El Magazín Cultural

"La fiera de mi niña" o el absurdo que da risa

La comedia del director norteamericano Howard Hawks, que en 1938 fue un fracaso en taquillas, se convirtió con los años en un clásico de la comedia gringa.

Sara Padilla
22 de septiembre de 2017 - 02:00 a. m.
Cary Grant y Katharine Hepburn en “La fiera de mi niña”. / Cortesía
Cary Grant y Katharine Hepburn en “La fiera de mi niña”. / Cortesía

 

El susto de David Huxley (Cary Grant) cuando ve a una mujer intentando sacar su auto del estacionamiento es una premonición menor frente a todo lo que sigue. Se trata de la misma mujer que minutos atrás había tomado “accidentalmente” su pelota de golf. Así que, completamente desorientado, Huxley le dice a la mujer: “¿Qué hace? Ese es mi auto”. Susan Vance (Katharine Hepburn), que con descaro dice ser la dueña del carro, le replica: “¿Su pelota? ¿Su auto? ¿Hay algo que no sea suyo?”. “¡Por suerte, usted!”, le grita Huxley. Pero eso no durará mucho tiempo. La escena, que se ubica en los primeros siete minutos de la película, es el presagio metafórico que dominará todo. De ahí en adelante, la fraguada y nada inocente confusión de Vance frente a los hechos más inverosímiles le corresponde a la terquedad del amor por Huxley.

Bring up baby o, en español, La fiera de mi niña (1938), quizá la más clásica de las screwball comedies (comedias alocadas), es la historia del paleontólogo David Huxley que, en búsqueda del último hueso para completar el esqueleto de un brontosaurio y de una millonaria donación para su museo, termina topándose con Susan Vance. Las casualidades del amor, que sólo ocurren en guiones de comedia románticas, se alinean con las artimañas de la protagonista para que, de allí en adelante, el paleontólogo no pueda separarse de ella.

Susan resulta siendo la sobrina de una anciana millonaria que donaría el dinero para el museo de Huxley. Pero antes de saber eso, forzado o engañado, el científico termina por acompañar a Vance a una granja en Connecticut porque deben esconder un leopardo que le enviaron a ella desde Brasil. Pero cuando llegan a la casa, Baby, como llaman al leopardo, se escapa. Luego, el hueso del dinosaurio que Huxley cargaba se pierde en la boca del perro de la casa. Y, por un cúmulo de mentiras, la tía millonaria que tanto necesita Huxley termina convenciéndose de que el científico es un cazador trastornado que se dedica a perseguir perros domésticos.

Si todo es completamente inverosímil no es porque Howard Hawks, el director del largometraje, estuviera loco. La screwball comedy, carente de cualquier atisbo de realismo, jugó con la complicidad de la risa para desatorar el embotellamiento existencial que había dejado la crisis económica de los 30. Hawks dijo en una entrevista que quizá había sido demasiado. “No había gente normal en ella. Todos los que viste estaban alocados y desde entonces he aprendido mi lección y no pienso volver a hacer que todo el mundo esté loco en una película”. Pero no fue demasiado, porque años después la película se convertiría en un clásico de la comedia que marcó la década de los 30 a los 40 en los Estados Unidos.

Huxley, el personaje principal, es el modelo de racionalidad que burla esta comedia. El trabajo, el rigor y la disciplina, los motores del paradigma de la razón occidental, son vilipendiados a través del instinto casi animal que Susan siente por David. Aunque a nivel argumental la historia gira en torno a las necesidades inaplazables de Huxley —encontrar el hueso y obtener el dinero para el museo—, a nivel narrativo, como buen clásico de la screwball comedy, es el personaje femenino quien guía, de principio a fin, los hechos.

Si bien el amor es el dínamo de la trama, narrativamente, la historia es una consecución de hechos absurdos a un ritmo tan frenético que el público sólo tiene chance de digerir a través de la risa. Cada escena es una oda al amor obstinado. Las actitudes infantiles que en la madurez de la vida no corresponden al canon del sentido común, concluyen en un enamoramiento casi inexpresivo y nublado por los tropiezos cómicos de la historia. Lo dice David en uno de los diálogos finales con Susan: “Ahora, no es que no me gustes, Susan, porque, después de todo, en momentos de silencio estoy extrañamente atraída hacia ti, pero, bueno, no ha habido momentos de tranquilidad”.

A nivel argumental, no es el cliché empalagoso del romanticismo lo que logra enamorar a David, porque, narrativamente, las situaciones no dan cabida para que eso pase. Pero, además, si los estertores del amor de los protagonistas hubieran sido fruto de fulminantes movidas y expresiones cortesanas o románticas, no existiría, a nivel argumental, el quiebre del paradigma racional que circula a lo largo de toda la historia. El velo de genuina e intencional irracionalidad en la que Susan envuelve a David en cada escena es lo que permite el enamoramiento. El agotamiento descarado al que el protagonista es sometido, en una temporalidad de 24 horas, logra rebasar todas las certezas, casi inamovibles, de la vida del científico. El paleontólogo termina el compromiso matrimonial con su asistente, se resigna ante el dinero del museo, pero conoce el amor. El predecible desenlace de comedia romántica, en donde los protagonistas anuncian su relación, agrada, porque en sus antecedentes narrativos, la risa, el absurdo y la terquedad, principios no tan comunes en las relaciones de la época, fueron el principio rector.

Por Sara Padilla

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