El Magazín Cultural

“La muerte previa”: una lección de novela

Aunque no ha recibido el reconocimiento que su narrativa merece, ¿por qué considerar a Aurelio Pizarro uno de los grandes escritores colombianos?

Julio Olaciregui * / Especial para El Espectador
16 de febrero de 2020 - 01:00 a. m.
Aurelio Pizarro, abogado de profesión, nacido en Santo Tomás (Atlántico), en 1969. Vivió en Europa 20 años. También Ha escrito los libros de cuentos “Fantasmas de este mundo” y “El espejo infinito”, y las novelas “El laberinto todavía”, “Los infiernos mansos” y “Epístolas del ángel caído”. / Cortesía
Aurelio Pizarro, abogado de profesión, nacido en Santo Tomás (Atlántico), en 1969. Vivió en Europa 20 años. También Ha escrito los libros de cuentos “Fantasmas de este mundo” y “El espejo infinito”, y las novelas “El laberinto todavía”, “Los infiernos mansos” y “Epístolas del ángel caído”. / Cortesía

¿En qué anda la novela hoy en día? En 1922 fue publicado el Ulises, de James Joyce, cuyo Finnegans Wake, aparecido al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, fue una suerte de fisión del átomo narrativo. El movimiento literario francés le nouveau roman (la nueva novela), que floreció a finales de la década de 1950, llegó a manifestar que el personaje principal era “el lenguaje”. No se trataba de crear personajes como Madame Bovary, eso era cosa del siglo XIX. Ya más cerca de nosotros, Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, fue considerada en España por un censor de la época de Franco “una imitación de la nueva novela francesa, que Sartre denomina la antinovela, ya que en la misma no se sigue ninguna de las reglas clásicas en cuanto a tiempo, situación y desarrollo”. Gabriel García Márquez demostró que había que buscarle “la comba al palo” y vimos aparecer a Úrsula y a los Aurelianos, entre otros personajes inolvidables. (Le puede interesar: Crónica de Julio Olaciregui sobre volver a vivir en Colombia).

La muerte previa, escrita por Aurelio Pizarro, un colega tomasino del abogado Franz Kafka, es una verdadera lección para quienes deseen aprender lo que es la narrativa de nuestra época, cuáles son las posibilidades de armar una historia que nos agarre, nos conmueva y nos haga reflexionar sobre el enigma de nuestras vidas y su probable disolución en el fondo de un túnel.

La voluntad de novelar palpita en cada página de este sorprendente libro escrito por un humanista que alza su recia voz para denunciar la sociedad conservadora en la que creció, en especial la “ramplona mojigatería”, la arbitrariedad de los sacerdotes y la persecución a la gente de los movimientos de izquierda. En esta ficción, Pizarro también cuestiona la ilusión de vivir en Europa, el racismo y la discriminación hacia los sudamericanos y todos aquellos que tengan, como dice Rubén Blades, “niños de color extraño”.

El narrador innominado de La muerte previa cuenta en primera persona un hecho que, según el paratexto —la noticia de la contracarátula— ocurrió en el municipio de Santo Tomás: la decisión de una joven mujer de encerrarse para siempre en su habitación, quizás a causa de un despecho amoroso.

Esta “locura” de la bella Anaísa, como llegará a calificarla el narrador, es el pretexto para una exploración del alma humana. Esa es la gran trama, el enigma, el misterio que se nos invita a descifrar: ¿cómo nos enfrentaremos a nuestra disolución? “En cuanto a la muerte, no podemos experimentarla más que una vez. Todos somos aprendices cuando llegamos a ella”, dice el pensador francés Michel de Montaigne. Y nuestro gran poeta, Álvaro Mutis, nos advierte en Amén:

La muerte se confundirá con tus sueños

y en ellos reconocerá los signos

que antaño fuera dejando,

como un cazador que a su regreso

reconoce sus marcas en la brecha.

A lo largo de toda la novela, que juega con la posibilidad de ofrecernos “la trama de una buena novela de misterio”, o con ser una “dudosa novela negra”, al estilo Dashiell Hammet o Arthur Conan Doyle, se habla de enigma, de mensaje oculto, se insiste en una averiguación, en una intriga. Yo añadiría: y en la búsqueda de un suprasentido, ¿cuál es la cifrada presencia de la muerte en nuestras vidas? El amor, la literatura, el cine, la música, los viajes, las aventuras, nos permiten engañar la espera mientras llega el momento de la respuesta.

Estamos ante un misterio que los personajes buscan esclarecer. ¿Qué ocurrió para que Anaísa decidiera enclaustrarse en vida? Nos vamos dando cuenta de que ella ensaya entre las paredes de su cuarto “una muerte previa”, cortando todo lazo con su familia, con sus amigos. Para el narrador, y su carnal Jorge, conocer las verdades de aquel encierro se asemejará a la búsqueda del Santo Grial, esa copa simbólica en la que, según el mito, Jesucristo bebió vino durante la última cena.

Desde el primer capítulo, que comienza con el regreso del héroe, Morantes, a su ciudad, llamada Santa Villa de los Mares, se nos anuncia el protocolo de la historia: “era necesario que estuviéramos allí para desentrañar de una vez por todas las claves del misterio”...

Como buen heredero de Nélida Piñón, Onetti, García Márquez y Rulfo, Aurelio Pizarro tiene muy claro que la novela de nuestro tiempo se organiza aún en torno a los personajes y siente, como estos autores, la necesidad de construirles un hábitat particular. “Entonces lo vi llegar, desafortunado y siniestro, como una aparición”, dice en el introito.

