El Magazín Cultural

Gustavo López Ramírez: “Una novela histórica debe ser un acto deliberado de alteración”

“Los dormidos y los muertos” (Rey Naranjo) ofrece una mirada a la Colombia conservadora, a la Colombia que condenó a quienes se distanciaron de la política tradicional.

Andrés Osorio Guillott
01 de abril de 2019 - 10:00 a. m.
Gustavo López Ramírez, médico y autor de “Una casa morada al doblar la esquina”.  / Cortesía
Gustavo López Ramírez, médico y autor de “Una casa morada al doblar la esquina”. / Cortesía

A Colombia la persigue el eterno retorno del que hablaba Nietzsche. La persigue una historia que parece estar sumida en un letargo interminable. Muchos duermen mientras otros mueren. Y así transcurre el tiempo y pocos se atreven a rebelarse a ese fenómeno de apatía, violencia y normalización de cualquier manifestación del mal. Arengas que claman justicia, relatos que se incrustan en las paredes y libros que emergen de los puños que decidieron afrontar su propia historia y sus cuestionamientos aparecen como testigos de esa apuesta por el despertar de la sociedad.

¿Qué recuerdos lo llevaron a usted a escribir sobre esos referentes del conservadurismo como Laureano Gómez y Guillermo León Valencia?

Los dormidos y los muertos exorciza algunos recuerdos y desentraña algunas historias. No todo es recuerdo en esta novela. Yo, que soy hijo del Frente Nacional, justo cuando la violencia liberal conservadora comenzó a declinar y el país vivió el coletazo final de los bandidos que se quedaron sin causa para defender: Sangrenegra, Chispas, Desquite, me preguntaba una y otra vez por qué sucedió todo aquello, por qué hubo un período de tanto odio y tanto encono y, si esas desgracias no se estarían repitiendo ahora, en la otra violencia, la que se recicló y continúa aturdiéndonos. Entonces leía todo lo que podía sobre aquella Violencia, con mayúscula, y sus 200.000 muertos, según cálculos aproximados, y lentamente llegué a la conclusión de que el tema no estaba agotado, ni mucho menos, ni en lo histórico ni en lo narrativo. Sobre todo, porque me parecía que las figuras del poder que tiñeron ese período de sangre todavía no habían sido miradas por la literatura en su dimensión trágica. Entonces me encontré con el libro de James Henderson, La modernidad en Colombia: los años de Laureano Gómez, de la Universidad de Antioquia, y cuando lo leí entendí por dónde podía comenzar a escribir la novela.

¿Qué tanto ha mutado ese modelo de familia conservadora que se plasma en el libro? ¿Qué tan fácil era apartarse de esa educación conservadora?

Evidentemente ha habido un cambio significativo en el modelo de familia que narra el libro y el actual. Por un lado, el país de los años 50 y los 60 era un país predominantemente rural: en 1960 el 80 % de las familias vivían en el campo. Hoy ese porcentaje es exactamente el contrario. La urbanización de la vida cotidiana apareja cambios en la forma de ver el mundo a través de la inserción en la modernidad. Por eso, la familia que se dibuja al principio de la novela, cuando muere Laureano, no es la misma que se resuelve trágicamente al final después de la muerte de Camilo Torres, 217 días después. Esa parte es la paráfrasis de la historia: entre la muerte natural del Monstruo y la violenta caída de Camilo hay apenas siete meses y, sin embargo, hay mucho más que una temporalidad cambiante, hay todo un cambio de piel.

¿Cómo logra uno analizar la figura de Camilo Torres? Si bien la religión propende por un bienestar comunitario, la Iglesia y los creyentes siempre han estado relacionados con ideales conservadores. ¿Qué representa, en ese sentido, el giro de Camilo Torres?

Camilo Torres es un ícono de la revolución y la manera en que abordó la situación del país galvanizó la generación que creció a la sombra del Frente Nacional. Si bien su quehacer puede ser imperfecto y necesariamente cuestionado, sus intenciones fueron esencialmente cristianas, mejor dicho, de un mesianismo orgánico. Ellas representan el mito fundacional de una nueva izquierda: la que decide matar la figura del padre, en el sentido freudiano del término, para permitir que una nueva realidad surja, tanto a nivel del sujeto como de la masa. Camilo rompió con la obediencia ciega, el dogma religioso, las maneras convencionales y se metió en un período de sacrificio personal y social para cambiar el statu quo. Personalmente, creo que todo en él fue equívoco y su muerte, una tragedia que aún nos pesa, sobre todo porque en su memoria se siguen cometiendo crímenes sin posibilidades de perdón y olvido.

¿Cómo asume usted la narración de un libro que tiene un trasfondo histórico a nivel nacional y también autobiográfico?

