El Magazín Cultural

Letras encadenadas: Voltaire y las palabras liberadoras

Voltaire, además de su legado en la literatura, dejó un aporte a la filosofía con "Tratado sobre la tolerancia" y el "Diccionario filosófico".

Manuela Cano Pulido
21 de noviembre de 2019 - 03:38 p. m.
María Camila Quiceno
María Camila Quiceno

Sus textos, eran textos sin nombre. Su nombre verdadero tenía que ser anulado, tachado, suprimido, no podía estar a manera de firma en ninguno de sus escritos. Las letras que componían su nombre, François-Marie Arouet, eran censurables. Y por eso, en cambio, un pseudónimo histórico llegaba a su génesis: Voltaire. Poco se sabe de dónde provenía esa forma de denominarse, muchos son los mitos que se le atribuyen, algunos más fantásticos que otros. Siendo el más renombrado aquella inspiración que surgiría del lugar de origen de su padre, Arouet Le Jeune, y que luego el filósofo mismo convertiría en su propio anagrama. Pero lo cierto es que sería un apodo que trascendería más allá de aquel lejano Siglo de las Luces.

Ese seudónimo, Voltaire, había surgido de una necesidad. De la necesidad de seguir escribiendo, de un joven disciplinado que había descubierto su libertad en las palabras, las cuales, a la vez, lo habían condenado. De la necesidad de vivir de y por la literatura, esa que, desde muy pequeño, se había convertido en su único momento de evasión, su único vínculo con un mundo mejor. Esa que lo había llevado a renunciar a las leyes y al derecho y, por ende, al deseo de su padre. Fue una necesidad que surgió de repente, cuando unos versos precoces, pero provocadores, de un joven con apenas 22 años, se burlaron sin miedo del regente del momento, Felipe II de Orleans. Siendo él mismo quien lo encarcelaría, en 1717, en la Bastilla, esa fortificación que encerraba penurias. Así pues, entrar como François-Marie Arouet y salir como otro se había convertido en su más importante necesidad y en la única alternativa para poder liberarse, no solo de cuerpo, sino por completo. Y liberarse por completo, para Voltaire, significaba exclusivamente poder seguir utilizando ese vehículo extraordinario que era la escritura para plasmar sus pensamientos y sus propios planteamientos filosóficos.

Sin embargo, para esto tuvo que permanecer once meses en la Bastilla, once meses solitarios, melancólicos y terribles. Pero también once meses provechosos, introspectivos, inspiradores. Fueron once meses dedicados a la escritura, a su liberadora literatura. Sus letras acompañaban las horas que parecían eternas, sus frases lo motivaban en las noches oscuras. Un texto surgía al final de su escabrosa estadía: era Edipo, ese texto trágico, nostálgico de aquella época griega con tantas libertades que eran para él, ahora encarcelado, solo una triste utopía. Tampoco decayó o se rompió por completo, sino que empleó sus largos días en relatar lo que veía, contar por lo que pasaban sus compatriotas, en medio de la indignación y el desencanto. “Tristes y lúgubres objetos los que vi en la Bastilla (…) y en miles de cárceles repletas de valientes ciudadanos, de fieles sujetos (…) vi un pueblo gimiendo en medio de un severo esclavismo”, escribía en la cárcel.

De manera que, ya no como un joven de apellido Arouet, sino ahora como un hombre autodenominado Voltaire, salía de la cárcel y emprendía un exilio involuntario, un exilio a Châtenay-Malabry, un exilio lejos de París. Y a pesar de ese nuevo nombre, Voltaire se iba haciendo conocer, iba resonando por todo el territorio francés, dejando a cada paso un toque de incomodidad. Sus ideas rompían con una Francia anacrónica, estática, creyente; ponían en jaque el absolutismo de la Iglesia y el no cuestionamiento del rey. Sus ideas buscaban movimiento, transformación.

Paradójicamente, sería también una idea expresada sin tapujos aquella que lo condenaría por segunda vez. De nuevo iría a la Bastilla en 1726, por esa idea que había desatado un fuerte altercado con un noble, el Chevalier de Rohan, quien había tenido la facultad otorgada por la fe divina, como a todos los hombres con poder, de decidir sobre la vida de todos los “otros mortales”. Porque, como alguna vez escribiría, “es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado”. Volvía a la condena y el aislamiento, esta vez por 15 días. Dos semanas que, aunque parecieran poco, volcaron la manera de pensar del autor. Salía de la Bastilla un hombre indignado, un hombre con ansias de cambio, de transformación. Salían de la Bastilla nuevas ideas transgresoras del sistema social, del sistema jurídico, que serían plasmadas a través de la pluma de un hombre que había sido encarcelado.

Y ese hombre, ahora doblemente exiliado, llegaba a un país que ampliaría aún más su mirada que parecía atemporal. Mirada tan distinta de esa sociedad monárquica y conservadora en la que vivía: había llegado a Inglaterra. Un lugar que era sinónimo de libertad. Era el ejemplo de un sistema político mucho más abierto y participativo, de un sistema que permitía muchas voces, no solo la del Rey, la del soberano, la de la Iglesia. También era sinónimo de un mundo alejado de la censura, de ese acto condenable y repugnado por Voltaire. Se había inspirado a lo largo de su estancia en pensadores como John Locke e Isaac Newton, a quienes dedicaría muchos renglones en sus escritos posteriores.

De vuelta en Francia se publicarían sus Cartas filosóficas o Cartas inglesas, causantes de una enorme controversia, al pintar a Francia como un país atrasado, inculto y condenable, al lado de una Inglaterra con más libertades y con menor influencia de la religión. Se desataría un escándalo. Sus palabras volvían a ser condenables al ser una crítica a “la única verdad admisible”; sin embargo, ni siquiera la censura podría alejar de sus letras renovadoras a los muchos que comenzaban a pensar como Voltaire. Posteriormente vendrían Cándido, o el optimismo, su Diccionario filosófico, y una enorme cantidad de textos que incitaban a la emancipación. Voltaire se convertía en una de las figuras claves de ese movimiento que ya no tenía reversa, de esas ansias de libertad y de transformación. Serían sus encierros la inspiración de muchos de encontrar la libertad, serían la Bastilla y la censura el motor del derrocamiento de una sociedad que sobrevivía a costas de su herida fe.

Moriría en 1778, a los 83 años, once años antes de la explosión de la Revolución Francesa. Y Voltaire sería el primer escritor enterrado al lado de los héroes de la patria, en el glorioso Panteón.

Por Manuela Cano Pulido

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