El Magazín Cultural

“Érase una vez en el Chocó”

Cuando por fin parecía que John Soto llevaba una vida tranquila en Bogotá, el peligro vuelve a entrometerse en su vida: el padre de su vecina ha desaparecido en ese departamento.

Juan Manuel Roca * / Especial para El Espectador
23 de diciembre de 2019 - 03:52 a. m.
Habla de las costumbres de una entrañable y dolorosa región y no hace costumbrismo.  / Gustavo Torrijos - El Espectador
Habla de las costumbres de una entrañable y dolorosa región y no hace costumbrismo. / Gustavo Torrijos - El Espectador

Difícil señalar a qué género pertenece Érase una vez en el Chocó, la más reciente novela de Cristian Valencia. Tiene algo de western, algo de un american gothic paródico como el del cuadro de Grant Wood, tiene algo de misterio, algo de policíaco, me digo y le digo a una amiga con la que lo leo.

Agregaría que este libro ronda la novela negra, no en el sentido extenso de lo policíaco, aunque sus tratos cercanos a un realismo gansteril lo acerquen a ella. En el plano del juego semántico sí podría decirse que es una sugestiva, sutil y transgresora novela negra, pues ocurre en el Chocó.

Se trata de un viaje purgatorial del investigador atípico John Soto a las selvas chocoanas. Va en la en búsqueda del padre desaparecido de una conocida amiga y vecina. La novela, como en un diario febril, está construida en seis días, uno menos que los que demoró el creador del mundo, según un curioso testimonio anotado en el Génesis, pues el séptimo día el hacedor descansó.

En el caso chocoano, un dios pagano y afro, tras crear, como en la Biblia, la noche y el día, el cielo y el mar, la tierra y la vegetación, las estrellas —que según el entrañable Arnoldo Palacios son negras—, el sol, la luna, los peces y las aves, los animales y la humanidad, decidió tomarse también un merecido día de descanso. No se por qué las pocas veces que he ido al Chocó pienso que ese dios pagano que lo creó, y no ignoro el laboreo de la minería ni de la pesca y otras faenas, que hay allí un hondo amor por el descanso, sobre todo donde mis compatriotas antioqueños llegan a trabajar, sí, pero antes que nada a hacer que trabajen los demás.

Pues bien. Esta novela-calendario de seis días nace en las cabeceras de los ríos del Chocó y desemboca en una imaginería rica y diversa, en una prosa ascética, precisa y sugerente. Difícilmente se logren en nuestra narrativa calidades descriptivas de personas, ritmos o paisajes de manera tan puntual y sin artificios, algo que muy seguramente le venga a su autor de su largo y no pocas deslumbrante oficio de cronista.

La frase de Francois Villon, “muero de sed al lado de la fuente”, le viene muy bien a la riqueza que rodea la miseria chocoana. Esto no es solamente un color o un aderezo en Érase una vez en el Chocó, y está lejos de querer ser una novela de tesis encorsetada por alguna ideología.

Cristian Valencia nos lleva a un territorio de milagros y miserias. Lo hace como pocas veces en la novela colombiana con un humor disolvente, con unos guiños que pasan de lo trágico a lo patafísico y con ello a una realidad que concilia o enfrenta dos orillas de nuestra contradictoria realidad. Creo que esto se debe a las bondades de buen cronista que tiene Valencia: la claridad cenital de la historia, la observación cruda o amorosa en el detalle, la poética de las palabras sencillas y cotidianas, el deseo de entender un mundo agorero como el de las selvas del Chocó, una región cargada de múltiples violencias por paradoja llamada el Pacífico, un oxímoron nacido antes de que esto fuera una ironía.

Todo está envuelto en una poética nocturna, en una cultura traqueta llena de códigos y gestos por descifrar. Ir en búsqueda de un desaparecido padre ajeno hace que John Soto entre a un mundo de sigilos, de preguntas por un fantasma como Pedro Páramo o una sombra. Y que también por azar encuentre una mujer de ojos bulliciosos, Georgina, que seguramente come sin sal, algo que es un agüero de hechiceras para poder volar.

