El Magazín Cultural

La tiranía del mercado de las emociones

Ayer se cumplieron 201 años del nacimiento de Karl Marx. En este especial analizamos el concepto del capitalismo y el rol que cumplen las emociones en este ideal de mercado.

Marco Cortés
07 de mayo de 2019 - 12:00 a. m.
Karl Marx, quien en su tiempo hizo una fuerte crítica al Sistema Capitalista.
Karl Marx, quien en su tiempo hizo una fuerte crítica al Sistema Capitalista.

El capitalismo actual ha devenido en un capitalismo de consumo. Ha mutado en un mercado donde se transan, venden y acumulan emociones. A la economía actual no la constituye el valor de uso tanto como su valor emotivo. ¿No es precisamente en esta era, la de las mercancías inmateriales, cuando las emociones adquieren mayor importancia?

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Las emociones cumplen una doble función, no sólo son mercancía, sino también medio de producción. Este nuevo mercado que nos arroja a un consumo constante hace transacciones con las emociones, pues sólo ellas pueden garantizar la productividad y el rendimiento no ya de los obreros, desechados por un capitalismo de tipo industrial, que tenía a la fábrica como modelo social, sino de los consumidores, con el centro comercial con sus vitrinas transparentes de exhibición permanente, como arquetipo social y personal. ¿Un acercamiento a la dictadura del proletariado? ¡Jamás! Convertir al obrero en consumidor, otorgarle la ilusión de la libertad, la de decisión y la felicidad que el pueda alcanzar. El mismo consumidor quien para su búsqueda incesante de la felicidad ve en lo racional el obstáculo de su “desarrollo personal”. De hecho, es interesante ver la forma como durante las décadas cuando más se impulsaron las medidas neoliberales en Occidente (los años 70 y 80 del siglo pasado) la economía también dio paso al despliegue de las emociones para explotar una especie de subjetividad liberada.

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han afirma que efectivamente el neoliberalismo de nuestra era trae consigo nuevas técnicas de poder. Tomando como referencia la crítica marxista, y continuando aquella desplegada por el brillante francés Michel Foucault, afirma que nuestra era debe prescindir de la racionalidad porque esta es objetiva, general y permanente, opuesta a la situación subjetiva, situacional y volátil de la emocionalidad.

De hecho, los artefactos tecnológicos y el incremento exacerbado de las telecomunicaciones nos pulverizan cualquier tipo de “continuidad y construyen inestabilidad”. Y esta falta de certeza es terreno fértil para una economía de consumo que se alimenta de la obsolescencia programada en todos las esferas de nuestra vida. Nos cansamos de la misma pareja, necesitamos artefactos tecnológicos actualizados, incluso precisamos reinventarnos a nosotros mismos todo el tiempo. ¿Pero acaso no es propio del ser humano el cambio? Así es, ¿pero qué cuando ese cambio está basado en las necesidades que impone el mercado?

El capitalismo de consumo necesita generar emociones para estimular y crear necesidades en los compradores que aceleren la adquisición que maximice el consumo. En esta era, las necesidades no existen, se crean constantemente con los productos que la tecnología nos ofrece, que la imagen “hiperreal” que los mass media reproducen.

Pero esto no sería posible sin la creación previa de una emoción, un deseo, un afecto, una carencia, que hábilmente la publicidad y el marketing saben decodificar muy bien gracias a las infinitas hordas de datos que suministramos a Google con cada clic, cada like y cada play.
Este “emotional design” diseña las emociones perfectas para que incluso creamos la ilusión de que las necesidades estaban allí previas a las mercancía, cuando realmente la mercancía que se crea es previa a la compra material, es intangible, es la emoción, la experiencia, la sensación. Creemos que algo nos gusta, lo necesitamos y finalmente lo compramos, cuando realmente la velocidad infinita de la datos nos ha vuelto tan predecibles como moldeables.

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“Y dijo el mercado, hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Es cierto, no nacemos en el mundo partiendo de ceros, nacemos en uno que ya está constituido con una gramática que heredamos y gracias a la cual pensamos, percibimos y vemos al mundo, a nosotros y los otros.

Pero el mundo que estamos heredando es un mundo creado a partir de la necesidades de la cultura del consumo infinito. Ya no somos hombres máquina, las máquinas funcionan mejor sin emociones. Para este capitalismo inmaterial es necesario el hombre en toda su totalidad. Lo privado, si es que aún había algo de eso en el inicio del capitalismo industrial del que fue testigo Marx, ha quedado expuesto a la servidumbre de los deseos de satisfacción del mercado. Los puntos de fuga donde la emoción escapaba han sido capturados por toda una psicología de la motivación, de la superación personal, del entrenamiento motivacional.

Toda una psicología encargada de servir, aunque no se lo proponga, al cultivo de solamente emociones positivas, pues solo ellas pueden producir consumo. Solo una emoción positiva puede desembocar en la compra de un producto que nos dará más felicidad. Las mercancías de esta era encarnan un imperativo de felicidad que nunca puede ser alcanzado, pero siempre será buscado. Las emociones, recuerda finalmente Han, “representan un medio muy eficiente para el control psicopolítico del individuo”.

La rapidez vertiginosa a la que nos arroja el mercado no permite siquiera que nos detengamos a disfrutar. Precisamente por eso, el mercado de consumo no permite la lentitud, el alto, la reflexión. Walter Benjamin afirma que la experiencia tiene que ver con lo que se puede narrar. Pero la narración implica reflexión, un acoplamiento del sentido de lo que somos con lo que fuimos y viceversa.Pero justamente ese momento de pausa, introspección y búsqueda del sentido amenaza el constante flujo del mercado.

Benjamin anuncia la pobreza de la experiencia humana al despojarla de la historia, de la narración, es el tiempo en que la técnica se erige como promesa de felicidad. Paradójicamente ese hombre moderno, pobre en experiencia, es “rico” en ideas de todo tipo de origen y prácticas.

Creemos que el mercado al ofrecernos una cantidad (casi) infinita de posibilidades nos libera del yugo de la predeterminación de las tradiciones y la historia. Y quizá efectivamente fue así hace cerca de un siglo. Pero hoy de hecho la experiencia es rica, aunque en otro sentido. Se nos venden experiencias, emociones que podemos no sólo adquirir y acumular, sino desechar y cambiar. La riqueza de esta experiencia es una ilusión, de hecho sigue habiendo pobreza.

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En lugar de ser el hombre quien se apropia de los objetos y les da un espacio significativo en la narración de sí mismo, de su vida y de su historia, deja que los objetos le transformen sin ningún atisbo de oposición. En los objetos del mercado de consumo ya no hay historia, no le interesa la historia, se borran las huellas. El hombre moderno “añora liberarse de las experiencias”, allí radica su pobreza. Pero hablar de experiencias es ante todo referirnos a una vivencia fundamentalmente compartida, allí radica verdaderamente la pobreza de la experiencia, en que nos aislamos en nuestras pantallas, nuestros negros espejos que nos regalan la ilusión de la interconexión no sólo con nuestro cercano, sino cono todo el mundo.

Los excesos del mercado de consumo arrojaron al hombre a la exaltación de la técnica, la utilidad y maximización económica de su vida en favor de las utilidades del mercado, que usa el mercado de las emociones para precipitar al “animal emocional” al servicio de las grandes marcas con sus ideales de perfección y felicidad humana.

Por Marco Cortés

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