El Magazín Cultural

Fidel Castro el día de su cumpleaños 70

El escritor colombiano evoca noches inolvidables con el entonces presidente cubano y el Gabriel García Márquez.

William Ospina
19 de agosto de 2018 - 09:00 p. m.
 Gabriel García Márquez y Fidel Castro, en uno de sus múltiples encuentros.
Gabriel García Márquez y Fidel Castro, en uno de sus múltiples encuentros.

Se habló de muchas cosas aquella noche, y Fidel fue sin duda el centro de la conversación. “Gabo me ha traído muchos libros. No sólo los suyos. Todo lo que piensa que yo debiera leer me lo trae, y yo los leo todos. Incluso algunos libros de ciencia ficción. Recuerdo uno que se llama “El día de los trífidos”, una historia muy extraña de una especie de árboles que devoran a los seres humanos”. En otro momento, Gabo citó los versos de Jorge Manrique: “Cuán presto se va el placer,/ cómo, después de acordado/ da dolor;/ cómo a nuestro parecer,/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor”. “Lamento no estar de acuerdo”, dijo Fidel, “pero yo no pienso que el pasado sea mejor que el presente. ¿Qué puede haber mejor que este momento?” añadió, “Estar aquí, esta noche, conversando con ustedes, nada puede ser mejor que esto”. Para mí fue una sorpresa oírle decir eso, no sólo porque se animaba a discrepar ante el prestigio de la poesía, sino porque los hombres que han hecho historia suelen vivir muy pendientes de sus hazañas pasadas.

Claro que Fidel sabía en qué momento hablar del pasado, y dos veces en la vida me lo demostró. Una noche en Holguín, meses después, visitando la casa de sus padres, que acababa de ser restaurada, y a donde nos había invitado para celebrar su cumpleaños número 70. Para entonces ya había leído mi ensayo “¿Dónde está la franja amarilla?”, le había hablado con entusiasmo de él a Gabo y a Mercedes, hasta le había encontrado afinidades con su escrito de juventud “La historia me absolverá”, y sobre todo había sentido en ese ensayo la magnitud que tuvieron para Colombia los hechos del nueve de abril de 1948, que él presenció estando en Bogotá como delegado de Cuba al Congreso estudiantil paralelo a la Conferencia Panamericana que fundó la Organización de Estados Americanos.

Aquella noche de su cumpleaños en Holguín nos invitó a la casa donde estaba alojado, y dedicó la cena a contar minuciosamente cómo había vivido los hechos del nueve de abril. Tenía una cita a las dos de la tarde con Jorge Eliécer Gaitán, estaba haciendo tiempo caminando por el centro de la ciudad, cuando escuchó los gritos que anunciaban que Gaitán había sido asesinado y vio cómo comenzaba a formarse la terrible conflagración que casi devora la ciudad. Advirtió dos cosas a la vez: que se estaba formando una inmensa revuelta de indignación popular y que el gran peligro era que aquella fuerza sin orientación y sin rumbo derivara sólo hacia la destrucción y el saqueo. “Yo estaba leyendo por entonces la historia de la revolución francesa”, dijo, “conocía los discursos de Camille Desmoulins y de Danton, y en algún momento intenté hacer discursos como esos con la esperanza de que aquella revuelta encontrara algún orden. Yo intenté apagar esa hoguera, y ahora me acusan de haberla encendido”.

