El Magazín Cultural

Ida Vitale: El gesto de no creer en la eternidad

La poeta uruguaya es una de las invitadas principales al Hay Festival de Cartagena que culmina hoy. No le gustan los elogios exagerados y cree que el presente ha perdido una cercanía con la cultura.

Andrés Osorio Guillott
02 de febrero de 2020 - 01:00 a. m.
 Ida Vitale es una de las poetas uruguayas pertenecientes a la Generación del 45. En la dictadura de Uruguay fue exiliada y desde ahí no comprende su relación con su país. / AFP
Ida Vitale es una de las poetas uruguayas pertenecientes a la Generación del 45. En la dictadura de Uruguay fue exiliada y desde ahí no comprende su relación con su país. / AFP

Sara Araújo, una de las jefes de prensa del Hay Festival, se acercó a saludar a Ida Vitale y le aclaró que la estaría acompañando en el transcurso del día para realizar las entrevistas que tenía programadas. La poeta respondió que no era necesario.

“No creo que este chico tenga intenciones de violarme”, y soltó una risa que fue suficiente para entender que su sencillez, tan arraigada a la poesía que ha escrito durante décadas, no se ha perdido entre las burbujas que soplan y crean en este tipo de contextos. Al sentarme junto a ella en el bar del hotel Santa Clara, Vitale empezó a contar que le parecía demasiado tanta adulación, que estaba sorprendida con la exageración en el buen trato, que era una situación que le recordaba los años que vivió en México, de esos días en que por costumbre la gente le respondía diciendo “mande”, y ella se molestaba porque decía que no había nacido para mandar, que no mandaría a nadie nunca. Y no lo habló con una voz dura, al contrario, sus explicaciones fueron dulces y todo se remitió a una reflexión sobre la igualdad, sobre una costumbre innecesaria de endiosar a los otros, que para ser gentiles no hay que observar la alteridad como un factor superior. Así que al final, cuando quise adularla, no fue posible, pues de hecho llegó a decir que seguramente se estaban equivocando de persona cuando la adulaban.

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Eternidad: “No confío. Ni siquiera creo que la eternidad sea física. Me parece algo abrumador pensar en eso. La eternidad podría quedar en lo escrito. Sería una relativa eternidad. Por algo seguimos leyendo a los griegos. La idea de eternidad es inconcebible”. Recordó esa idea que lleva siglos en la filosofía y que dice que el infinito o la eternidad no se pueden pensar porque nuestra mente y nuestra condición, por el mismo hecho de ser finita, no permite concebir tal idea o tal imagen. La paradoja y la pretensión de ser aquello que nos es más imposible.

Utopía: “No me quedan muchas ya. Trato de adherirme a la realidad”. ¿Y qué sería de la vida sin utopías?, habría que preguntarse. O habría que recordar que justamente unas décadas atrás, en la misma ciudad en la que ahora ella se pregunta por la homogeneidad de las calles y los colores, un compatriota suyo, un hombre llamado Eduardo Galeano, estuvo charlando con Fernando Birri, el cineasta argentino, y uno de los estudiantes que estuvo con ellos le preguntó a Birri para qué sirve la utopía, y el director, en palabras del autor de Las venas abiertas de América Latina, contestó que la utopía siempre estaba en el horizonte y que, por ende, nunca la alcanzaría, así que la utopía servía para caminar.

Vitale caminaba la noche anterior por la ciudad amurallada, por ese amarillo tenue y ese amarillo quemado que se mezclan entre los postes y las sombras de cada muro. Y vio una fachada a punto de caer. ¿Qué hay que hacer con esa vieja edificación? ¿A qué responde esto? ¿Lo correcto es remodelarla, mantenerla o hacer un nuevo edificio? Vitale me sugirió que ahí tenía una investigación para el quehacer del periodismo. Preferí preguntarle por la memoria de los lugares, y dijo que seguro un lugar como la Bastilla, en Francia, tenía, pero que las ciudades en verdad tenían poca memoria. “Tendría que pasar algo muy terrible para que la memoria se preserve para los que vienen”, decía. Y ahí pensamos sobre la incomprensible, pero cierta tendencia del ser humano a necesitar el mal y el dolor para aprender y resguardar el lugar y los hechos que habitamos y de los cuales fuimos misioneros y cómplices.

Sueño: “Todos soñamos. Aunque podemos soñar lo que no nos corresponde. Tal vez haya alguna oficina celeste que se encargue de no darnos ese sueño”.

Recuerdo: ¿Cuál era la palabra que faltaba? –Recuerdo, le contesté. Sonrió con picardía. Otra vez su humor floreció. En un silencio que pareció lamento, afirmó que “lo terrible de los recuerdos es que no duran. La memoria tiene una capacidad limitada. A mi edad obviamente son más los recuerdos que otra cosa”.

Como le sucedió a Juan Gelman o a Neruda. Vitale vivió la dictadura en el exilio. Desde ahí afirma que “la relación con Uruguay es rara, es falsa. Hay cosas que recuerdo que ya no están. Todo cambió”. Y de esa melancolía, más quimera que melancolía, recordé que “todo tiene su norma de olvido”, uno de sus versos plasmados en un poema que, de hecho, me susurró cambiar el tema: para qué incurrir en historia.

Sobre el porvenir, Vitale afirmó que en este tiempo se hace nocivo el exceso de igualdad. Volvimos al inicio de la conversación para decir que todo extremo es malo, y que la competencia, no entendida como una de las características inherentes del mercado en el que todo parece valer para vencer, sino entendida como un sinónimo de las diferencias para mantenerse, se hace necesaria para que las culturas se protejan en sus memorias y en sus identidades.

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Finalmente recordó a sus grandes amigos García Márquez y Álvaro Mutis, a quienes conoció en México. Se pregunta si a los dos los tenemos tan presentes en nuestro país como ella los tiene en su memoria. Los evoca con agrado, con un tono de voz más alto que dice que aquellos días de otrora fueron alegres, tal vez más fructíferos y utópicos que los de ahora.

“¿Qué hacer? ¿Abrir al mar la estancia de la muerte? ¿O enterrarse entre piedras que encierran amonitas fantasmas y prueban que fue agua este humano desierto?”: son los versos de La gran pregunta, de las cuestiones que Ida Vitale carga aún a sus 96 años. Su risa sigue en una primavera que no vivió en Uruguay y su poesía se mantiene en las preguntas sobre la vida, esa que ya no tiene tantas utopías porque se atiborró de memorias frágiles y fugaces, esas mismas que van anunciando el fin de un andar que algunos subestiman y otros enaltecen con las vigas de sus obras. Ida Vitale no confía en la eternidad, aunque intuye que en la palabra puede haber una pequeña pretensión a ella. Y aunque no confía en esa imposibilidad, aquí ya hay algunos que creemos que fue abrazada desde aquel día en que un poema de Gabriela Mistral le regaló una chispa de arte y un puñado de libertad.

Por Andrés Osorio Guillott

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