El Magazín Cultural

La muerte es una costumbre que sabe tener la gente

La fiesta de los muertos en México cumple 15 años de haber sido reconocida como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Y aunque le llaman Día de los Muertos, la celebración es de varios días.

Elizabeth Jiménez
11 de noviembre de 2018 - 08:00 p. m.
Estas fiestas se han establecido como uno de los legados culturales más representativos de América Latina.  / Elizabeth Jiménez
Estas fiestas se han establecido como uno de los legados culturales más representativos de América Latina. / Elizabeth Jiménez

“Viene la muerte echando rasero, se lleva al joven, también al viejo. La muerte viene, echando parejo, no se le escapa ni un pasajero”, típica canción mexicana que en medio de un ritmo alegre interpreta la manera franca y a la vez desenfadada con la que los mexicanos asumen la muerte desde tiempos prehispánicos, con festejos de respeto y amor a sus difuntos. A pesar del dolor natural por los ausentes, se les ve livianos con el tema que es lastre y profunda tristeza para la mayoría de los humanos. La ineludible muerte. La parca, la flaca, la calaca.

La Fiesta de los Muertos en México se suele celebrar durante tres días, desde el 31 de octubre ya hay actividades. Sin embargo, los más importantes son el 1° de noviembre, día de los niños muertos, y el 2, de los adultos. Estas fiestas se han establecido como uno de los legados culturales más representativos de América Latina, en el que llama la atención que aun siendo un país religioso, las familias mexicanas no se reúnen a rezar, sino a conversar, a recordar los mejores momentos con el difunto. En algunas poblaciones visitan sus tumbas y sobre ellas hacen sus altares. Los cementerios abren hasta el amanecer, aunque lo más común es hacer las ofrendas en sus casas.

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En una población llamada Pomuch, en la península de Yucatán, sacan a los muertos de sus tumbas después de tres años de fallecidos y lavan sus huesos. Un peculiar ritual que se hace con todo respeto y en silencio. Siendo un país en su mayoría católico, las personas no se sientan a rogar porque sus muertos estén en el cielo o porque hayan sido perdonados sus pecados. Lo que pareciera ocurrir es que los mexicanos, con una dulce resistencia, se niegan a despedir a sus muertos. Los quieren vivos. Aquí. Así los sienten.

Aunque esta fiesta sea mundialmente conocida, se logra notar la mirada desconcertada de los turistas que va acompañada de una leve sonrisa al llegar a los altares en homenaje a los muertos, por no encontrar lágrimas ni lamentos en las ofrendas que encuentran por doquiera: en las casas, oficinas, almacenes o parques. Lo que encuentran son risas, anécdotas, las flores más coloridas, su comida preferida y el mejor tequila; una o varias cabezas de réplicas de calaveras humanas, que rodean las fotos de sus muertos a quienes elaboran coloridos altares a los que llaman ofrenda. Podría decirse que estas fiestas, reconocidas por la Unesco hace 15 años como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, son una de las pruebas de que América Latina no fue descubierta ni definida por los españoles, como pretende establecerlo la historia, sino inventada, tramo a tramo, por los mismos latinoamericanos, de cuya cosmogonía México es el hueso, el tuétano, la base superior de una columna vertebral que sostiene el planeta con una cultura avasalladora.

La literatura y el cine no han pasado por alto estas fiestas. Autores como DH Lawrence, en La serpiente emplumada, destaca dentro de sus páginas todo el acervo prehispánico de México, incluyendo su relación con la muerte; y en Bajo el volcán, de Malcom Lowry, la historia sucede en un Día de los Muertos en 1938. En el cine, en Spectre, una de las películas de James Bond, se filmó una larga escena en la que el famoso detective trata de escabullirse en el desfile de esqueletos en la Ciudad de México. En los filmes en los que más se ha ahondado sobre la esencia de estas fiestas es en Macario, la película mexicana de 1960, y en Coco, la reciente película animada que ha conmovido hasta las lágrimas a espectadores de todas las edades.

La relación de los mexicanos con sus muertos, relataba una joven, se asemeja a uno de los dulces más tradicionales de esta tierra: Los muéganos, un dulce que se hace con harina, miel y azúcar, que forman una melcocha que se solidifica y que además de empalagosa, cuando se seca, es imposible de despegar. Asimismo, en México, la muerte parece librar una tonta batalla, por pretender sin éxito despegar, desaparecer, a los seres queridos de los nativos de una cultura milenaria.

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Dejarse conectar por todo este sentimiento que une a todos los mexicanos superando de tajo las diferencias sociales y económicas, las filiaciones políticas o religiosas, es muy fácil. En la Plaza del Zócalo, lugar emblemático de Ciudad de México, llamaba la atención cómo la gente fotografiaba no solo las calaveras y ofrendas gigantes, sino las sentidas frases que estaban estampadas en inmensos arcos, que resumían, una vez más, esta emoción colectiva que rinde tributo a los muertos:

“¡Llévate abrazos y besos! Ve, pero no te despidas, pues aquí las despedidas acaban siempre en regresos”.

Por Elizabeth Jiménez

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