Hay personajes inolvidables. Como el pequeño hijo del gran patrón, don Chema, un hombre que por capricho se decía descendiente de zulúes, y que era dueño de tiempos y destinos. Ese hijito es un pequeño niño dictador, un tirano bonsái que puede tejer y destejer destinos. El niño principesco, hijo de un capo dueño de casas y personas, de un padrino de aldea que como todo capo entiende y hace entender los protocolos del hampa que son iguales o parecidos en Nueva York o en Opogodó, en Sicilia o en Quibdó, en Harlem o en Tutunendo, resulta inolvidable no obstante su ligera aparición y desaparición del relato, como si fuera un extra que se adueñara de buena parte del filme. Don Chema es un padrino tropical, que no baila tarantelas ni besa las mejillas de sus pares. Don Chema es un pequeño dios afro que huele a palosanto. Y que seguramente escuche alabaos, jotas y chirimías en la radio.

Un desfile de gentes corpulentas, tan altas que parecen trepadas en sí mismas, tienen en el Chocó y por supuesto en la novela algo de palafitos, de casas a orillas de uno de los centenares de ríos de esa región entrañable y dura.

El paisaje para poner a trasegar a un investigador no es más grande por excéntrico, lo es más bien por el paso de ese hombre citadino llegado de Bogotá, que pone más de relieve un país lejano y orillero del que solo se oye hablar en tono de tragedia. Respiran en el libro la selva, sus catedrales de olor, la maraña de sus días. Ese paisaje que visto desde el aire parece un inmenso y tupido brócoli en el que caerse debe significar no dejar huella alguna.

Quisiera reincidir en el disolvente y lúcido humor que hay en estas páginas. Y recordar que al contrario de lo dicho por Bergson acerca de la risa, no necesitamos ser de esa parroquia, de esos poblados de la Colombia negra para entender las ironías, los desgarrones del azar y sus miserias.

Valencia realiza una novela esperpéntica, lo repito, de un cuño singular muy escaso o inexistente en nuestra narrativa, tan llena de tópicos. El autor conoce la idiosincrasia regional, pero no hace costumbrismo. Si no la conociera, haría simples personajes caricaturescos. En cambio resultan ser de honda carnadura humana, contradictorios y vivos, con los que logra una suerte de hiperrealismo surreal, valga el engendro de esta expresión. Diría que lo logra por ser antes que nada un maestro de la introspección y tal vez por eso mismo, también, sabe mirar muy bien a los demás. Lo hace con una pasmosa naturalidad. Lo invitamos a leer: Sílaba: la hermandad literaria

Otra cosa es su precisión para crear hechos elusivos, apenas insinuados dentro de una poética sosegada que no depende privativamente de las palabras, sino de las imágenes que crea. No me puedo resistir a una de esas imágenes que en sí mismas son un poema: “El disparo atravesó el techo. Lo supimos porque sobre el piso apareció de pronto una pequeña moneda de luz, que parecía de oro, pero era de sol”. Qué manera más bella y metafórica de hablar de un agujero en el techo, de un trozo de luz solar que se cuela por un tejado.

Es esta una novela que vadea muchos riesgos con ventura. Habla de las costumbres de una entrañable y dolorosa región y no hace costumbrismo. Habla de un tráfico de armas y de almas y no hace sicaresca. Habla del abandono estatal, pero no hace novela de tesis. Habla de la música de fondo de un paisaje con marimbas y no hace folclor. Es riesgosa como llevar un paquete cualquiera, así sea lleno de nada, y atravesar ríos y pueblos donde todo foráneo termina por ser sospechoso de algo.

No quisiera contar de manera puntual el argumento de Érase una vez en el Chocó, solo quisiera dejar estas imágenes deshilvanadas que invitan a su lectura y a pensar que “mi madre, alma bendita”, la hubiera leído con agrado. Que todos los demás entresijos de la trama queden sin revelarse, son asuntos que pertenecen al secreto del samario.

Por Juan Manuel Roca * / Especial para El Espectador

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