El Magazín Cultural

Marcela Villegas: Caminar sobre los muertos

La escritora colombiana publicó este año su primera novela “Camposanto” (Sílaba Editores), una historia sobre el dolor de decir adiós, sobre la dignidad de la pérdida.

Camila Builes / @CamilaLaBuiles
27 de abril de 2018 - 02:04 a. m.
Marcela Villegas ganó el Premio de Novela Breve de la Universidad Javeriana en 2016. / Juan Moore
Marcela Villegas ganó el Premio de Novela Breve de la Universidad Javeriana en 2016. / Juan Moore

Escuchar una voz todos los días. Escuchar que esa voz ronda por tu cabeza gritando: “Escribe”. Es la voz de una mujer, una antropóloga forense que lleva años desenterrando huesos, juntándolos sobre una mesa y buscándoles un orden preciso, tratando de reconstruir un cuerpo: la imagen de una sonrisa, los brazos largos de un adolescente, la pelvis de una mujer delgada. Esa mujer te habla constantemente, te pide, te ruega, que escribas su historia, pero tú no la conoces. Sólo recuerdas que una vez leíste una entrevista sosa a una chica con esa profesión. Una conversación llena de tecnicismos sobre la muerte, como si uno pudiera definir qué significa la muerte, qué significa matar.

La voz se vuelve más intensa, como un aullido. Y no contenta con atormentarte con ideas vagas sobre huesos y pantanos, comienza a sacudirte: sientes miedo, escalofrío, y cedes. Le cedes tu cuerpo. Empiezas a escribir.

Esa voz se llama Amalia y estuvo atormentando a Marcela Villegas hasta que pudo escribir el libro Camposanto (Sílaba, 2018), la novela breve ganadora del Premio Nacional de Novela Corta 2016 de la Universidad Javeriana.

Una historia compacta, bien contada y dolorosa. Marcela Villegas logró una novela donde la tristeza se va construyendo en cada capítulo, bloque por bloque, como una casa deshabitada. Como el recuerdo de algo a lo que uno no quiere volver y que está rodeado por tanta tristeza que a lo lejos resulta bello.

Villegas estudió agronomía y estudios ambientales, se fue a vivir a Estados Unidos y comenzó a trabajar como traductora de libros didácticos del español al inglés y un día, entre tareas ordinarias, se encontró con una entrevista a una antropóloga forense en Colombia. La entrevista no decía más que datos técnicos sobre la exhumación de un cadáver. “Me impactó mucho el oficio de esta mujer. Una persona que se la pasa socavando el dolor de otros y es capaz de regresar a su casa, abrazar a sus hijos y seguir viviendo. La guerra en Colombia se ha llevado a tanta gente. Pensé: ‘¿Acaso los periódicos no lo han informado?’. Claro que sí. Todos sabemos los muertos de esta guerra y todos somos cómplices”.

Villegas se demoró casi tres años escribiendo esa historia que le perforaba el cerebro. Para hacerlo sabía que necesitaba ayuda, no se sentía capaz de hacer algo digno con lo que estaba sintiendo.

“Llamé a mi papá y le dije que me iba a meter a la maestría de escrituras creativas de la Universidad Nacional. Recuerdo que se rio. Recuerdo que me dijo que era un desvío rotundo de mi carrera universitaria. Me dijo que me apoyaba, que confiaba en mí”. El papá de Villegas murió quince días después de esa conversación, en medio del papeleo para el ingreso a la maestría. Cuando llegó a la primera entrevista, la manizaleña llevó un primer capítulo atiborrado de detalles, donde lo decía todo porque quería deshacerse de esa maldición que es escribir, como lo dijo Clarice Lispector.

La corrigieron. La aceptaron en la maestría. En medio de la investigación, Villegas comenzó a relacionar el trabajo de la antropología forense con el alzhéimer, la enfermedad que padecía su mamá desde hacía años y que comenzaba a matarla poco a poco. “Cuando leía los informes de la Fiscalía y de Medicina Legal iba notando unos detalles que me recordaban a mi mamá. Cuando a una persona le desaparecen un familiar, el único descanso que puede tener es recibir el cadáver, poderlo enterrar. En el caso de nosotros, mi hermano y yo, íbamos a descansar cuando mi mamá muriera. Porque la enfermedad la iba despojando poco a poco de su vida, de su humanidad”.

Camposanto se divide en partes. La relación de Amalia y su mamá enferma: desprovista de cualquier fuerza, dependiente en todos los ámbitos de su hija antropóloga; la historia de Amalia, viendo marchitar a su mamá y lidiando con las relaciones amorosas que no puede tener, incapaz de ser sincera con su corazón, y la parte de Marleny y su hijo trans asesinado y el Estado enterrándola con la pala de la burocracia impidiendo que recoja sus huesos. Una espiral de voces que suenan parecido: la pérdida. Poder decir adiós.

Mi mamá cambia frente a mis ojos. Las nociones que tengo de la enfermedad son insuficientes para entender lo que sucede. Un conjunto de observaciones e instrucciones rudimentarias que sólo arañan la superficie de lo que le pasa a Elena. Entre tanto, ella pierde el juicio pero no la voluntad. La memoria pero no los sentimientos ni los deseos. Yo no quiero ni puedo imponerme a su humanidad intacta. (Fragmento de Camposanto).

La novela está llena de detalles mínimos pero hermosos. En una parte menciona que su mamá, luego de ser atropellada por un carro, es llevada a una clínica, entubada e inducida a un coma. Una enfermera se acerca a Amalia y le entrega las pertenencias de Elena: unos aretes de perlas, la pulsera de identificación y una prótesis dental completa. “Debe haber un error. Ella no usa prótesis”, le dice Amanda a la enfermera. Cuando Amalia se voltea a ver a su mamá ve, por primera vez en su vida, su boca desdentada y una red de arrugas como insectos alrededor de sus labios. Es más de lo que ella puede soportar y rompe en llanto. Por su mamá, pero sobre todo por los secretos entre ellas.

La relación de una hija con su madre es tan compleja como el universo. Los silencios que siempre quieren decir cosas. Las miradas que siempre son más que gestos. Villegas logró diseccionar ese entramaje de amor y odio, esos tejidos que están desde antes del nacimiento y muestran a una mujer a merced de su hija, a pesar de sí misma. La voz de Marcela Villegas en esta, su primera novela, es poderosa. Es sutil. La novela sirve para ver al otro. Para entender la fragilidad del otro. Sin deslices de grandilocuencias, con una mirada serena y compasiva.

Siempre me he preguntado cómo aprendemos a vivir entre las ruinas, a volverlas habitables. Tras el estupor del estallido, uno recupera lo que puede. Después se adapta a moverse entre los escombros, hasta que un día dejan de serlo y se convierten en muros, en mesas, en camas. En lo que dicte la necesidad. Pero los escombros son como muñones, trazas que atestiguan la forma del hábitat destruido, y que uno, o alguien que se le pareciera, vivió en él.

Caminar sobre los muertos. Tenderle las manos al miedo, dejar que nos tome sin sorpresa, estar deliberadamente tristes, arrojados al abismo, y esperar. Esperar a que algo pase, porque siempre algo pasa. Escuchar las voces de nuestra cabeza y ceder ante ellas. Tal vez pueda salir un libro como Camposanto o tal vez no salga nada, y eso también está bien.

Por Camila Builes / @CamilaLaBuiles

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