El narrador nunca va a perder de vista a Morantes, ese entrañable personaje que va adquiriendo paso a paso una identidad, una presencia familiar, moviéndose entre el exilio europeo y el retorno a Santa Villa de los Mares, una pequeña ciudad imaginaria, o pueblo, en el que se superponen, como en un sueño, características, calles, personajes y hechos de Santo Tomás y del País Vasco, donde el autor vivió muchos años.

Y en Morantes habrá el peso del exilio y la necesidad de volver a su tierra, y como todos nosotros amará al mismo tiempo La flauta mágica de Mozart y la música de Alejo Durán, la ginebra y el ron blanco, la tersura de la nieve y las brisas de diciembre entre los almendros y matarratones.

Los personajes están dibujados como en un bajorrelieve, ausentes y muy presentes, sobre todo Anaísa y Morantes, cuya intensa y fugaz relación es evocada casi en cada página. No sabemos mucho del narrador, pero a veces se muestra como omnisciente, sabe lo que piensan los personajes: “Morantes miró por la ventana las gaviotas que revoloteaban en la distancia, las viejas casas con sus techos de zinc y sus fachadas carcomidas por el salitre del mar, los árboles amarillos de los patios, la fantasmal apatía con la que los escasos transeúntes atravesaban la calle desolada. Pensó por un momento en la muerte, en un remoto verano de Viena en el que la apatía también lo había perseguido de manera implacable” (p. 63).

Uno de los aspectos más logrados de esta historia es la evocación de los paisajes y lugares por donde se mueven los personajes. El narrador sabe hablar del mar, de los cielos, los bosques, las tabernas, las casas y calles. En pocas frases nos instala en la mesa de esos camaradas que beben licor y hablan sobre sus vidas con ardor, presintiendo que lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Con fino humor define lo que es el guayabo, o la resaca, “el precio que tenemos que pagar al día siguiente los bebedores imprudentes”.

El narrador logra apoderarse de un cierto tono coral, colectivo, como si él fuese la voz de todos los habitantes de Santa Villa de los Mares. Posee así un cierto fatum borgeano, diríamos, en el que cada persona lleva encima la forma entera de la condición humana. “Nada humano me es ajeno”, para decirlo con Terencio. “Todos somos en cierto modo lo que se forja en la mente de los otros”, afirma Morantes, en cuyo nombre podemos oír… “Mort... antes”, muerto antes de la verdadera desaparición…

Varias subtramas van tejidas en esta vigorosa narración: las aventuras del bisabuelo de Roux y del poeta Héder en busca de misteriosos objetos y folios, el activismo político de Morantes, la represiva actitud del padre Gaona, sus anatemas y demonizaciones —“pueblo chico, infierno grande”— y la resistencia contra el eclesiástico, cuyo lema era “tumbar y capar”.

“Al inicio de la Semana Santa se corrió el rumor de que el padre Gaona estaba concediendo incentivos económicos a aquellos que se decidieran a salir de penitentes el Viernes Santo”. Ya hemos oído hablar de las enconadas polémicas desatadas en Santo Tomás por las manipulaciones en torno a esta ruda costumbre de otros tiempos.

Son muy acertados estos detalles que dan matices de crónica a la ficción, verosimilitud a la historia. Otros ejemplos de la maestría de Aurelio Pizarro en el arte de narrar son la persecución que sufre Morantes por parte de unos neonazis en Viena o la preparación de los carnavales en Santo Tomás.

La curiosidad del poeta Héder, que carga una mochila arhuaca y es bebedor de ron blanco y fumador de mariguana, no tiene límites. “Quienes habíamos leído sus poemas y compartido con él tardes en la gruta y la investigación de uno que otro misterio, sabíamos que la verdadera razón de aquella actitud eran los folios que tenía en las manos, esa íntima urgencia de descifrarlos”. La vida como un libro que vamos leyendo cada día, descifrando.

El poeta, el novelista de hoy en día, intuye que hay en la ciencia, sobre todo en la física, elementos que pueden ayudarle a descifrar la sensación, el vértigo del ser, aquí y ahora, dejando fluir su conciencia a lugares sin tiempo ni límites. Por eso nos habla de flujos y corrientes cuánticas. En La muerte previa el narrador, a través del poeta Héder, incluye hasta una fórmula, “una de esas simbolizaciones de lógica cuantificacional”.

Otros de los grandes temas escondidos de esta novela son la culpa y el miedo… la culpa por no haber sabido corresponder a un amor… y el miedo... no solo a morir físicamente sino a sentirse muerto en vida, el miedo a volverse loco de repente o a perder la vista, despertarse una mañana y no poder ver.

“Mundo loco”, repite la Queca, ese inolvidable personaje de La vida breve, de Onetti. Aurelio Pizarro permite que nos asomemos al traspatio de nuestra sociedad, de nuestro mundo, en apariencia racional, pero muy desquiciado en el fondo.Como en la Odisea homérica, hay en La muerte previa un descenso a los infiernos, durante el cual los personajes acceden “a una variante más interior y sosegada del miedo”. Con la inteligencia de un jugador de ajedrez, Pizarro, también compositor de canciones, prepara su jugada maestra, entretejiendo los sucesos que cuenta, casos de crónica roja, con un plano simbólico. Lo físico y lo espiritual van enlazados. En el descenso a la gruta, ese oscuro túnel lleno de murciélagos y otros bichos, van a encontrar la daga que servirá para que Anaísa escriba las últimas escenas de esta gran novela de nuestro tiempo.

* Colaborador de El Espectador, fue corresponsal en París y es autor de los libros Vestido de bestia, Los domingos de Charito, Trapos al sol y Dionea. Su más reciente novela es Pechiche naturae (Collage Editores).

Por Julio Olaciregui * / Especial para El Espectador

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