“Si alguien me preguntara por qué, teniendo ante nosotros el patético mundo contemporáneo, algunos escritores nos remontamos a veces a épocas pasadas, tendría mucho que responderle. Ante todo, le diría que todo presente tiene su raíz en un pasado. En segundo lugar, le haría ver cómo a cualquier lector, hablándole del pasado, es más fácil desmontarle sus prevenciones y transmitirle lo que deseamos acerca del presente (,..). El tiempo pasado contiene nuestras semillas, nuestras raíces (...). En él está lo que realmente somos, brotado de lo que fuimos. En él está nuestra cara, en él nació la materia de los ojos con que miramos en el espejo nuestra cara”.
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Fue en la Cartagena de finales del siglo XVII, anclada en la oscuridad, o bueno, en alguna oscuridad, dicen, y en la Europa de primera parte del siglo XVIII. De 1969 datan los primeros manuscritos de La tejedora de coronas, la novela, esa novela, la de los navegantes, marinos y comerciantes caribeños, la de Genoveva Alcocer y su familia, pero también la del Mediterráneo y el continente europeo, la de los imbatibles orgullos cruzados entre la percepción y la razón, entre las biblias y las enciclopedias, entre la Corona francesa y la Corona española, que se sorteaban a bombazos y dictados en las indias. (Lea más acá: Germán Espinosa: la verdad sea dicha)
De Germán Espinosa han valorado la virtud con la que enmarcó multiplicidad de referentes culturales, como el escudriñamiento de un pasado transgredido por la Inquisición y sus siglos. Su fino desbordamiento de significaciones históricas, porblematizando las nociones de historia mediante circunstancias psicológicas y sociales que ambientan su obra, también mediante la exaltación y el desarrollo de la relación espacio-tiempo en sus narrativas: en resumen, mediante las posibilidades de la ficción.*
Genoveva Alcocer, mujer de talante, simboliza el empoderamiento de la sexualidad y los diversos factores que atraviesan esta temática en el transcurrir de las páginas. Desde la experiencia dolorosa de la violación y los rastros que deja esta acción temeraria en el cuerpo, hasta la lucha interna que genera secuelas en el perfil psicológico del personaje, Espinosa ilustra, pues, la pesadumbre de una tradición casi que inherente a la historia de la humanidad, en la cual la mujer era concebida desde discursos segregadores y falsos ideales que determinaban su lugar en el mundo como una reducción al servicio de la procreación.
Una lucha en contracorriente de una sociedad reprimida y convencida por los pesares de discursos promovidos por la Santa Inquisición y emitidos de voz en voz, de calle en calle, de pared en pared, de habitación en habitación, de cama en cama, de susurro en susurro y hasta de sueño en sueño, como una oralidad latente que alguna vez tendría que ser consignada. Así, somos testigos de un contexto opaco que anhelaba una especie de coraje y que, al conseguirlo, daría por resultado una Ilustración que, a la vez, como cada época humana, tendría en cuenta los términos y las coordenadas bajo las cuales las nociones de ser, sexualidad, Dios y hombre se replantearían. (Lea más acá: Germán Espinosa: extractos de un libro póstumo)
Entre los elementos sociohistóricos que trajo a colación Espinosa, se ven inmiscuidos destinos que atraviesa Genoveva Alcocer, o que bien la atraviesan por su liberado adelantamiento a su época. Este personaje, que sustenta y es el corazón del entramado de esta novela, se atreve a formar parte de grupos que no correspondían al pensamiento de sus contemporáneos, ni mucho menos, de las contemporáneas.
La narración de Alcocer se revela como una oscilación y tiene lugar mientras, a sus más de noventa años, está siendo juzgada por el tribunal de la Inquisición, el cual, además de darle muerte, termina siendo el eje sobre el que cuelga uno de los péndulos de esta novela: la oscilación entre bien y mal, entre vida y muerte, orden y caos, horror y belleza, casi que entre Apolo y Dionisio, para dar lugar a una serie de reflejos de espejos cruzados a lo largo de la novela, entre estos y otros tópicos que desarrolla Espinosa.
Los tiempos van y vuelven, se avanza, se retrocede. El espacio se conforma entre escenarios de París, Estados Unidos, Cartagena y las Antillas Holandesas. Va de uno a otro, y regresa. (Lea más acá: Germán Espinosa: el genio y el padre)
Entre tanto, las palabras van constituyendo diálogos de la protagonista consigo, con los otros y con el lector mismo, poniéndolos a todos y poniéndose a sí en un tejido simultáneo de discusiones en contra de corrientes filosóficas, posturas políticas y pensamientos en torno al arte, que responden al marco de la llamada época de las luces y que, de paso, cuestionan la fragilidad de la razón en contraste con los sufrires y las intuiciones. Tejidos que entrelazan esa serie de reflejos de espejos y que los unen de modo que estos no responden a dicotomías y miradas cruzadas, sino a la unión de contrariedades humanas e históricas.
Para 1982 Espinosa lanzaría la novela que, por la brillantez que tuvo para escarbar en unos siglos pasados y reflexionar entre condicionales y mundos posibles y realidades, lo consagraría en una época de letras latinoamericanas –la mal llamada boom- cuyo sentido poético se distanciaba de su propuesta literaria, al igual que de sus transgresiones sintácticas: La tejedora de coronas cuenta con no más de 20 puntos y aparte, y con una oleada de comas.
A pesar de que para la época ya se había encontrado algunas narrativas que se enfocaban en discursos feministas, hacia los años 70, autoras como Albalucía Ángel y Helena Araújo empezaron a demarcar la literatura en el país. Algunos, precisamente, han señalado La tejedora de coronas como una reivindicación feminista. Sin embargo, otros lectores y organizaciones como la UNESCO, han resaltado su valor literario en general, como “una de las obras representativas de las letras humanas”.
*Fuente: “La tejedora de coronas de Germán Espinosa: Versión literaria de la historia americano-europea del siglo de las luces”, Cristo Figueroa.