El Magazín Cultural

Las vidas rotas de Hollywood

En la recta final de la temporada de premios, constatamos que en algunos de los filmes que dominan el panorama cinematográfico existe un factor común: las vidas rotas de sus personajes.

Janina Pérez Arias
04 de febrero de 2020 - 01:30 a. m.
Joaquin Phoenix como el “Guasón”, una interpretación y un personaje profundos y perturbadores. / Cortesía - Warner
Joaquin Phoenix como el “Guasón”, una interpretación y un personaje profundos y perturbadores. / Cortesía - Warner

No caben dudas de que en esta temporada de premios estamos sencillamente abrumados por la gran calidad de las películas que acaparan nominaciones, galardones y atención. A simple vista son filmes muy distintos entre sí, bien por sus historias, por su realización, el momento histórico en el que se desarrollan, o bien por el punto de vista narrativo. Sin embargo, hay algo que les une con un hilo casi imperceptible: la gran mayoría de estas películas gira en torno a vidas rotas.

En este boulevard de esas oscuras existencias, al Joker (Todd Phillips) le acompañan los soldados de 1917 (Sam Mendes), los matones y mujeres silenciadas de The Irishman (Martin Scorsese), los de “arriba” y los de “abajo” de la comedia negra Parásito (Bong Joon-Ho), como también la estrella opacada de Judy (Rupert Goold). Todos estos personajes son representantes de una compleja gama de tragedias,donde la esperanza parece un triste nabo en una ensalada de cafetín de carretera. Todas ellas películas que figuran entre las nominadas los Oscar que se entregarán el próximo 9 de febrero.

Joker y Judy

No es la primera vez que Joaquin Phoenix interpreta a un personaje quebrado por dentro (y por fuera). A lo largo de su carrera ha escogido caracteres complejos, Ella (Spike Jonze, 2013), Los amantes (James Grey, 2008), Walk the Line (James Mangold, 2005), El maestro (Paul Thomas Anderson, 2012) o el falso documental I’m still here (Casey Affleck, 2010), son algunas muestras de ello. En Guasón (como se ha titulado en Colombia) Phoenix ha encontrado la horma de su (exigentísimo) zapato. Hace un inmenso despliegue de sus habilidades interpretativas, un personaje que moldeó a punta de cincel, sorprendiendo en el proceso de rodaje al mismo director. Su transformación (método muy discutido pero que tanto le gusta a los académicos que votan en los Oscar), le ha significado una larga lista de reconocimientos, y muy probablemente se lleve el codiciado hombre dorado como Mejor actor protagonista después de haber estado nominado en cuatro ocasiones anteriormente.

Quizás sea en “Guasón” donde se condensa una amplia variedad de catástrofes, no solamente desde el punto de vista personal (por sufrir del síndrome pseudobulbar, debido a su condición mental, física y familiar), sino también por el aspecto social (desahuciado del sistema de salud, excluido de círculos sociales, al borde de la miseria, víctima de todo tipo de violencia), hasta convertirse en un criminal. La oscuridad y múltiples análisis de este personaje han desencadenado una gran polémica,y con el anuncio de la secuela, no será de extrañar que Joker (Guasón) pase a ser un objeto de estudio a nivel académico.

Sumergida en otras aguas de miserias se encuentra Judy, donde Renée Zellweger asume el gran reto de interpretar a Judy Garland en sus últimos meses de vida, con oportunos flashbacks que muestran la serie de graves abusos y maltratos a los que fue sometida la estrella de El Mago de Oz (Victor Fleming, 1939) y Nace una estrella (George Cukor, 1954) durante su niñez y adolescencia, pero también hasta el final de su existencia.