Sentí como un gesto especial hacia sus huéspedes colombianos que dedicara la noche de su cumpleaños exclusivamente a hablar de nuestro país y a recontar esos hechos y lamento que entonces no tuviéramos como hoy la posibilidad de grabar sus palabras, aunque bien podría ser que quienes lo acompañaban las hayan grabado, porque en Cuba tienen sentido de la historia. Fidel siempre andaba acompañado de sus fotógrafos personales, de sus historiadores, de sus veteranos de la Sierra Maestra, y con ellos había volado yo en la mañana entre La Habana y Holguín. Adelante iba el avión donde viajaban Fidel, Gabo y Mercedes, con funcionarios y periodistas, atrás íbamos en otro avión del Estado el vicepresidente, el secretario Pérez, los veteranos, algunos periodistas, dos invitadas mexicanas, la Chaneca Berta Maldonado, gran amiga mexicana de los García Márquez, con su hija, y dos invitados colombianos, aunque no recuerdo ahora si Ricardo Santamaría, que había sido embajador de Colombia en Cuba, iba en nuestro avión o en el de Fidel. Sé que fue esa noche, escuchando el relato de Fidel sobre el nueve de abril, cuando la periodista Katiushka Blanco concibió el proyecto de su libro Guerrillero del tiempo.

Fidel ya había contado aquellos hechos, por ejemplo en una grabación que recogió Carlos Franqui, que fue comandante en la Sierra Maestra, y director de algunos medios de comunicación revolucionarios, y que por allá en 1976 fue publicada por el diario El Tiempo. Pero tengo la impresión de que entonces Fidel tenía más el recuerdo de los detalles de aquella jornada que una idea de su importancia para el destino del país. Con todo, ese de Franqui es un relato que puede dar muy bien la idea de lo que nosotros escuchamos en Holguín aquella noche de 1996. Fidel contó que por todas partes el nueve de abril la gente se armaba de lo que fuera, unos para atacar y otros para defenderse, y que en un lugar del centro de la ciudad, entre los trozos que caían de las vidrieras y el humo de los incendios de comenzaban, encontró a un hombre tratando en vano de romper una vieja máquina de escribir para utilizar el rodillo como arma. Fidel decidió ayudarle, tomó la máquina y la arrojó al aire, de modo que al caer saltaron todas las partes y el rodillo quedó liberado, después se alejó entre el tumulto.

Ahora tenía una idea más clara de lo definitivo que había sido el nueve de abril en el desenvolvimiento de la tragedia colombiana, me pareció que estaba tratando de entender su lugar en aquella historia, y de pronto recordó que García Márquez también estaba en Bogotá por esos días, que los dos habían vivido el nueve de abril, aunque sólo se conocieron muchos años después, y que nunca habían hablado en detalle de aquella jornada. Entonces se volvió hacia su amigo y le dijo: “Bueno, Gabo, cuéntanos, ¿qué hacías tú el nueve de abril?”. Y Gabo, que tenía siempre el don de las frases felices y contundentes, le contestó con una sonrisa: “No: yo era el hombre de la máquina de escribir”.

Ahora estoy casi seguro de que fue el relato de Fidel sobre su experiencia de ese día lo que animó a Gabo a reconstruir con detalle en Vivir para contarla su propia experiencia del Bogotazo, que es una de las secciones más vívidas, conmovedoras y reveladoras del libro. Para los colombianos, una de las claves de lo que yo llamaría nuestra arqueología psicológica es la reconstrucción del nueve de abril, una de esas jornadas míticas a las que remitimos nuestra vida colectiva y a veces también nuestra experiencia personal. Aquella semana estaba naciendo una interpretación del continente, estaba naciendo la teoría del subdesarrollo, a la que nos sometieron durante por lo menos cincuenta años, se estaba decidiendo el papel de los pueblos tropicales y equinocciales en el modelo del capitalismo mundial, estaban en Bogotá Marshall, Balaguer, Rómulo Betancur, Luis Cardoza y Aragón, pero para nosotros es muy significativo que hayan estado también esos dos seres que son parte central de nuestra mitología continental: Fidel Castro y Gabriel García Márquez.

