El Magazín Cultural

“Guayacanal”: la refundación de un mito

El libro más reciente de William Ospina recorre la historia de Tolima y Manizales desde el siglo XIX hasta mediados del siglo XX, por medio de las montañas y las memorias de su familia.

Andrés Osorio Guillott
16 de junio de 2019 - 02:00 a. m.
“Los de Guayacanal fueron tiempos de paz pero de lucha eterna”, afirma Ospina. / Cortesía
“Los de Guayacanal fueron tiempos de paz pero de lucha eterna”, afirma Ospina. / Cortesía

Volvió a las entrañas. Volvió, pero esta vez lo hizo de una forma diferente. Esta vez no lo hizo en el jeep que alguna vez manejó con su familia; en esta ocasión regresó desde los senderos empinados y frondosos de su memoria. Y sí, viajó de nuevo con su familia, con el aval de quienes se alzaron como puentes entre la segunda mitad del siglo XIX y este presente incierto. Agarró los baúles de los recuerdos y escarbó en los cachivaches de su esencia las razones por las que siempre será menester retornar a las raíces del árbol genealógico, explorar bajo tierra el devenir de un núcleo familiar que se formó en tiempos prósperos, en días que prometían un mejor mañana y en los que los silencios, los peregrinos y la confianza en el otro eran símbolos de una sana convivencia y no instantes o costumbres que se transformaron en los ecos de los disparos y en el temor a ser asesinado por azar, por injusticia, por desgracia.

Cruzado de brazos, con una quietud coherente con el observador, con quien contempla admirado su pasado y escucha sus remembranzas con la misma atención con que escuchaba a sus abuelos en las tardes de silencios ininterrumpidos, Ospina cuenta que “este es uno de esos libros que se escriben en poco tiempo, pero se gestan en mucho. A lo largo de toda la vida estuve acumulando experiencias, imágenes y frases que tenían que ver con esta historia. Yo sabía que esto tenía que contarlo algún día. Y no solamente eran cosas que yo fuera elaborando, sino cosas que elaboraron mis abuelos, mis bisabuelos, mis tíos, y los diálogos familiares gestaron mucho todo esto. Las historias que me contaron cuando tenía 13 años, cuando tenía 15. Digamos que los hechos que se van narrando allí ya estaban en mí e iban enriqueciéndose con esos relatos. Y también el conocimiento de los escenarios donde los hechos ocurren. Yo conocí esas montañas desde niño, las he visitado en distintos momentos de la vida y también para la novela fue muy importante que yo tuviera esos recuerdos, como esas capas tectónicas de distintos momentos, de un mismo territorio donde ocurría todo. Así me resultó mucho más fácil, cuando ya estaba narrando, ir de algo que ocurre hace cinco años a algo que ocurre hace veinte o hace cien. Por otro lado, uno en la memoria tiene muchas cosas. Hay muchos personajes, muchas anécdotas y uno no sabe de antemano cuáles son las que hay que contar, cuáles son las verdaderamente relevantes, cuáles son meras anécdotas y cuáles son las que tienen un contenido literario más profundo. Esa es la dificultad de la escritura misma. Ir encontrando cuáles son las cosas que verdaderamente vale la pena contar e ir encontrando la manera de enlazarlas unas con otras. Yo esperaba que la memoria me dictara las cosas”.

Habló del cañón del Guarinó como “el mejor espectáculo de su adolescencia”, como ese vasto e inmenso lugar que lo ayudaría a entenderse a sí mismo. Habló de la música, de la poesía sonora de los boleros, de los versos de Homero Manzi, de Óscar Agudelo, de las canciones que su padre tocaba con destreza en la guitarra, de aquellos acordes que por poco desaparecen luego del accidente que sufrió su padre y en el que por poco pierde algo más importante que el brazo: la pasión.

“Mi casa no era casa de libros. Yo llegué más a la literatura por las canciones de mi padre, por los cuentos que oía contar en mi infancia, que por los libros. Los libros me llegaron en la adolescencia y llegaron a satisfacer una necesidad que me habían creado las canciones y los cuentos. Una necesidad de historias, de relatos, de llenar la memoria con esos elementos. Colombia es un país que tiene una gran memoria musical. Por el lugar que ocupa en el continente, por aquí pasan todas las músicas. El común de los colombianos, que no esté muy bien enterado de esas rutas, puede creer que son canciones colombianas todas: las rancheras mexicanas, unos boleros cubanos, unos sones, unos pasillos ecuatorianos, unos joropos venezolanos, unos tangos argentinos. Por aquí pasa todo eso y eso forma parte de nuestra educación sentimental. No hay momento de nuestra vida en que la música no tenga, no ocupe un papel muy importante. Para mí reconstruir esta historia exigía pensar en la música, por el ejemplo de mi padre principalmente, pero también porque esa música ya no era solamente un género musical particular, sino que quedaba impregnada en unos recuerdos”.

Ospina refundó a Padua como García Márquez refundó a Aracataca y como Mutis refundó a Coello. Ospina nos recuerda esa tradición de ser profetas de un pasado que estaba quedándose rezagado. Su relato aborda el siglo XIX, la rampante y arbitraria forma de adueñarse de las tierras fértiles con el pasar de los días. Sus memorias recorren los caminos de las cumbres borrascosas, de los peñascos y los torrentes adornados con inmensos bosques de todos los colores. Guayacanal es el nuevo mito de Colombia, es la historia de un paréntesis de paz que duró setenta años, de una época en que los peregrinos eran recibidos con empatía y en la que las banderas rojas y azules de la política empezaron a cubrir los cuerpos sin vida que por tradición y no por convicción pertenecieron a un discurso y a una ideología.

Por Andrés Osorio Guillott

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