Soñé que sabía huir, huir de verdad, sin remordimientos ni quejas, sin advertencias flagelantes.
Corría por días, por meses, para llegar a las calles donde he encontrado más dicha, las reconocía sin esfuerzo, como la memoria reconoce las pieles que se han acariciado.
Soñé que paseaba por Praga, tomando café de la mano de Kafka, con miedo a despertar como un insecto y, en vez de eso, reencarnaba en un cuadro de Egon Schiele; semidesnuda y libre; libre porque no sabía qué era libertad, porque no temía usarla. Soñé que no acumulaba miedos. No le temía a la indolencia ni al amor, a abandonar ni a ser incondicional, no le temía a mis quimeras, pero tampoco a mis reveses.
Caminaba por playas, sintiendo el olor a sal y, de repente, ningún pasado me dolía, ningún mar pedía perdón; todos los puertos llegaban a la orilla.
Soñé que me sumergía en el agua, que incluso intentaba ahogarme sin angustia a morir ahí mismo, pero salía a flote, porque la vida se sentía liviana, porque la música que se oía de fondo me estrenaba el corazón.
Soñé que olvidaba todo, que mi memoria era una caja vacía, que habías desaparecido, que tus besos no existían, tus ojos no me seguían, tu valentía para quedarte ni siquiera me sorprendía.
Mis años gloriosos no eran míos sino de alguien más, mi infancia, mis hermanos, mis amigas y mis padres eran transeúntes de una calle que no era mi destino.
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Volvía a sentir la libertad, esta vez más densa, más pura, más temible. Era libre: no tenía raíces para anclarme, no tenía recuerdos en los que refugiarme, no tenía un antes y un después, un abismo o la llanura.
Soñé que era libre, pero no sabía a dónde huir. Soñé que mis ganas de huir eran insaciables y, entonces, ninguna huida cobraba sentido.