Rosalba Verona, y los lleva a la escuela de Caribia. Todos desayunan una tajada de plátano con huevo o una de pan con chocolate. Mientras me cuenta se los saborea y se provoca. Me pregunta que si quiero y yo le digo que sí. “Eso, cachaca. Prueba uno de esos para que sepas lo que es sabroso”.

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Silvia Hoyos, de cachetes pronunciados, piel color café, crespos delgados, manos fuertes, labios gruesos y sonrisa generosa, “hace de todo”: recoge cacao, cosecha, hace monitoreo de las aproximadamente 18 plantas que son evaluadas para determinar la enfermedad de cada una. Se hace cargo de determinar la incidencia y el porcentaje.

¿Y cuáles son las enfermedades de las plantas?, le pregunté asombrada.

Sonrió y me dijo: “Las plagas y los hongos son las enfermedades de las plantas, cachaca”.

A Hoyos le gusta su trabajo. Lo disfruta. Dice que es muy responsable, pero que allá se forma la “gozadera”. Se encoge de hombros porque se avergüenza de que sepa que su pasión es bailar, pero, de todos modos, arrugando la nariz y los ojos, me lo confiesa.

Silvia, ¿y cada cuánto baila? ¿Qué tiempo dedica a esas pasiones que no tienen que ver con el chocolate?

Trabajo de lunes a sábado de seis de la mañana a dos de la tarde. Después me voy a mis clases en el SENA. Estudio cultivos agrícolas.

Cuando se aproxima la respuesta que busco en sus ojos respecto al tiempo, los baja y un asomo de amargura me indica que sus angustias tienen que ver con las horas que le invierte al trabajo y al estudio, “Cuando uno tiene hijos, uno piensa en el futuro de ellos, por eso me gusta trabajar; pero sé que yo mantengo más tiempo en la finca y no los estoy aprovechando. Yo le veo el lado positivo y me recuerdo de que lo estoy haciendo es por ellos. Para darles futuro”.

Caribia es un pueblo cálido. Mientras los visitantes intentábamos disimular que estábamos a dos grados de derretirnos, los habitantes del pueblo nos traían agua de una pequeña tienda en la que los niños compraban “mecato”. Sonreíamos, hablábamos y respirábamos sudando. Tienen un puesto de salud con una enfermera que los atiende de ocho de la mañana a cuatro de la tarde. Si hay alguna emergencia, deben sacar al enfermo en moto o en hamaca: se cuelga en dos palos al doliente y sale tambaleándose en dos pares de hombros hacia el hospital.

“Hombe, ¡qué va!, si aquí ya estamos acostumbrados al calor y la humedad. Nosotros lo que necesitamos es que los políticos dejen de tirar embuste y nos cumplan con el puente para reemplazar la garrucha”. Hoyos se refiere a la cuerda con la que se cuelgan niños, ancianos, mujeres embarazadas, y el resto de la comunidad. Según Hoyos, en Caribia hay aproximadamente trecientos ochenta habitantes. La garrucha no es opcional, porque Caribia es un pueblito que está como embotellado. Para salir y regresar se debe usar el mismo camino, y esa alternativa les permite a los demás vecinos y a los niños que quieren estudiar, ahorrarse el trayecto largo que tendrían que pasar para llegar por carretera. Los burros son un lujo del que gozan pocos. Al pueblo no han ido muchos políticos, pero los que se han atrevido prometieron el puente, compromiso que nunca se cumplió.

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Casa Lúker es la dueña de las 500 hectáreas de cacao en las que ahora trabajan Hoyos y su comunidad. La empresa se ha comprometido con el progreso de estas personas, que buscan a diario la forma de agradecerles por el empleo y por iniciativas como las de Transhuella, empresa encabezada por Manuela Echeverri, una artista plástica que se moviliza hasta el territorio para trabajar por las costumbres y las tradiciones de la comunidad. Les toma fotografías, las interviene y las expone en las capitales colombianas. Cuando Lúker y el equipo de Transhuella llegan a Caribia, se abren las posibilidades de la pintura, los libros y la música.

Estas iniciativas han logrado que Silvia Hoyos haya dejado de lamentarse por no cumplir el sueño de trabajar en una oficina de Medellín. Quería ser secretaria.

A Caribia, uno de los tantos corregimientos del país, hay que explorarle sus calles sin pavimentar. Sus comidas con olor a plátano, arroz y chocolate. A Caribia hay que abrazarle las ganas y aunar las intenciones de apropiarnos de nuestro patrimonio. De sus costumbres. Caribia, con sus almibarados porros que resultan más bellos que empalagosos, merece posibilidades. Alternativas con las que puedan atender sus necesidades. Merece soluciones que perduren.

Que a Caribia sigan llegando personas dispuestas a sumar para el futuro de los próximos pobladores, merecedores de juiciosas y dedicadas garantías de una vida más digna.

 

Por Laura Camila Arévalo Domínguez- @lauracamilaad

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