Zellweger expone con mucha credibilidad -a pesar de que se reconocen sus famosos tics y muecas-, la vulnerabilidad, los miedos, la tristeza y ruina de esa mujer hecha añicos en todos y cada uno de los sentidos posibles. Zellweger (ganadora del Oscar en 2003 por su rol secundario en Regreso a Cold Mountain, de Anthony Minghella) retrata a la legendaria Garland como una mujer que, a duras penas y con sus últimas fuerzas, armaba sus piezas esparcidas por doquier cuando cantaba y se cubría de aplausos, o cuando tenía cerca a sus hijos. Y todo esto en medio del glamour artificial como el polvo de estrellas de una quincalla que Hollywood se empeña en trasmitir.

No es un secreto que la “verdad” de Renée Zellweger (desde hacía 16 años prácticamente alejada de los focos de atención y nominada al Oscar como Mejor actriz por este rol), le aporta mucho de ella misma a esta interpretación. Pero esa es otra historia.

Mientras que a Sam Mendes le bastan unas pocas horas para mostrar las tragedias de sus personajes en “1917”, en medio de la cruenta Primera Guerra Mundial y con la muerte pisando los talones, en “El irlandés”, Martin Scorsese emprende un viaje a lo largo y ancho de cuatro décadas para plasmar el desarrollo de las oscuridades de sus protagonistas.

Scorsese envía a sus personajes al infierno sin pasaje de retorno, siendo quizás Peggy Sheeran (la hija de Frank- Robert De Niro-, interpretada por Anna Paquin) la única excepción de ese viaje sin regreso. En esta historia el estiércol es tan espeso que no existe ni un hálito de redención ni esperanza, a diferencia de algún que otro destello de luz (sin llegar a ser exagerados) en 1917, con sus personajes aferrándose a la vida y hasta con la desoladora imagen de los cerezos mutilados. Después de las risas y el ritmo frenético del fantástico relato de Bong Joon-Ho en “Parásito”, las sensaciones del espectador no son precisamente las más alentadoras. Las preguntas que dejan esta película son tantas que durante mucho tiempo será un tema de conversación y reflexión. Bong sube al público a una montaña rusa, y cuando su tren desciende, lo hace hasta las mismísimas profundidades de las tinieblas.

Ni la luminosidad de “Jojo Rabbit” (de Taika Waititi) o de “Historia de un matrimonio” (de Noah Baumbach), ni la fantasía de Quentin Tarantino en “Había una vez en … Hollywood” logran tapar por completo las miserias de sus personajes, así como de sus turbios e inciertos futuros. Que sean este tipo de filmes los que han arrasado en esta temporada nos lleva a plantearnos un par de ingenuas interrogantes: ¿Será que finalmente Hollywood ha superado su fijación con los finales felices?, o ¿somos los espectadores quienes ya no queremos el engaño del “y vivieron felices como perdices”?.

Hasta hace poco los finales felices, que hacían llorar a mares o el desenlace de superación que generaba el llamado aplauso lento hasta llegar a la ovación, parecían una condición sine qua non para hacerle ojitos a los votantes de los premios gordos o para incentivar al menos la asistencia masiva a las salas de cine.

Aunque es un hecho que siempre han existido los filmes que le dan la espalda a esa – en apariencia- condición esencial para llegar al gran público, abundan los casos de directores y guionistas que se vieron en la penosa necesidad de ceder ante la insistencia de productores y grandes estudios cinematográficos empeñados en aplicar una fórmula que ya luce desgastada. Es notable que en esta época cuando se aúpan la alegría y la felicidad a toda costa, cuando se pulen las miserables existencias a punta de filtros para exhibir una irrealidad en las redes sociales, en Hollywood - ¡la mismísima fábrica de los sueños!-, haya abierto el gusto por las vidas rotas.

Quizás tanto el público como la industria están asumiendo la definitiva pérdida de la inocencia, para aprender, por nimio que sea, de esas vidas hechas pedazos, y así emprender un saludable crecimiento como sociedad. En ese sentido el cine también puede contribuir a una catarsis colectiva, tal vez puede hasta sanar.

Por Janina Pérez Arias

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