De algún modo aquella primera noche en casa de Gabo es para mí inagotable. Recuerdo que se habló de la situación de Cuba, en pleno período especial, de las dificultades no sólo económicas sino políticas y sociales de aquellos días. En algún momento Fidel dijo: “Se nos han envejecido las instituciones”. Yo perdí mi habitual timidez y animado por el espíritu de franqueza de la conversación le dije: “Pues tendrías que remozarlas, con esa juventud que tienes”. Súbitamente serio, me preguntó: “¿Qué me quieres decir?”. Con toda sinceridad le respondí: “Que yo te veo muy joven, Fidel”. Entonces se volvió hacia mí y me extendió su mano.

Pero yo no quisiera terminar estas evocaciones hablando de política de Estado, sino de algo más importante, de la vida, de la relación con las cosas más sencillas y profundas de la realidad, porque sé que es ahí donde se conoce de verdad a los seres humanos. A Fidel Castro, como a todo político, se le pueden criticar muchas cosas, pero yo tengo que decir que él y sus gentes formaron la única nación de América Latina que no está asediada por la criminalidad y por la violencia. Han padecido escasez, han padecido hambre, han padecido aislamiento. Pero son allá adentro la comunidad más digna y más fraterna que he conocido.

Cuando un joven poeta amigo nuestro en Santiago de Cuba se quejó un día en su casa de que los líderes de la revolución no habían sabido calcular las consecuencias de la dependencia de la sociedad soviética, ni prever lo que sobrevendría con la caída del bloque socialista, su madre le pidió su permiso para decir algunas cosas. “Ya les has hablado a tus amigos y les has dicho tu opinión. Ahora yo quiero decirles la mía. Antes de la revolución yo no era nadie, no podía esperar ningún futuro. Gracias a ella pude estudiar, hice tres carreras, pude educar a mis hijos, y yo me voy a morir defendiendo lo que aquí hemos hecho. Y quiero decirte una cosa, hijo: la verdadera pobreza es estar solo. Aquí carecemos de muchas cosas, pero si no tenemos algo vamos donde el vecino, y si tiene, nos lo dará. Así como nosotros compartiremos con él lo que tenemos. En cambio, aunque yo nunca he salido de Cuba, sé que hay países donde el que no tiene tampoco tiene a quien pedirle, en quién buscar ayuda, porque está solo. La riqueza es ser una comunidad. No tener con quién contar, estar solos, esa es la pobreza verdadera”. No sé si su hijo habrá entendido, pero yo iba de Colombia, donde tanta gente está sola, y sí entendí.

Alguna vez le pregunté a una muchacha cubana por las calles de La Habana qué pensaba de Fidel Castro: ella me respondió como sólo puede hacerse desde la vida, desde la realidad. “¿Qué quieres que te diga de alguien que anda de manga larga con este calor?”. Ello me hizo pensar que tal vez a Fidel la vida no le permitía ser todo lo caribeño que podía ser cualquier persona. Recuerdo esto porque aquella vez le conté a Fidel que la noche anterior Gabo nos había invitado a Dos Gardenias, un lugar donde cantan boleros. “¿Conoces ese sitio?”, le dije. “No”, me respondió. “Me han hablado mucho de él pero nunca he ido”. “¿Pero cómo?”, le dije, “si es un sitio tan grato, tan cubano”. Me explicó que las tareas del Estado no le dejaban mucho tiempo, que estaba siempre ocupado en otras cosas. Entonces me puse un poco insolente, sin proponérmelo, y le dije: “¿O es que no te gusta el bolero, o qué?”. Recuerdo que me miró con los ojos muy abiertos, se quedó un poco rígido, frunció el ceño, pareció a punto de entrar en combate, y exclamó con la mayor vehemencia: “Claro que me gusta”. Entonces hizo algo que yo no esperaba, y que no lograré trasmitirles a ustedes porque para eso tendría que tener talento escénico. Se puso de pie, y allá, arriba, abrió los brazos y empezó a cantar:

Aquellos ojos verdes/ serenos como un lago/ en cuyas quietas aguas/ un día me miré./ No sabes la tristeza/ que a mi alma le dejaron,/ aquellos ojos verdes que ya,/ nunca besaré.

Por William Ospina

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