El Magazín Cultural

La mirada de Hebe Uhart

La reconocida escritora argentina falleció en Buenos Aires a los 81 años el pasado 11 de octubre.

Sorayda Peguero
15 de octubre de 2018 - 01:00 a. m.
Uhart recibió el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas en 2016. / Mauro Rico/ Ministerio de Cultura de la Nación
Uhart recibió el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas en 2016. / Mauro Rico/ Ministerio de Cultura de la Nación

Lo que más llama la atención en las fotos de Hebe Uhart es su cara de señora seria. Atenta a la cámara, con un aire de congoja leve, los ojos de párpados caídos, nobles y tristones, la boca ligeramente entreabierta, como si estuviera musitando algo para sus adentros, sin sonrisa. En casi todas las fotos que circulan en internet, Hebe Uhart tiene esa cara de señora seria que podría tener la vecina jubilada de cualquiera, en cualquier vecindario de cualquier lugar. Pero, como todas las vecinas jubiladas del mundo –más o menos serias–, Hebe Uhart tenía sus peculiaridades.

Cada persona mira y escucha cosas distintas. Hebe Uhart se lo decía a los alumnos del taller de escritura que impartió por más de 30 años. Ella misma era una espectadora de mirada obsesiva. Cuando era niña pedía permiso para visitar a los hermanos Schiavi, que vivían a una cuadra de la casa de su abuela, en su natal Moreno. Uno de los cinco hermanos, el que estudiaba medicina, era de poco hablar. A Hebe Uhart le resultaba inquietante su silencio. Se plantaba delante del muchacho, que estaba sentado en un rincón del patio murmurando sus lecciones, y se quedaba mirándolo largo rato. El muchacho no le decía nada. A ella le hubiera gustado saber qué pensaba de la vida. Solía hacerse ese tipo de preguntas: “¿Qué es eso de triunfar en la vida, algo así como ganar?”. Ella no quería ser una triunfadora. Una vez que estuvo a punto de ganar jugando a la paleta, vio que su compañera de juego, una vecina llamada Norma, ponía cara de ogra eterna. Eso le mató el entusiasmo. Si la gente odia a los que triunfan, prefería perder con premeditación y alevosía.

Para el escritor y sociólogo Rodolfo Fogwill, era la mejor escritora argentina. Pero Hebe Uhart nunca se sintió escritora. Decía que lo importante no es la persona que escribe sino el objeto que impulsa la escritura, eso que uno quiere guardar para que no desaparezca. Y eran tan importantes sus recuerdos como los detalles que se configuraban alrededor de ellos. La manera en que se vestía la gente, su modo de decir las cosas, los animales, lo descuidado que estaba el jardín de sus vecinos de enfrente, con unas plantas “mal llevadas” que no tenían nada que ver con los jazmines de su tía Celia o las fresias de su tía Teresa. Esas historias, que para algunos tienen el soplo ingenuo de las cosas mínimas, narraciones de su infancia, de su juventud y su universo doméstico, eran fundamentales para Hebe Uhart: “Si algo me asalta, un recuerdo por ejemplo, lo escucho, porque es la matriz de lo que va a ser mi cuento. Sólo tengo que acompañarlo. No dejarlo caer. Atenderlo, no pensar que es una pavada”.

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Viajó por primera vez a los 20 años, en un tren que tardaría tres días en llegar a la capital de Bolivia. Vestida con jeans y una camiseta de rayas rojas y blancas, Hebe Uhart, que fue maestra de primaria desde los 16, veleidosa por elección y curiosa de nacimiento, se paseaba por los vagones buscando “sociabilidad”. Hay un tren dibujado en la portada de su libro de crónicas De aquí para allá (Adriana Hidalgo, 2017). Al principio publicaba sus libros en editoriales pequeñas. Podría decirse que en 2003 —tras publicar por primera vez con Adriana Hidalgo— dejó de ser una autora poco conocida fuera de su país. A partir de 2010, cuando Alfaguara publicó sus Relatos reunidos, los periodistas empezaron a llamar al timbre de su apartamento. Gozar de cierto reconocimiento no le disgustaba, pero la fama y los premios le importaban “un pito”. Además, escribir cuentos y novelas había dejado de interesarle. Eligió viajar sola por América Latina para practicar el arte de la mirada asombrada y la “sociabilidad”.

“No hay escritor. Hay personas que escriben”, les repetía a sus alumnos del taller. La escritura no era un destino único para Hebe Uhart, no era una medalla para llevar colgada en el pecho y sacarle brillo con insistencia. Creía que ese narcisismo no servía para salirse de sí misma y que un escritor debe dominar esa capacidad y tener otras ocupaciones. Hebe Uhart cultivaba azaleas en su balcón, se teñía el pelo y se hacía la pedicura en Caprice, la peluquería de Almagro de la que era clienta fija, que tenía unos espejos diáfanos que le mostraban todas sus imperfecciones. Ella se miraba, pensaba: “Si yo fuera linda podría ser exigente y aguantaría que me pusieran matizador, yo quisiera ser como una de esas mujeres que vuelven locos a los peluqueros diciendo: ‘Más arriba, más corto, no, del otro lado, no, más hacia el centro’. Pero aunque fuera linda, lamentablemente no tendría paciencia para todas esas exigencias”.

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Preparaba la cena al tiempo que veía un partido de fútbol, organizaba asados en la terraza del edificio donde vivía, hablaba con desconocidos, tomaba notas para su taller en cuadernos de escolar, leía cuentos de Lucía Berlín o relatos de Federico Falco, se iba de excursión al zoológico de Buenos Aires para ver las acrobacias de los monos (le fascinaban los monos). Hebe Uhart no se estaba quieta y quería que esa manera tan suya de estar en el mundo quedara reflejada en su epitafio, con solo tres palabras: “Tejió, era trabajadora”.

 

Por Sorayda Peguero

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