El Magazín Cultural

Homenaje al amistoso lector

Deben ser miles, quizás hasta millones los monumentos hechos a los escritores: bustos, placas, cuadros, estatuas, museos, mausoleos, grafitis, plazas…¡Bien merecido que lo tienen! Los hay faraónicos, como aquel a Gorki en el malecón Krymskaya de Moscú, y también austeros, como el de Laforet en la madrileña calle General Pardiñas.

J.F. Cardona
11 de noviembre de 2018 - 08:00 p. m.
Roland M. Manteiga, fue uno de los pílares del periodismo en España en el siglo XX tras su rol como columnista y posteriormente como editor del periódico La Gaceta. / Archivo particular
Roland M. Manteiga, fue uno de los pílares del periodismo en España en el siglo XX tras su rol como columnista y posteriormente como editor del periódico La Gaceta. / Archivo particular

Algunos son pastoriles y hogareños, como el de Hemingway justo detrás del faro de Key West, y otros caóticamente urbanos, como el de García Márquez en el extremo occidental de la Avenida Jiménez de Bogotá. Sus obras, es decir, los libros, también han recibido bien ganados homenajes: a los quemados por la intolerancia en la Bebelplatz de Berlín, a la enciclopedia en el jardín del Museo Nacional de Ostafyevo, a las obras leídas y no leídas en la Gran Vía de Barcelona y, por supuesto, a todos los publicados en cada una de las bibliotecas del mundo, acaso los más sinceros y espléndidos monumentos jamás construidos en honor a los libros.

De lo que el mundo parece adolecer es de monumentos a los lectores, esa contraparte sin la cual los escritores serían genios anónimos y los libros nada más que lujos inútiles. Toparse con uno de estos bien puede ser el santo grial de todo amante de la literatura, solo comparable con la emoción que siente un filatelista al encontrar un penny black en un mercado de las pulgas o la excitación de un fanático del fútbol al cruzarse con la vieja cancha barriobajera en la que debutó Edson antes de ser Pelé, Diego antes de ser Maradona o Carlos antes de ser Pibe.

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Julia fue mi primera. Su piel broncínea apoyada en uno de los muros del Palacio de Bauer en el centro de Madrid, su postura fluída y despreocupada propia de la juventud, su pierna izquierda cruzada coquetamente hacia atrás y sus ojos entrecerrados apuntando hacia sus sandalias de verano, me obligaron a interrumpir el tradicional paseo vespertino por Malasaña. No leía, pero los dos libros que cargaba con gracia en su mano derecha delataban su anhelo de llegar a casa para hacerlo. Es una estudiante anónima. Los lugareños la han convertido en un símbolo de la lucha de las mujeres por su derecho a la educación -lo cual encuentro más que apropiado- pero eso no le quita su faceta más básica, la que yo descubrí al verla por vez primera: ¡Es una lectora! Tan simple y tan grandioso como eso. En una metrópoli atiborrada de monumentos de santos y guerreros, políticos y artistas, tiranos y revolucionarios, encontrar una estatua a una lectora -ni siquiera a la mejor de ellas sino a una extraordinariamente corriente- resultó tan refrescante como epifánico: ¡estábamos siendo reivindicados!

Compartí mi descubrimiento con quienes por entonces hacían las veces de amigos de copas y de librerías, y ellos, alimentando generosamente mi recién adquirida afición, me dieron las indicaciones hacia el que sería mi segundo monumento. Así llegué a la plaza del Dos de Mayo, no muy lejos de Julia. Su cuerpo, ligeramente figurativo, se encontraba cómodamente sentado en una de las butacas del lugar, y su rostro, aunque abstracto, tenía todos los ademanes de estar concentrado en el libro que descansaba en su regazo. La observé por minutos que se convirtieron en horas, siempre a una distancia prudente para no interrumpir su indefinida aunque no por eso menos real lectura, intentando descifrar en sus ángulos quién era ella y cuál libro merecía tanto de su tiempo y de su concentración: ¿Se trataría quizás de otra joven estudiante repasando los hechos de la revuelta de 1808? No lo creo. ¿Tal vez de una señora madura leyendo La Guerra y la Paz como una forma de entender los sacrificios de los capitanes Daoiz y Velarde, sus vecinos de plaza? No me parece. Creo que se trata simplemente de una mujer a la que le gusta leer y que encuentra en esta acogedora plaza un lugar perfecto para hacerlo. Se llama Las lecturas del Dos de Mayo, pero todos la conocen como La lectora empedernida, un nombre acorde con lo que es y con lo que representa: la paz de quien lee aún en medio de una plazoleta dedicada a la agonía de la guerra.

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Tuvo que pasar un lustro y debí atravesar el Atlántico para encontrar mi tercer y hasta el momento último monumento. Lo hallé en medio del parque lineal de Villavicencio. Él está descamisado, mostrando un cuerpo férreo y brusco que recuerda a los llaneros de la región. Ha dejado a un lado su sombrero y su soga de montar, reemplazándolas por un libro que sostiene, muy cerca de su rostro, con las dos manos. Aunque está sentado bajo la sombra de un joven y delgado araguaney del que sale volando una garza, su postura, tensa y expectante, invita a pensar que está en el clímax de la fascinante historia que quizás desde hace semanas viene acompañando su jornada de descanso. Oficialmente se trata de un homenaje a Llano Llanero, poema insigne de Eduardo Carranza, pero que en el monumento no figure el autor sino uno de sus lectores anónimos, lo hace especial, como queriendo decirnos que aunque aquí está el llano escrito en ríos, de nada serviría si no hay quien lo lea.

Desde luego, no son los únicos: desde Guadalajara, un viejo librero me habla del Monumento al Lector en el parque Antonio Buero Vallejo. Desde Dublín, una escritora me invita a conocer la simpática escultura del Book Man en el Trinity College. Desde Burgos, un joven pasante me recuerda que en la calle de la Sombrerería hay una estatua en honor a un tipo particular de lector: el de periódicos. Desde Aktobe, una amable desconocida me asegura que vio otros de estos monumentos, aunque no recuerda en cuál calle. Desde Indianápolis, una violinista describe la emoción que la invadió al ver la estatua de un niño lector de poesía en una de las tumbas del cementerio Crown Hill…

Espero tener vida suficiente para algún día conocerlas todas o, por lo menos, para hacer un decente inventario que le sirva de guía de viaje a otro turista literario, a otro bibliófilo como yo que, como el bueno de Nodier, elige los libros en vez de amontonarlos, aprecia los libros en lugar de medirlos. Creo que merecemos esos y más homenajes. Nicanor Parra, el poeta, lo comprendió a la perfección al retractarse de todo lo dicho: “Perdóname lector /Amistoso lector /Que no me pueda despedir de ti / Con un abrazo fiel /Me despido de ti / con una triste sonrisa forzada”.

Por J.F. Cardona

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