Lo que tenía en mente al abordar el problema implícito en la novela era una revisión del pasado para entender mejor por qué sucedió aquello. Pero no quería hacerlo solo en clave histórica o historiográfica, sino más bien como lo propone Muñoz Molina, campeando sobre una confluencia del tiempo público y el privado. Es decir, apartarme conscientemente de la historiografía y escribir, en los márgenes o en el reverso de los grandes momentos, las pequeñas historias, la historia de una familia en este caso, para recordarles a los historiadores de oficio esa dimensión del pasado y del presente en la que lo imaginado y lo posible son históricamente relevantes.

Además de los referentes históricos, en el libro se menciona, por ejemplo, a Walt Whitman. ¿Cuál es la influencia de sus poemas en su narrativa?

La verdad sea dicha, no soy un juicioso lector de poesía. Sin embargo, algunos poetas y algunos poemas son, para mí, una parada necesaria en el oficio de leer y de escribir. Whitman es uno de ellos, Borges es otro, León de Greiff es imprescindible, Góngora y muchos otros poetas españoles de antes y de ahora. Pero, más allá de la poesía, si usted se fija, en mis cuentos y en la novela hay un referente constante que es la música. La música es otra forma de la poesía, en lo que dice, en la prosodia y la métrica o, como recuerda Borges, la música: “Misteriosa forma del tiempo”.

El destino es uno de los elementos que más aparece en el texto como una angustia o preocupación. ¿Qué tanta certeza tenemos nosotros de, como dice usted en el libro, “ese destino que se va urdiendo hasta llevarnos al día en que se devele el sentido de nuestra propia historia”?

El sentido de lo predeterminado, de lo ineludible y fatal lo aprendí de Borges. Si uno se considera moderno y racional debería creer en el principio de incertidumbre o en lo probabilístico, no en la fatalidad. Sin embargo, la literatura se acerca más al sentido trágico de la vida en la que, como lo señala Borges, “también el jugador es prisionero / (La sentencia es de Omar) de otro tablero / De negras noches y de blancos días”. En la novela pareciera que los personajes, los históricos y los imaginados, obran como piezas movidas por otras manos, las manos que les trazan su destino, tal como lo imaginó Borges: “Dios mueve al jugador, y éste la pieza. / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / De polvo y tiempo y sueño y agonías?”. Sin embargo, también se puede leer la novela como una pregunta por perspectivas del ser humano: tanto en lo caótico del mundo como en su azar, pero, al final del día, queda en claro que lo único que nos queda no es lo inevitable como una cadena que nos aherroja, sino la libertad y las decisiones que tomemos. A ese resultado, por consuelo y librarnos de las culpas, lo llamamos el destino.

¿Por qué la sociedad resultó temiéndole a la palabra “revolución”?

Hay una obra monumental que trata de la historia de occidente, “Del amanecer a la decadencia”, de Jaques Barzun. Es significativo que ese libro comience con un capítulo dedicado a desentrañar el sentido de la revolución y la define como “la transferencia violenta de poder y propiedad en nombre de una idea”. También es significativo que haya una obra de Hannah Arendt que se llame precisamente “Sobre la revolución”, entendiéndola como una construcción de la modernidad que define el desplazamiento violento de una clase por otra, de una idea primordial por otra y la ruptura social y cultural que ello apareja. Recuérdese que el término “revolución” vino a ser usado primero en astronomía justo cuando Copérnico publicó su obra “Sobre las revoluciones de las esferas celestes” e inauguró, si se quiere, la ciencia moderna. Por eso la palabra ha sido vista con sospecha y ojeriza por los poderes establecidos. La revolución científica, la revolución industrial, la revolución liberal burguesa, la revolución socialista, todas se establecieron a partir de una lucha denodada y sangrienta entre lo nuevo y lo viejo, “nova et vetera”, y para su entronización fue necesario un profundo desgarramiento en las maneras de ver y concebir el mundo. Por eso nunca habrá una revolución sin dolor, sin miedo, ni una revolución sin víctimas.

Teniendo en cuenta el contexto actual, ¿cree que la literatura puede ser esa fuente a la que muchos debamos acudir para reconstruir nuestra memoria? Esto si recordamos la tendencia a negar un conflicto armado interno y archivar investigaciones sobre masacres y violaciones a los derechos humanos en los últimos sesenta años.

La respuesta es sí, pero, como bien dice el historiador Jorge Orlando Melo sobre este libro, “la gracia de una novela histórica no está en que cuente lo que los historiadores ya saben”. Es decir, en buen romance, si alguien quiere aprender historia debe leer libros de historia. No pretendo en “Los dormidos y los muertos” reconstruir el pasado, sino crear una nueva visión del pasado. Revisionismo puro. Una novela histórica debe ser un acto deliberado de alteración o dislocación, no para cambiar la historia sino para reescribirla y reinterpretarla, en muchos casos contra la historiografía oficial, sobre todo ahora, cuando desde el Estado se asume la historia como una herramienta de indoctrinación y control, como lo afirma el profesor Carlos Vasco.

Por Andrés Osorio Guillott

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