El Magazín Cultural

“La gata sola”: fábula sobre la hospitalidad, de Carolina Sanín

La escritora bogotana vuelve a explorar la literatura infantil con un libro que nos recuerda que los monstruos que tanto odiamos pueden aparecer si nos miramos al espejo.

Mateo Guerrero
08 de junio de 2018 - 02:00 a. m.
Carolina Sanín considera que un juicio es de alguna manera una mentira. / Cristian Garavito
Carolina Sanín considera que un juicio es de alguna manera una mentira. / Cristian Garavito

“El miedo había llegado al pueblo. Todo el mundo lo sentía. Avanzaba por las calles, en lo oscuro. Se deslizaba por los espacios que había entre casa y casa. Entraba por las puertas abiertas y cerradas. Atravesaba las paredes. Subía al tejado y bajaba por la chimenea. Se metía entre el colchón y la almohada. No tenía forma y hacía que cada quien se preguntara ‘¿qué sucederá?’”. El miedo que camina furtivo en el último libro de Carolina Sanín es, como tantas veces, una mezcla de ignorancia y falta de curiosidad. La bestia que caza aves y ratones, que despista a los niños en la escuela, que espanta al sol y tiene la culpa de los días nublados no es otra cosa que una gata, la única de su clase en un pueblo que nunca ha visto un animal parecido.

Antes de que la gente le empiece a lanzar piedras, la gata de la que escribe Sanín se la pasa observando desde la copa de un árbol. También está colgada de una de las ramas del inmenso árbol genealógico en el que las colecciones de cuentos orientales se vuelven griegas de la mano de Esopo y luego vuelven a sus orígenes para florecer a través de traducciones medievales. Allí, lejos de transmitir preceptos morales, como más tarde lo hicieron sus versiones aguadas en la Ilustración, las fábulas usaban a los animales para clasificar y entender el comportamiento humano, un conocimiento clave para los gobernantes que ordenaron llevarlas a sus lenguas vernáculas, pues tenían claro que para poder ostentar su corona debían ser capaces de conocer y gobernarse a sí mismos.

La protagonista de La gata sola, así como el pueblo que la rodea y la leona en la que se quiere convertir, siguen la tradición de escapar a cualquier tipo de moraleja o interpretación unívoca, algo que también se ve en el modo en que Santiago Guevara decidió ilustrar el libro, no con trazos limpios, sino a través de las figuras que forma el papel rasgado: “Partía de un papel que no había sido hecho para pertenecer a la ilustración y lo integraba, como ejercicio plástico que a la vez tiene un vínculo poético con la lectura que hice del texto. La gata, de alguna manera, se construye a través de sus restos, de cenizas, y en ese sentido rasgar el papel me daba una calidad plástica que remitía a este personaje que de alguna manera está roto, como si la hubieran hecho trizas en su trasegar por ese pueblo que no la admite”.

Con el tiempo, en su gruta a las afueras del pueblo y en medio de sus incursiones nocturnas, la gata empieza a experimentar algo parecido a la compañía. En realidad le han declarado la guerra, y aunque Sanín explica que la confrontación es una manera de estar juntos, también dice que la simple interacción jamás llega a satisfacer nuestra necesidad de sentirnos acompañados: “La amistad es compañía y la gata no tiene ninguna amiga sino hasta el final, cuando encuentra la gran amistad de sí misma, de Dios, el todo, o como se quiera leer esa parte del libro”.

La gata sola termina siendo una reflexión sobre la hospitalidad, sobre la necesidad de acoger a quienes, como la protagonista, están adoloridos y, al mismo tiempo, son depredadores. “Se trata de ver cómo, en distintas escenas, en distintos lugares, uno hace distintos papeles y tiene que aceptar que todos los interpreta, porque todos forman parte de uno. Una sociedad que acepte eso sería una sociedad sabia, porque tendría que redefinir totalmente el concepto de juicio”.

“Nosotros somos muy simples y muy perezosos; hacemos juicios, pero no vemos que todos son provisionales y finalmente equivocados, porque, casi por definición, un juicio es un error. Un juicio es una decisión con la que se resuelve que la observación concluyó, y la observación nunca concluye. Un juicio siempre es, de alguna forma, una mentira”, dice Sanín.

Nuestros juicios, entonces, le cierran el camino a la curiosidad. De paso anulan la posibilidad de acoger que, en principio, aparece bajo la forma de un monstruo, una bestia que en el fondo no es más que una versión alternativa de nosotros mismos. Todo esto nos lleva a otro brote en el árbol genealógico de La gata sola.

En el siglo XVI, Juan Luis Vives escribió La fábula del hombre. Allí, el filósofo español narraba el momento en el que Júpiter, juntando un poco de arcilla, fabricaba al hombre para entretenerse, para verlo actuar en el Teatro del Mundo. Vives también contaba que entre todos los actores que pasaban por ese escenario, ese amasijo de arcilla era el único capaz de ser todos los animales y que, además, era la única bestia capaz de usar las máscaras y las ropas que usaba su creador, a tal punto de confundir al resto de dioses que se había reunido para verlo en el escenario.

Ese actor en el que cabe el universo, que puede pasar por el creador y que es a la vez cada uno de nosotros, también es todas las bestias y todos los monstruos. La hospitalidad, entonces, también implica acogernos a nosotros mismos y reconocer que podemos vernos reflejados en todo lo que decidimos rechazar.

“Si uno no entiende que uno es el milagro y el monstruo, entonces va a sufrir mucho, porque el excluido va a ser uno de uno mismo. Uno se va a estar arrinconando a uno mismo y además va a reaccionar muy violentamente frente a eso”, explica Sanín.

“Cuando una rechaza a otro es porque no sabe que, de una manera muy real, ese otro es uno mismo”, dice la autora, para quien los seres humanos no son universos separados y quien, en un libro para niños, apuesta por hacernos entender que, en lugar de ponernos en los zapatos del otro, “la empatía procede de reconocer que nosotros siempre somos otro y que no somos nadie si no somos todos”.

Por Mateo Guerrero

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